Yo, Encarnación Ezcurra




Después de ocho meses y medio sin funciones de teatro, este fin de semana algunas salas, pocas, volvieron a abrir sus puertas. El Picadero, entre ellas. Toma de temperatura, limpieza de calzado, firma de declaración jurada sobre la responsabilidad como asistente y el estado de salud, protocolo de acceso y de salida, butacas distanciadas, filas canceladas, treinta por ciento de aforo y un personal atento, coordinado, amable, que en todo momento trata de que nada resulte detestable. Y lo logra. El audio que anuncia el comienzo de la función recuerda que debemos permanecer con el barbijo, informa que la ventilación cumple con los requisitos establecidos y advierte que al terminar esperemos sentados para evitar aglomeraciones. Pienso que en todos estos meses nunca estuve en un lugar tan seguro y lamento, una vez más, que tanto el gobierno nacional como el GCBA, hayan menospreciado tanto la capacidad de nuestros teatristas para organizarse del mejor de los modos posibles. Pero no vine a enojarme, sino a reconciliarme con la vida.

Yo, Encarnación Ezcurra, texto de Cristina Escofet, con dirección de Andrés Bazzalo, se estrenó en 2017, ha pasado por nueve salas y cuenta en su recorrido con importantes premios. Es uno de esos unipersonales femeninos de largo aliento. Quien escribe llega tarde con su recomendación, pero elige la obra a conciencia para reencontrarse con la experiencia escénica presencial. Los unipersonales aparecen en el extraño horizonte de expectativas del teatro como la posibilidad más viable en este momento y la Encarnación Ezcurra que habita en Lorena Vega goza de excelente salud. La esposa de Rosas es retratada con una contundencia poética que equilibra inteligencia, humor y erotismo logrando que el contexto histórico sea un telón de fondo sobre el que se despliegan juicios, críticas, deseos y temores. El amor y la política se funden en una misma causa que humaniza el concepto de patria para convertirla en mucho más que un territorio. La patria, para esta mujer, es el sentido de una vida agotada en contrariar la expectativa. El poder se conquista, afirma.

Lejos de abrumar con la historicidad, la propuesta rebosa frescura y exprime cada uno de los recursos de la puesta para que así sea. La música en vivo de Agustín Flores Muñoz, Victoria Tolosa y Martín Miconi, atraviesa el relato dinamizando intensidades, cambios de estado, y acentúa la potencia del candombe que irrumpe como celebración y metáfora del pueblo. Lorena Vega ofrece una clase magistral de actuación donde, casi sin tregua, alterna interlocutores y recuerdos ofreciendo ese curioso prodigio que solo el teatro puede hacernos ver: envejece ante nuestros ojos. Una obra que invita a recordar que el pasado no está escrito y que son muchas las voces silenciadas que esperan su momento. 

El teatro se encuentra en una situación inclasificable. Muchas salas cerrarán definitivamente sus puertas en los próximos meses si el Estado no declara la Emergencia Cultural e implementa un protocolo económico a la altura de las circunstancias. Si aún pueden permitirse colaborar con la comunidad teatral de su ciudad, donde quiera que se encuentren, no dejen de acudir a las salas antes de que sea demasiado tarde. 


Yo, Encarnación Ezcurra

Teatro El Picadero

Pasaje Santos Discépolo 1857

Sábados 21h.


#FESTIVALPIT





Primer Festival Telemático de Teatro Confinado es la nomenclatura elegida desde PIT para presentar esta propuesta que visibiliza lo singular de la experiencia compartida estos meses bajo el tan triste y desesperante nuevo contexto en el que estamos. Para enfrentar parte de la incertidumbre que los docentes de teatro atraviesan, el pasado abril nació PIT (Profesorxs Independientes de Teatro). Lo que en principio fuera un grupo de whatsapp de una veintena, no tardó en convertirse en un colectivo. El 1 de mayo, coincidiendo con el día del trabajador, presentaron su manifiesto en redes. El grupo comenzó a censar la formación escénica en CABA registrando a casi 800 docentes y 25.000 alumnos afectados por el cese de la actividad. PIT también se involucró en la redacción de un protocolo que facilite el regreso de la práctica presencial y, en colaboración con ARTEI y ESCENA, establecieron diálogos con las autoridades culturales de Nación y Ciudad. La última asamblea online superó los cien asistentes, el grupo de whatsapp cuenta con más de doscientos participantes y todos los días hay nuevas incorporaciones. PIT aspira a federalizarse y mantiene reuniones con colectivos culturales de otras provincias y países. Su funcionamiento interno se organiza en comisiones específicas para las más diversas tareas: solidaridad, género, niños y adolescencia, institucionales, temario, encuesta, acciones, lazos, comunicación, bienvenida, herramientas y revista. Una sinergia de trabajo impensada antes de la pandemia que reúne por primera vez a docentes de todas las disciplinas escénicas y que se ha convertido en un referente significativo en medio de la gran crisis que atraviesa el teatro.

El Festival PIT se realizará el 24 y 25 de julio y se presenta como la primera gran materialización del colectivo. La programación es una apuesta intensiva que capitaliza la virtualidad logrando que en dos días se ofrezcan 30 talleres, 50 muestras y 15 charlas entre creadores. La propuesta no puede ser más heterogénea. Actividades para todas las edades relacionadas con el acontecimiento escénico en su más amplio espectro: entrenamiento físico, actuación, improvisación, clown, dramaturgia…

Uno de los primerísimos objetivos de PIT fue generar un intercambio de herramientas y experiencias que favoreciera la capacitación docente en la ardua tarea de adaptar los contenidos de las prácticas presenciales a la modalidad online. La comisión Herramientas asumió esa tarea. Se reúne una vez a la semana y recibe invitados de otras áreas que aportan nuevas estrategias y puntos de vista sobre la pedagogía teatral en este momento crítico. Frente al desconcierto, el desánimo, la falta de recursos o infraestructuras adecuadas para la digitalización, PIT fue articulando nuevas posibilidades que no parten de una excelencia tecnológica, sino que subrayan y priorizan el valor de los contenidos que se transmiten independientemente del soporte elegido. En esa línea de intereses el festival nace como una celebración de la continuidad de la formación contra toda circunstancia. 

El Festival PIT prueba, una vez más, que no es capacidad de trabajo, creatividad o talento lo que falta. Recordemos que la gran mayoría de los profesionales que imparte talleres está constituida por creadores que escriben, dirigen, producen, actúan, gestionan espacios… La comunidad teatral se asienta sobre ese orgánico enriquecimiento que genera el conocimiento compartido. #TodoEmpiezaEnLasClases es uno de los hashtags de la agrupación. El Festival Telemático de Teatro Confinado constata esa certeza y constituye un llamado de atención sobre la necesidad urgente de reconsiderar la tan mentada esencialidad de las actividades. Es mucho lo que esta pandemia le arrebató a nuestras vidas y el arte será un elemento de reconstrucción fundamental siempre y cuando las políticas culturales y económicas identifiquen su función vital como un valor irrenunciable. 

Destacamos el hecho de que el Festival se realiza sin ningún apoyo económico institucional, es decir, se produce de manera autogestiva gracias al trabajo del colectivo y sus participantes. Las actividades serán a la gorra online. La recaudación se destinará al mantenimiento de la agrupación y a causas sociales con las que PIT viene colaborando.








Además, en el marco del festival se presenta el número cero de la revista Insomne, hazaña que también surge desde el corazón de PIT, donde se reúnen testimonios de docentes, creadores y alumnos en torno a la importancia de la práctica escénica, la sobreadaptación online y lo que significa vincularse desde la reinvención del oficio en este momento. 

De cara al inquietante y complejo futuro que se avecina, la comunidad sigue siendo la mejor de las respuestas. Todo indica que PIT llegó para quedarse. 


PROGRAMACIÓN COMPLETA E INSCRIPCIONES


Prácticas paliativas de la escena (II)





Nuestros días transcurren frente a la computadora. El exterior es un lugar de urgencia y avituallamiento donde no conviene estar. Es incómodo, incierto, hostil. No queremos ser parte de un paisaje enrarecido que embrutece día a día. La casa, el departamento, para quienes aún conservamos ese espacio, es una sala de espera donde sobreactuamos la tranquilidad. Las frágiles coordenadas de un más que dudoso equilibrio. Ahí, en esa franja de absoluto desconcierto, peleamos por seguir generando. No queda otra. No se trata de ser productivos, sino de sobrevivir. Hay que pagar las cuentas mientras todo se cae a pedazos. Atendiendo a esa única certeza nos reprogramamos en tiempo récord. No es ingenio ni capacidad de trabajo lo que falta. Si de algo sabemos los trabajadores de la cultura es de creatividad. Sacamos de donde no hay. Más aún si nuestro ámbito es el independiente, más aún si somos trabajadores irregulares, si el techo sobre nuestras cabezas depende del desempeño original con el que cubrimos la carencia estructural. Partiendo de esa base en los últimos cuatro meses los docentes de teatro han adaptado sus propuestas para hacerlas compatibles con aplicaciones que pretenden salvar la distancia. Aunque, por supuesto, no todos cuentan con soporte técnico ni conexión a la altura de la emergencia. Son muchos los relegados por el sistema. También son muchos quienes se niegan a aceptar que lo que antes era una actividad de encuentro y expansión, ahora sea una más de soledad tecnificada. Quienes eligieron continuar, probar, encontrarle la vuelta, hacen lo imposible para que la teatralidad se manifieste en formas insospechadas ahí, en el dormitorio, el salón o el balcón.

Lo que está en juego en esta continuidad online de la actividad escénica no es un perfeccionamiento técnico del intérprete. Quienes imaginen que los encuentros se dedican fundamentalmente a explorar las posibilidades de la actuación ante la cámara, se equivocan. La sobreadaptación a la emergencia responde a cuestiones mucho más importantes que esa nimiedad. Se busca salvaguardar un espacio íntimo donde la frágil llama del deseo no se apague. Se trabaja para que el cuerpo recupere su conciencia, se sacuda el temblor que niega, el trauma obviado. Se revaloriza la práctica y el colectivo al compartir la necesidad de explorar inquietudes, deseos y temores. Hay que encontrar el modo de que la enfermedad no sea lo único que nos ronde, pero también hay que dar cabida a lo mucho que trastorna: el sueño, la concentración, la capacidad de leer, escribir, memorizar... Funciones alteradas que nos llenan de insatisfacción y provocan un peligroso aturdimiento que nos precipita en la sensación devastadora de no poder, no ser capaces.

Compartimos un momento extraordinariamente doloroso para las artes escénicas. Como creadores y formadores estamos obligados a reconsiderar nuestra tarea y los modos que definían nuestro trabajo. No parece este el momento de perseguir desproporcionados objetivos estéticos, sino de afianzar el valor esencial del arte.

El arte es salud. Física, mental y emocional. Quienes nos dedicamos a él lo sabemos y sufrimos ante la incongruencia de ver nuestra tarea no solo relegada, también temida. Quienes definen la esencialidad de las cosas del mundo, determinaron que el arte es prescindible porque son incapaces de ver en él otra función que no sea la del mero entretenimiento y su rédito económico. Al pensar en manifestaciones artísticas solo vislumbran problemáticas aglomeraciones, peor aún, focos de contagio.

Después de estos meses de clases online sabemos mejor que nunca que lo importante no es el soporte, la plataforma o el ejercicio. Todo eso puede fallar y fallará. Nuestras tareas siguen siendo las de siempre: fortalecer la comunicación y el vínculo, favorecer la expresión propia y dedicarle especial atención a la potencialidad de lo mínimo, al reconocimiento del entusiasmo en cada pequeño gesto que anuncia una búsqueda y no un resultado a corto plazo. Ahí, en esas inquietudes latentes, difusas pero constantes, descansa la humanidad del arte, nuestra distinción como personas y no como sujetos portadores de virus y tarjetas de crédito.

La formación artística no se resuelve con metodologías, no se ajusta a certezas teóricas ni manuales. Hace cuatro meses no podíamos imaginarnos haciendo frente a una complejidad de este calibre que nos priva de cuanto consideramos básico para el acontecimiento escénico. No podíamos imaginar las muchas y casi inmediatas alternativas, parciales e insuficientes pero al menos posibilitadoras, que encontraríamos. No nos sabíamos capaces de tantísima paciencia y coraje.

Hay docentes manteniendo grupos en las condiciones más inverosímiles. Niños, adolescentes,  y adultos se comunican por whatsapp, mail, videollamada, zoom... Reciben consignas, leen, comentan, analizan, escriben, juegan, bailan, cantan. Ponen el cuerpo contra toda circunstancia. Comparten un hacer por hacer que se convierte en moneda de esperanza. Se ocupan del presente inmediato para despreocuparse del futuro intolerable.

En estos momentos la experiencia trascendente, el conocimiento adquirido, no pasa por la teoría o el método aplicado, sino por la conciencia con la que enfrentamos un devenir cada vez más confuso. El modo en que logremos acompañarnos para mantener el deseo y reafirmarnos en nuestro trabajo determinará ese inquietante después que tanto angustia. Confiamos en nuestros valores y reconocemos el efecto constructivo y sanador de toda práctica artística. Lo reconocemos porque seguimos acá gracias a todas esas veces en las que un libro, una película, una canción, un cuadro, una obra de teatro… nos devolvió el sentido y el valor para seguir.

Me pregunto, me sigo preguntando, qué más debe hacer el arte para ser reconocido como un sustento esencial e irreemplazable, como el pan de cada día. 

Prácticas paliativas de la escena / Clases online


"No los unían los proyectos ni la costumbre. Los unía el volar sabiendo que el otro volaba al lado. Los unía ese voltear la cabeza en el mismo instante como para decirse: ¿Ves?, estamos volando". 

Los Pterodáctilos, José Sbarra








Comencé a tomar clases de teatro a los ocho años. Primero fueron una actividad extraescolar y pronto se convirtieron en el acontecimiento más feliz de mis semanas. Durante mi adolescencia fueron el lugar donde crecer a salvo y después me acompañaron como salvoconducto de mi formación académica. Siempre fueron un espacio propio, un territorio inabarcable donde iba a enfrentarme conmigo misma, a no saber y, sobre todo, a olvidarme del miedo. En las clases de teatro aprendí a jugar, a compartir, a respetar, a acariciar, a dejarme abrazar, a dar y recibir. Aprendí a escuchar, a tocar y ser tocada. Aprendí a reconocer mi cuerpo en el espacio, el que tenía, el que era en cada momento. Un cuerpo con el que fuera de una clase de teatro era imposible sentirse cómoda. Solo ahí, en las clases, el cuerpo adquiría una dimensión transitable, posible, amiga. El cuerpo dejaba de ser una incomodidad, una forma defectuosa, para transformarse en herramienta disponible y en naturaleza al alcance de otros. En las clases de teatro aprendí a sudar, a romperme, a llorar, a desnudarme y vestirme, a saltar y caer sin lastimarme. Fui buena base en la acrobacia, entrené esgrima y descubrí las calidades del movimiento y la potencialidad de las energías. Desarrollé mi umbral de resistencia, de cansancio físico y mental, de aburrimiento. Cuando eso sucedía algo se transformaba, algo profundo, interno, insignificante. Algo que nunca apreciaba en el momento, solo después, mucho después, percibía ese quiebre, una transformación, un avance, una ruptura. Resulta difícil explicar el inmenso valor de una clase de teatro para quien nunca estuvo en una como alumno u observador. Sí, también puede tomarse una clase de teatro como observador. Lo hice muchas veces y me consta que también desde ese lugar privilegiado se aprende lo inefable y se entrenan muchos aspectos mientras se acompaña y estudia el proceso de búsqueda de otro. La intuición, por ejemplo. O la capacidad para ver no solo lo que falta, sino lo mucho que ya es, lo que fluye, hasta dónde, cómo y cuánto se corta. Se aprende del silencio, de la duda, de lo fragmentado. Se entrena el rastreo del gesto mínimo, la captura de lo insignificante, el valor de la mirada, del impulso. Se reconoce, una y otra vez, la fuerza indómita del deseo. 

En una clase de teatro trabaja tanto quien acciona, quien pasa al frente, quien muestra, como quien observa y toma nota. Se comparten las devoluciones y se desea que el otro, el compañero, pueda, siga, quiera, desee tanto como uno mismo.

En la clase de teatro es tan importante cuanto sucede como lo que no llega a suceder. Un buen docente teatral trabaja, se preocupa, cuida mucho la constitución de cada grupo. No hay dos grupos iguales. Cada uno implica un desafío, una renovación de las formas aprendidas, un relevo constante. Si el grupo no logra funcionar como tal, si no desarrolla una identidad fortalecida en cada encuentro, si no se afianza entre los asistentes un deseo de profundidad y superación que trascienda el encuentro más allá del horario pautado en la semana, la clase fracasará. Una clase de teatro implica. Demanda. Alienta la voluntad del sujeto en función del grupo. No se falta a la clase porque nuestra ausencia afecta a todos. Una clase de teatro constituye un acontecimiento. Ético y estético. Se establecen códigos, valores de responsabilidad y amor. Amor por el trabajo, por la práctica, por la continuidad del crecimiento propio y ajeno. Una clase de teatro es, siempre, una celebración. Se celebra la incertidumbre, la pasión, “la fe arraigada que poseen el niño y el poeta”, dijo Lorca.

La clase de teatro es un ámbito de búsqueda, crecimiento y encuentro. En primera instancia nos encontramos con esa mínima y nueva comunidad que es el grupo de trabajo. Un grupo de trabajo del que muchas, muchísimas veces, surgen propuestas, alianzas creativas que trascienden el ámbito de la clase. Se forjan equipos, elencos, compañías, colectivos. También parejas, sí. Familias. Pero la clase también es un reencuentro con nuestra intimidad, con lo mejor y lo peor de cada uno. Somos seres en constante mudanza que eligen el teatro no solo como disciplina artística, sino como ámbito en el que muchas otras nociones del ser se desarrollan: la confianza, la expresividad, el discurso, la palabra, la escucha, la sensibilidad, la empatía. Me atrevo a afirmar que el entusiasmo y la capacidad para soñar también se ejercitan y fortalecen en una clase de teatro.

Las clases online son una medida paliativa en este tiempo de insólita emergencia donde la subsistencia demanda reinventarse, pero no son una respuesta ni un camino deseado. La comunicación virtual no salva la distancia entre dos cuerpos, mucho menos entre varios. Las dinámicas adaptadas a las condiciones del confinamiento reducen la potencialidad de toda propuesta. Cualquier docente sabe que un ejercicio en muchas ocasiones no es más que una excusa, un comienzo posible que el grupo a lo largo de la clase transforma en algo propio, inesperado, algo que supera toda expectativa y que solo es posible cuando todos juntos enfrentan una y otra vez cierta imposibilidad, cuando la consigna se rompe por un accidente, cuando el valor de uno es alentado o compartido por el resto…

Las clases online nos privan de la potencialidad de la fuerza física. Obligan a dialogar bajo el formato limitado y pausado que determina el punto de vista de un dispositivo tecnológico que, por supuesto, es limitado como soporte. Damos clases desde nuestras agotadas computadoras, desde celulares, con el wifi que nos desampara, confiando en plataformas que nos sintentizan en la pantalla, nos silencian y desmaterializan. Qué sensibilidad podemos desarrollar atentos a las dificultades técnicas, qué puede intuirse sobre un silencio impuesto por micrófonos muteados, cómo compartir una respiración o anticipar un movimiento. De ninguna manera. Es imposible. Y está bien que así sea.

Las clases de teatro, los ensayos, las funciones, no son ni serán virtuales. La tecnología habilita apenas la posibilidad de constatar nuestra necesidad, nuestro empeño. Subraya la desesperación en la que estamos: nuestra subsistencia depende ahora exclusivamente de ese canal. Buscamos la mejor de las formas para que nuestras ideas, nuestra intención, nuestro entendimiento del trabajo, se transformen en la adaptación virtual como para llegar a quienes necesitan el teatro porque confían en lo que solo ahí aparece. Como docentes nos sabemos acompañados por alumnos que padecen, enfrentan y sortean todas las dificultades de este penoso desvarío en el que se han convertido nuestros días, sin embargo, también son muchos, docentes y alumnos, quienes no disponen de los recursos tecnológicos imprescindibles para intentarlo, y tantos más quienes conciben que este no es su camino ni su forma y esperan. Esperan lo que todavía no sabemos. Ese después que sigue costando imaginar pero para el que ya trabajamos.

Para lograr que ese después suceda cuando antes, el PIT (Profesores Independientes de Teatro) en CABA, trabaja hace meses en la elaboración de un protocolo que permita el retorno a las clases presenciales de teatro prestando atención a las medidas que las autoridades sanitarias consideran oportunas. El borrador del protocolo comenzó a circular extraoficialmente entre profesionales de otras provincias y también fue compartido con instituciones de otros países como Bolivia, España, México o Uruguay.

El protocolo instrumenta una serie de medidas que atañen al cuidado de la salud colectiva: las dimensiones del espacio donde se impartirán las clases, la duración de las mismas, la higienización de los alumnos, el uso de barbijos transparentes, la desinfección de salas después de cada actividad, entre otras. El PIT ya inició conversaciones con las autoridades culturales de CABA y Nación para que el protocolo sea estudiado como herramienta que facilite el retorno de las clases presenciales, algo que podría suceder de manera escalonada, atendiendo a varias fases de práctica y adaptación para espacios, docentes y alumnos.

Las clases online fueron una solución de emergencia para la inmensa mayoría del sistema educativo, no obstante, conviene atender a las características específicas de cada disciplina y valorar la enorme pérdida que supone la virtualidad para todas aquellas actividades donde el cuerpo es irrenunciable: el teatro, la danza, la música, el canto… La sobreadaptación a la violencia de este extraordinario contexto no debe asimilarse con normalidad.

Con la responsabilidad colectiva que caracteriza a la actividad escénica, debemos confiar en los profesionales que la imparten como los primeros interesados en encontrar modos de convivencia, prácticas habilitadoras, que posibiliten el encuentro que da sentido a su gran tarea. Es poco lo que sabemos pero mucho lo que se intuye sobre las penosas consecuencias del confinamiento para nuestros cuerpos y psiques. El teatro será una de las mejores repuestas que podamos ofrecer como sociedad para sanar todo eso que aún carece de nombre, pero ya duele.



Macarena Trigo

Martes con Deleuze




En la vorágine de contenidos compartidos estos días, alguien rescató a Deleuze en esta conferencia y aquietó mi impulso de muerte en este martes luminoso. Deleuze, entra varias otras maravillosas de filósofo en la suya, afirma en un momento de su charla: “las ideas no tienen que ver con la comunicación”, y un un poco más adelante, “la obra de arte no tiene que ver con la comunicación”. 

Lo articula mientras se regocija en el misterio. Disfruta como loco de entregar a su público la llave de la puerta de emergencia porque su conclusión es que la obra de arte es una forma de resistencia. ¿A qué resiste? A la muerte, por supuesto. ¿Acaso hay algo más? Deleuze está ahí, un 15 de mayo de 1987 hablándome a mí en este incierto 14 de abril del 2020 donde todo está muerto y nadie y todavía.

Ayer fue lunes. Y llovió. Dos condiciones espeluznantes en sí mismas que la cuarentena no logró disimular. Ayer las coordenadas de incertidumbre eran idénticas a las del domingo, sin embargo, las ganas de sobrevivirse brillaron por su ausencia y esas nimiedades que el domingo alcanzaron para tener paciencia o fe, no fueron suficientes. Somos nuestra ciclotimia, el biorritmo aturdido por la angustia compone una melodía que esperamos olvidar, pero quién sabe. La memoria del cuerpo obra prodigios y es difícil aún presentir la marca que dejará en nosotros esta ausencia de sentido, estructura y límite.

No obstante, sobre este desconcierto estamos. No somos tanto como nos gustaría o como recordamos que era ser, sin duda, pero cabe preguntarse cuánta vida hemos pisado sin tanta pretensión, cuántos días pasaron sin que llegáramos nunca a ser poco más que un cuerpo en tránsito. Después de un mes no es solo fácil, también resulta inevitable idealizar esa vida otra que ahora sabemos inalcanzable. No sólo estábamos mejor, también éramos más. Nos gusta creerlo.

Quizá salgamos de esta experiencia manejando mejor la distancia entre ser persona y ocupar espacio. 

Como creadores tenemos ahí un hermoso objetivo. Nuestra concepción de una vida posible no se limita a la subsistencia. Queremos más. Queremos lo que no está, ni fue ni será. Trabajamos para darle forma y lugar a todo eso con las herramientas elegidas. Trabajamos para que nuestros días sean ese no-tiempo del ensayo, el trazo, la composición, la palabra liberada capaz de devorar y apaciguar. Trabajamos en la periferia del sistema que nos (in)habilita. 

Ahora es martes. Hay sol. Mi mañana voló. Hablé con tres personas sobre la necesidad de hacer lo que no se sabe como si. Hagamos arte como si supiéramos en qué consiste, del mismo modo en el que amamos sin idea. Apasionadamente. Cedamos nuestro cuerpo a ese deseo para ser. No para seguir. No sigamos. No nos limitemos a esperar en la sala de espera de un hospital de campaña donde la única noticia es estadística. Eso será y será sin que podamos contra. No tenemos que poder hacer arte, ojo. Ahora mismo no tenemos más obligación que cuidar y cuidarnos en la medida de nuestras posibilidades. Pero quizá tengamos la necesidad de hacerlo. Sí, quizá tengamos la necesidad de hacer nuestro arte ahora más que nunca, ahora por vez primera, ahora y como siempre. 

Quizá.

Deleuze afirma también que la idea nace de la necesidad. Nuestra amorosa, inquietante, deslumbrante y jodida tarea no es otra que enfrentar nuestra necesidad. Hacernos cargo. Porque hoy, menos que nunca pero también como siempre, no hay dónde esconderse de uno mismo, del deseo y nuestras necesidades primarias.

Pequeñas tareas para el MIENTRAS





“La poética propia, un lenguaje teatral, es un territorio, la defensa de algo intangible pero diferenciador; no hay certezas, pero sí la creencia en el teatro como asedio a la realidad”. 
Eusebio Calonge


Ahora que estamos solos, ahora que hay miedos nuevos y todo es duda y tiempo.
Ahora que no sabemos y esperamos, ahora que ya perdimos.
Ahora que dependemos y aceptamos el amor en la distancia.
Ahora que somos cuerpo dolorido y mente en danza.

Qué podemos hacer AHORA, mientras atravesamos la tormenta diaria, hacemos cuentas, pedimos favores y asomamos al sol en la ventana. Cómo cuido mi deseo, cómo ser actor, actriz, dramaturgo, dibujante director, coreógrafo, músico, bailarín, escenógrafo, iluminador, fotógrafo, vestuarista, productor…

Cuándo empieza la obra a ser posible.

AHORA.

Acostumbrados a la precarización, el pluriempleo, la autoexplotación, los ensayos sin cobrar, acostumbrados a correr sin terminar de llegar nunca, a resistir, a sacar de donde no hay y dar lo que no se tiene, la situación que hoy atraviesa el sector escénico nos resulta familiar por lo frecuente. La novedad está en lo extremo, en su radicalidad. ¿Logrará el Estado articular medidas de emergencia a la altura de esta debacle? Ojalá, pero.

Qué hacemos mientras. Ahora. Con nosotros. Con lo que queda de nosotros, este animalito doméstico que ve su libertad condicional reducida a la del canario del balcón. Cómo mantenemos viva a la persona en esta ausencia fatal de límite y estructura.

No hay respuesta fácil, pero después de semanas de dar vueltas en la calesita del terror, trataré de compartir algunas nociones que me han acompañado durante mi formación y práctica como creadora. Insignificancias que en muchas ocasiones funcionaron como llave que pasó de mano en mano y nos permitió seguir. No llegar. Nunca se llega. Porque no hay dónde llegar. Pero siempre se va.

Vamos.

Hay más de lo que vemos

En esta soledad indeseada e indefinida pocos tendrán un hogar ideal donde haya luz, buena temperatura, espacio, dieta equilibrada, jardín, biblioteca, estudio, equipo audiovisual, internet veloz… Esto, aunque no lo parezca, sigue siendo nuestra vida, así que quizá enfrentemos una convivencia compleja con compañeros de casa con los que antes nunca coincidíamos, o con una familia o pareja que, no por ser amados resultará menos intensa. Para muchos el departamento alquilado no es más que un lugar de tránsito donde dormimos y guardamos nuestras cosas. Y acá estamos ahora obligados a prestarle atención desmedida y, por supuesto, agobiados por la incertidumbre de cómo pagar el mes.

Puesto que la urgencia económica es insalvable, cuánto antes encaremos posibles soluciones, antes abandonaremos ese atolladero. No pensemos en el futuro a largo plazo. Como creadores rara vez sabemos cómo llegará el fin de mes. Recordemos todas esas veces en las que estuvimos en una situación semejante o peor. Sobrevivimos. Aquello terminó y algo aprendimos. Echemos mano de aquel aprendizaje. Economicemos recursos. Cada quien sabe cuál es su límite. Lo que para uno es imprescindible para otro es un lujo. No nos juzguemos. Decidamos.

Señalo otra obviedad con la que muchos nos llevamos pésimo: pidamos ayuda. Verbalizar la inquietud, compartir el problema, darle forma a eso que no podemos resolver a menudo alivia la cuestión. Se piensa mejor en compañía. Nadie está fracasando cuando pide plata. Nadie es un inútil si desconoce los entresijos de los trámites online o la maraña de la administración pública. Somos poetas - empleo el término en su más generosa, amplia y común acepción – de los que el sistema no tiene referencias. Cobramos en negro, no tenemos obra social ni contador ni. Las (des)ventajas ya las hicimos carne. No es momento de flagelarse por eso. Resolvamos. Pidamos ayuda a quienes están en primera línea, pero recordemos a nuestra amada Blanche, “siempre he confiado en la bondad de los desconocidos”. Seguramente nosotros no, pero ¿cuántas veces dimos una mano sin esperar nada a cambio? ¿Cuántos proyectos apoyamos porque creímos que eso estaba bien hecho y necesitaba su lugar en el mundo? Bueno, consideremos entonces la posibilidad de que alguien allá afuera pueda, quiera, e incluso se sienta mejor colaborando con nuestra supervivencia en este instante.

Imprescindible: desenchufar al censor, al juez, al crítico, al padre y muy señor mío que llevamos dentro. Después sentémonos a contemplar las increíbles contorsiones de nuestro ego para acomodarse a este estado de las cosas. Aprendamos a reírnos de sus gracias. Llevamos un mes en pijama, las apariencias murieron.

Es probable que esa ocupación nos entretenga gran parte de la pandemia. Será un intenso aprendizaje. Esperemos que cada vez resulte un poco más fácil y reconozcamos en esa red que supimos tejer a lo largo de nuestra vida, algo más que un azar encadenado.

Volviendo a la (in)comodidad de nuestro ecosistema. Observemos ese espacio sin juzgarlo. Ahí está todo lo que supimos reunir hasta el momento. Por algún motivo son esas cosas y no otras. Eso es lo que sobrevivió a las mudanzas, las separaciones, los viajes, los robos, las depresiones… Eso queda. No pienso aconsejarle a nadie que ordene o limpie. Igual que no le diré a nadie que cuide su dieta o deje las drogas. Mucho menos en este contexto. Si llegamos hasta acá sin salir a chupar picaportes en las últimas semanas, tenemos fuelle para rato.

Lo que considero interesante en (re)encontrarse con ese pequeño o gran arsenal de objetos y considerar cuál es su valor creativo. ¿Los libros que tengo a mano son compañeros, seres vivos, criaturas esenciales? Seguramente no todos, pero ¿cuáles sí? ¿Por qué? ¿Volví a ellos ahora? ¿Para qué? ¿Qué hay ahí? ¿Qué dejó de haber? ¿Cómo llegó a mí ese libro? ¿Forma parte de mi pasado o de mi presente?

Esas y otras preguntas similares son un hermoso entretenimiento para observar lo que nos rodea como exploradores. Es probable que terminemos revolviendo armarios, carpetas, cajas y cajones, pero lejos de un objetivo Kondo en el trajín, la invitación pretende ser un reencuentro con nosotros. Con la persona que fuimos, con la que somos, ese creador, creadora, hacedor de X, integrante de grupos, espacios, proyectos, estudiante de… Cuánto de eso que elegimos tener cerca está relacionado con nuestros trabajos y cuánto hay de germen, de nutriente, de semilla inadvertida y despreciada. 

Es frecuente creer que la obra, como el amor, vendrá de afuera. La obra, el proyecto, el libro, la canción… no entrará por la ventana, del mismo modo en el que tampoco llegará por ahí ningún príncipe o princesa de colores dispuesto a rescatarnos del abismo. La obra, la nuestra, llegará, sí, pero solo si empezamos buscarla trabajando con lo que tengo y lo que soy.

AHORA.

Podemos empezar por ese poderoso imaginario personal cultivado durante toda una vida al que rara vez otorgamos valor. Es un momento tan malo como cualquier otro para dedicarse a la arqueología de imágenes, inquietudes, espacios, objetos, personajes, deseos, frases y etc. Busquemos con renovada atención, paciencia y el cuidado que le pondríamos a una nueva tumba egipcia de la que nadie oyó hablar. Veamos qué aparece , a quién descubrimos por ahí.

Recordemos una vez más lo evidente: no creamos solos. Nuestro trabajo es una conversación, con suerte una discusión interesante, con las voces que nos constituyen. Antecedentes, fuentes e influencias. ¿Podemos reconocerlas en nuestra obra? ¿En nosotros?

En ese recuento de todo lo que hay, seamos generosos con la circunstancia. Hay tiempo, hay deseo, inquietudes, necesidad, un espacio limitado pero posible, amigos a los que puedo consultar sobre, gente dispuesta a trabajar conmigo que recibirá feliz la noticia de un proyecto, hay internet a ratos, hay zoom y un inabarcable universo de contenidos recientemente liberados con los que puedo relacionarme haciendo uso y abuso.

El arte acompaña. No mata el tiempo

¿Y si empezamos a prestar atención a la forma y trascendemos el plano de la satisfacción argumental durante los próximos días? Leer – en el sentido más amplio del término – cada episodio, película, foto, cuento, canción, obra de archivo que tengo a mi alcance, prestando atención a cómo se levanta, en qué se apoya, de qué está hecho el asunto. Un buen trabajo de mesa que me reconcilie con el oficio amado o me permita aproximarme a una disciplina con la que estoy menos familiarizado.

¿Obtengo las mismas conclusiones observando un cuadro que una pintura? ¿Por qué? ¿Para qué miraría un cuadro o una pintura en este momento si normalmente no lo hago? ¿Por qué leer un poema si lo mío es el diseño de luces? ¿Qué carajo me importa a mí la estructura del guion cinematográfico?

Es probable que tengamos respuestas para esas y otras minucias. Celebremos. Pero no concluyamos. Nuestro trabajo no se asienta en la certeza sino en la incertidumbre. Tener razón sirve de nada en este mundo y en la creación de otro, bastante menos todavía. Trabajamos para el sinsentido. Señalamos lo que no puede nombrarse, algo que carece de forma y construimos la metáfora capaz de habitarlo.

La metáfora, sí. Nuestra obra nunca será solo eso que dice y hace, no será lo que muestra, sino cuanto calla, lo que intuye y teme, lo que descansa en el otro, ese misterio.

La metáfora es un tropo, no un don de dios. Se construye. Nuestro trabajo es su búsqueda y materialización. Suerte con eso.

La herramienta

No me interesa pensar el arte desde una sola disciplina. Aunque elegí desarrollarme en el ámbito escénico y es con lo que estoy más familiarizada, me (de)formé académicamente estudiando Historia del Arte, Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y Comunicación Audiovisual. El teatro fue el campo práctico en el que esa teoría tomó cuerpo. A menudo los artistas tienden a especializarse en una sola cosa. La excelencia, el virtuosismo, son muy demandantes. Un gran músico y compositor me dijo hace unos años que “podía mentir con varios instrumentos”. Creo que es una hermosa verdad con la que muchos podemos identificar nuestro desempeño. Comenzamos creyendo que seríamos grandes intérpretes, un día descubrimos que nos interesaba la escritura, unos años después dirigimos por primera vez porque alguien se prestó voluntario al juego y otro día nos trepamos a la escalera para dirigir un tacho porque no teníamos plata para pagar a un técnico. Nuestro desarrollo fue de la mano del trabajo constante, de la producción. No es ni bueno ni malo, ni mejor ni peor. Es. Podemos envidiar países lejanos donde fantaseamos coyunturas califragilísticas para los creadores y lamentarnos por nuestras infinitas carencias, o podemos asumir la fortaleza de nuestra debilidad y, lejos de idealizar su precariedad, reconocer en ella los valores que defendemos y con los que nos fortalecimos.

Quizá nuestro talento no está a la altura de nuestras desmedidas pretensiones, pero tenemos un oficio que enfrenta, resuelve, se mantiene, logra, avanza, construye, salva. Alcanza con recordar vagamente cualquiera de nuestros fines de semana de los últimos años para querernos un poco. Como tan a menudo afirma Kartun, “uno es el poeta que puede, no el que quiere”.

Evitar que el ensimismamiento y el miedo nos tumben el ánimo, es una tarea tan importante como quedarse en casa. Sin adoptar poses heroicas. Atentos al cansancio, la tristeza, la duda y la bronca, a los que habrá que dar lugar para que el remedio no resulte peor que la enfermedad. Confiemos en que también llegará el momento del abrazo, el ensayo y la celebración de nuestra continuidad.

Después, después

En este ejercicio de arqueología personal, de búsqueda y construcción de nuestra próxima metáfora, en este diálogo con las voces que nos pueblan, AHORA tenemos ante nosotros, una vez más, el desconcertante valor del libre albedrío que se retuerce como lombriz bajo piedra en este marco donde nuestra siempre limitada libertad condicional quedará afectada de modos que aún cuesta dilucidar. Se nos ofrece la posibilidad de reconsiderar cada aspecto de nuestro trabajo. Las debilidades de la comunidad cultural, la urgencia de crear nuevas figuras fiscales o administrativas que permitan regular con coherencia una actividad tan compleja como esta, la importancia de las salas y las asociaciones que responden, o no, ante sus miembros y trabajadores y la vitalidad de cada uno de los rubros que el teatro reúne. No están solo las salas y los creadores. Están los docentes, los alumnos, las escuelas, los productores, los agentes de prensa, los investigadores, los programadores, los técnicos, el personal de cada espacio… Aunque nuestra actividad sea periférica al sistema, no dejamos de ser parte del mismo.

¿Podemos comenzar a pensar ya en nuevas gestiones, redes y alianzas que nos fortalezcan? ¿Cómo, con quién, dónde se instrumenta de forma efectiva ese caudal de ideas que, sin duda, muchos tenían en mente antes de que esto comenzará? ¿Podemos aprender algo de otros sectores cuya infraestructura sea más sólida?

Se me ocurre que quizá descubramos que ya no queremos seguir dedicándonos a esto. ¿Aparecerán en los próximos meses otros caminos que nos permitan desarrollarnos como personas? Prestemos atención. Si algo acentúa esta situación es la fragilidad de nuestras creencias. Nada menos inamovible que nuestro limitado punto de vista. Si nos analizáramos con el nivel de exigencia que aplicamos a nuestros personajes, ¿entenderíamos algo nuevo? ¿Sabríamos qué deseamos cambiar? ¿Qué necesitamos?

Quizá podamos empezar a ocuparnos de eso AHORA. Aunque nomás sea soñando, deseando. La capacidad de soñar también se entrena. Por escrito, si nos animamos, ¿por qué no?

Un artista no es solo un practicante consciente. Lo que hacemos nos resulta inevitable. Parafraseando a Rilke, si usted puede vivir sin hacer esto, por favor, no lo haga.



Macarena Trigo

Día Mundial





Vuelve a ser el día mundial del teatro, una de esas fechas que importan a nadie y que, además, las redes reiteran tan a menudo que resulta imposible agendar con certeza. Una de esas fechas que solo benefician a las instituciones con presupuesto para producir eventos con foto meritoria. Siempre hay un discurso de eminencia célebre. Palabras, palabras, palabras. Este año también. Las busqué y ahí están. Los discursos sobre el teatro para estas ocasiones acentúan la maravilla, la potencialidad de uno de los más antiguos artes de la humanidad, su perpetuidad pese a. Las solemnidades se acumulan en párrafos grandilocuentes que poco y nada tienen que ver con el quehacer escénico de la inmensa mayoría de sus creadores. En los discursos, como en las entregas de premios, no hay lugar para la memoria. Si la hubiera, sería imprescindible la denuncia. Y los púlpitos, los micrófonos, las cámaras, se abren para el agradecimiento, los tributos, la exquisita apariencia.

Este día mundial del teatro pasa sin pena de gloria, tan desapercibido como suele, salvo para los de siempre. Los mismos que ahora están ahí, acá y en todas partes, sin tener la menor idea sobre el futuro de su oficio. Quizá la gran novedad es que estamos menos solos que nunca. Salvo las redes y el sector farmacéutico, el mundo tiembla en esta singular parálisis. El teatro sabe todo de pandemias. Entre otras cosas, porque como a menudo afirma Mauricio Kartun, tiene mucho de virus. El teatro puede descansar de nosotros. Nadie duda del mucho bien que le haría una pausa a la producción de subsistencia, siempre y cuando contáramos con una cobertura que abrazara esa pausa para proporcionar mejoras que nos alejen del marco de precarización absoluta, ese marco que para muchos es ya un círculo de confort.

El teatro puede descansar. 
No nos necesita. 

El problema es que nosotros lo necesitamos. Algunos con más urgencia que otros. Para muchos es vital. Y en lo vital no está solo el argumento económico, ese rara vez acompaña, sino el pulso, la energía singular que, con mayor o menor tino, nos humaniza. Quienes nos dedicamos al teatro, quienes nos relacionamos con su causa de una o muchas maneras, tenemos historias atravesadas por su fenómeno. Íntimas, poderosas, ridículas, azarosas, familiares… Intransferibles. Esas historias son nuestra justificación para elegir cada vez ser parte, encontrarnos en esta actividad. Encontrarnos físicamente, sí, pero no solo. El encuentro con el hecho teatral, cuando acontece realmente y trasciende la instancia más superficial que apenas activa la galería de sociales, abre una extraña vía de comunicación, un canal, un cordón umbilical que nos conecta directamente con otro sentido, un estar distinto. A falta de terminología adecuada para el caso, recurro a "lo inefable de la sustancia poética", que decía Lorca. El teatro, cuando está vivo, realmente vivo, nutre con ese maná: la sustancia poética. Algo que la humanidad, por suerte, nunca ha podido encapsular, simplificar, codificar ni repetir. Una misma obra puede hoy contenerla y en la función de mañana, estar vacía. Así de frágil y de radical es el asunto.

El teatro puede descansar de nosotros. 

Sin duda, se lo merece. Pero sus hacedores no saben del descanso. La falta de público, la economía, la ausencia de políticas culturales, la estatalización de sus temáticas, la ausencia de infraestructura, la inestabilidad. Incluso la abulia, la comodidad. Todo atenta contra los creadores escénicos. Cómo no detenerse un momento, apenas un momento, para sopesar las posibilidades que esta pandemia puede ofrecer. Puesto que el futuro existe menos que nunca y el mañana está en veremos, esta pausa obligada, ¿qué revelará? Hasta el momento, no tenemos más que un ruido ensordecedor. Las calles fueron tomadas por un raro silencio, pero las redes saturan, vibran como nunca en una vorágine infernal de contenidos innecesarios. Y los hacedores de teatros ya estamos ahí, compartiendo material de archivo que habíamos olvidado que teníamos, cediendo la actuación a las cámaras de celulares y computadoras, metamorfoseando nuestra práctica a una velocidad insospechada, dando forma posible a lo que hasta ayer era nuestra peor pesadilla: la ausencia del cuerpo. No es ni bueno ni malo. Es el camino habilitado para seguir confiando en el mañana. 

Estamos en una violenta transición. No tenemos idea de hacia qué.
Tenemos la dolorosa oportunidad de no saber.
Nadie quiere estar acá.
El teatro, seguramente, tampoco.