Día Mundial





Vuelve a ser el día mundial del teatro, una de esas fechas que importan a nadie y que, además, las redes reiteran tan a menudo que resulta imposible agendar con certeza. Una de esas fechas que solo benefician a las instituciones con presupuesto para producir eventos con foto meritoria. Siempre hay un discurso de eminencia célebre. Palabras, palabras, palabras. Este año también. Las busqué y ahí están. Los discursos sobre el teatro para estas ocasiones acentúan la maravilla, la potencialidad de uno de los más antiguos artes de la humanidad, su perpetuidad pese a. Las solemnidades se acumulan en párrafos grandilocuentes que poco y nada tienen que ver con el quehacer escénico de la inmensa mayoría de sus creadores. En los discursos, como en las entregas de premios, no hay lugar para la memoria. Si la hubiera, sería imprescindible la denuncia. Y los púlpitos, los micrófonos, las cámaras, se abren para el agradecimiento, los tributos, la exquisita apariencia.

Este día mundial del teatro pasa sin pena de gloria, tan desapercibido como suele, salvo para los de siempre. Los mismos que ahora están ahí, acá y en todas partes, sin tener la menor idea sobre el futuro de su oficio. Quizá la gran novedad es que estamos menos solos que nunca. Salvo las redes y el sector farmacéutico, el mundo tiembla en esta singular parálisis. El teatro sabe todo de pandemias. Entre otras cosas, porque como a menudo afirma Mauricio Kartun, tiene mucho de virus. El teatro puede descansar de nosotros. Nadie duda del mucho bien que le haría una pausa a la producción de subsistencia, siempre y cuando contáramos con una cobertura que abrazara esa pausa para proporcionar mejoras que nos alejen del marco de precarización absoluta, ese marco que para muchos es ya un círculo de confort.

El teatro puede descansar. 
No nos necesita. 

El problema es que nosotros lo necesitamos. Algunos con más urgencia que otros. Para muchos es vital. Y en lo vital no está solo el argumento económico, ese rara vez acompaña, sino el pulso, la energía singular que, con mayor o menor tino, nos humaniza. Quienes nos dedicamos al teatro, quienes nos relacionamos con su causa de una o muchas maneras, tenemos historias atravesadas por su fenómeno. Íntimas, poderosas, ridículas, azarosas, familiares… Intransferibles. Esas historias son nuestra justificación para elegir cada vez ser parte, encontrarnos en esta actividad. Encontrarnos físicamente, sí, pero no solo. El encuentro con el hecho teatral, cuando acontece realmente y trasciende la instancia más superficial que apenas activa la galería de sociales, abre una extraña vía de comunicación, un canal, un cordón umbilical que nos conecta directamente con otro sentido, un estar distinto. A falta de terminología adecuada para el caso, recurro a "lo inefable de la sustancia poética", que decía Lorca. El teatro, cuando está vivo, realmente vivo, nutre con ese maná: la sustancia poética. Algo que la humanidad, por suerte, nunca ha podido encapsular, simplificar, codificar ni repetir. Una misma obra puede hoy contenerla y en la función de mañana, estar vacía. Así de frágil y de radical es el asunto.

El teatro puede descansar de nosotros. 

Sin duda, se lo merece. Pero sus hacedores no saben del descanso. La falta de público, la economía, la ausencia de políticas culturales, la estatalización de sus temáticas, la ausencia de infraestructura, la inestabilidad. Incluso la abulia, la comodidad. Todo atenta contra los creadores escénicos. Cómo no detenerse un momento, apenas un momento, para sopesar las posibilidades que esta pandemia puede ofrecer. Puesto que el futuro existe menos que nunca y el mañana está en veremos, esta pausa obligada, ¿qué revelará? Hasta el momento, no tenemos más que un ruido ensordecedor. Las calles fueron tomadas por un raro silencio, pero las redes saturan, vibran como nunca en una vorágine infernal de contenidos innecesarios. Y los hacedores de teatros ya estamos ahí, compartiendo material de archivo que habíamos olvidado que teníamos, cediendo la actuación a las cámaras de celulares y computadoras, metamorfoseando nuestra práctica a una velocidad insospechada, dando forma posible a lo que hasta ayer era nuestra peor pesadilla: la ausencia del cuerpo. No es ni bueno ni malo. Es el camino habilitado para seguir confiando en el mañana. 

Estamos en una violenta transición. No tenemos idea de hacia qué.
Tenemos la dolorosa oportunidad de no saber.
Nadie quiere estar acá.
El teatro, seguramente, tampoco.