El mal de la montaña



Quien escribe tiene debilidad por el relato, le gusta que alguien venga y le cuente una historia, si ese alguien además es un actor, tanto mejor, un lujo. No faltará quien diga que el teatro precisa acción, que eso de que alguien le cuente "un cuento" no le sirve, no le gusta, no le alcanza... Y tendrá su parte de razón. Pero una cosa no quita el disfrute de la otra. Quizá sean los mismos que desdeñan el recurso de la voz en off en cine. Quien escribe ama la voz en off.

Son infinitos los modos en que podemos dividirnos. Por ejemplo: ¿el vértigo del mar? ¿O el de la montaña?

Todo esto nos viene a la cabeza como un eco provocado por El mal de la montaña, nuevo texto de Santiago Loza llevado a escena bajo la dirección de Cristian Drut. El texto de Loza profundiza en las aceradas esquirlas del desamor, en las sutiles formas en las que el deseo se agota convirtiéndose en esos detalles ínfimos e insoportables qu aniquilan el amor.

Hay una voz. Masculina. Un hombre. O dos. O tres. Y hay una mujer. Con la que se termina, a la que se deja, que los deja, se va. Afuera llueve. Y está lleno de pobres. De amenazas. Lo inesperado está ahí. Lo peor de todos está ahí. Afuera. Y los recursos para enfrentarse a esa realidad desmesurada son pocos e ineficaces.

La dirección apuesta por una dramaturgia fragmentada que trabaja sobre el hilo de pensamiento de los personajes. Nos hablan para hacernos partícipes de la insignificancia de sus recuerdos, pero también nos dejan, nos abandonan para buscarse entre ellos, para pedirse explicaciones a destiempo, para justificar lo injustificable como si verbalizando un pasado más o menos inmediato, fueran a encontrar esa pista fundamental que los llene de sentido. La voz masculina se abre en un polifónico trío y la historia, el relato, se levanta y habita el escenario. La mujer es una distorsión, la disonancia necesaria, el principio y el final inesperado.

La puesta en escena es sobria. Casi aséptica. Drut elige un acompañamiento musical que no subraya ni acentúa lo emotivo generando cierto distanciamiento incómodo. Sabiendo que esa distancia nunca será la misma, que varía en cada función y con cada espectador, nos atrevemos a decir que quizá en ella esté la vía de escape que nos permite esquivar los momentos en los que todos estamos entendiendo "demasiado bien" a los personajes. Y no alivia ni hace gracia reconocerse en lo peor de esas voces.

Todos tenemos algo que elegir, algo que esperar y algo que abandonar.

Todos, alguna vez, padecemos el Mal de la montaña.  


El mal de la montaña

Texto: Santiago Loza.
Dirección: Cristian Drut.
Actúan: Patricio Aramburu, Pablo Cura, Julián Krakov, Natalia Señorales
Diseño de vestuario: Luz Peña.
Diseño de luces: Alejandro Le Roux.
Diseño sonoro: Rodrigo Gómez.
Fotografía: Sol Pittau.
Asistencia de dirección: Emmanuel Parga, Sol Pittau.
Prensa: Ana Garland.

Abasto Social Club
Yatay 666
Domingos, 18h.

Emilia

"Porque la vida fluye a escondidas, las obras de teatro deberían retratar sus secretos y no la parte más vulgar, como suele ocurrir". Rodrigo García, Versus.

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Escribíamos hace unos días sobre nuestra privilegiada participación como público en un ensayo de Emilia, la nueva obra de Claudio Tolcachir estrenada el 11 de abril. A la luz de ese estreno, retomamos nuestro deseo de abordar la obra con la atención que se merece.

Conociendo en profundidad las obras de Tolcachir resulta siempre tentadora la idea de establecer relaciones y apuntalar algunos de los elementos más relevantes de su poética como autor y director. Emilia viene a ser la obra que finalmente facilitará esa tarea a todo el que se preste, porque con ella aparece un elemento imprescindible en todo análisis: la pieza de contraste, la obra donde el universo del autor se expande hacia territorios no explorados y donde su lenguaje se renueva.

Emilia nos presenta a un Tolcachir más poético y simbólico. No sólo el lenguaje de sus personajes, por momentos, se articula sobre una fluidez lírica que la dirección atenúa logrando que funcione como lenguaje escénico, sino que toda la puesta en escena se aleja del pacto espectacular donde el espacio evoca un sintético cotidiano posible, para gestionar una metáfora compleja donde el público se ve desafiado a construir junto a los actores decidiendo todo el tiempo en qué lugar, en qué momento, en qué plano de la realidad del relato transcurre lo que ve.

Tolcachir nos tiene acostumbrados a un espacio metonímico donde la parte funciona como el todo. La escenografía de Emilia, que combina la minuciosidad de Gonzalo Córdoba Estevez y la impronta lumínica de Ricardo Sica , cancela esa pretensión y nos instala, con un golpe de vista, en un espacio simbólico. Una puerta y un montón de frazadas constituyen los posibles cimientos de una casa. El eco de una casa quizá. Una casa que bien podría formar parte de un juego infantil inconcluso. Se juntaron todas las frazadas de la cuadra para construirla pero llamaron a los niños a cenar y la casa quedó apenas esbozada. En esta ocasión el público no atraviesa el espacio escénico para acceder a la platea, lo rodea. Dentro, mientras nos acomodamos, una anciana nos observa. Resulta ser Emilia, la guardiana de la casa, de la memoria, del relato.

Los otros personajes no tardan en llegar. Ocupan el espacio traduciéndolo para nosotros. Es una casa de dos pisos. Una casa amplia, hermosa, con mucha luz, un patio y varios dormitorios. Recién llegan. Se están instalando. Una familia. Walter, un padre extrañamente entusiasta, Caro, una madre demasiado silenciosa y Leo, el hijo cómplice. Emilia crió a ese cabeza de familia. Fue una de esas niñeras que la vida acierta a convertir en madre necesaria. Consintió en amor y caprichos a ese hombre que alguna vez fue niño entre sus brazos. Se encuentran azarosamente en medio de esa mudanza y una alegría inesperada los une en una charla sobre ese pasado común que recuerdan a medias. Como pueden. Como quieren. Desean sumar a la mujer y al hijo en sus explicaciones pero es casi imposible. Todo parece demasiado lejano y anecdótico. El niño del que hablan, el niño que ese hombre fue, nunca podrán verlo ellos. El pasado que une a Emilia y Walter es ya otro país donde todo se hacía de modo diferente. Y el presente los separa. Sin embargo, ese encuentro casual terminará por unirlos definitivamente.

Emilia no termina nunca de irse, como en El ángel exterminador de Buñuel, cada vez que se dispone a partir, algo la detiene. Se incorpora a la intimidad de la familia. Y, como todas las familias, está también resulta ser desgracidada a su manera. La aparición de un cuarto personaje, Gabriel, proporciona algunas claves fundamentales para confirmar ciertas intuiciones sobre lo que cada vez se percibe con mayor consistencia: nada es lo que parece en esa casa, nadie es quien dice ser. Todos están atrapados en un extraño juego de roles tratando de cumplir una expectativa desmedida, un modelo absurdo, un ideal del que no pueden estar más alejados.

Emilia viene a ser la obra más oscura de su autor hasta la fecha. Tolcachir apuesta por no facilitar la digestión del relato. El público tendrá que hacerse cargo de escribir la peculiar historia previa de esos personajes. Qué los unió y qué los separa. Sin duda en esos silencios del texto descansa gran parte de su violencia subterránea. Emilia es una casa en llamas. Por momentos el incendio parece controlado pero el peligro de explosión está ahí. Es más, en cualquier momento alguien podría confirmar que hay un armario lleno de tóxicos que harán que toda la cuadra vuele por los aires. Y nada podremos hacer para evitarlo.

La dramaturgia y la dirección apuestan por lo implícito. El público es testigo de ciertos momentos tan reveladores que resultan obscenos. Incomoda el alto nivel de patetismo, violencia, manipulación y abuso del que los personajes no pueden hacerse cargo. El amor no alcanza. Mucho menos justifica. Y la vida tiene modos despiadados de poner a prueba esa certeza. Emilia es una profunda reflexión sobre estas cuestiones pero no las convierte en su discurso. Su relato, el "cuentito" es otro. Uno donde las voces de Emilia y Gabriel tratan de ordenar recuerdos confusos queriendo esclarecer un hecho. La trágica cadena de azares que los llevó a ese presente desde el que hoy nos hablan. Un presente distinto al de esa casa, un tiempo más cercano a nosotros.

En efecto, la casa y todo lo que los personajes nos muestran, apenas son recuerdos. Y es ahí donde, de nuevo, se resignifican todas y cada una de las decisiones estéticas y dramatúrgicas. La naturaleza del recuerdo tiende a la desintegración, desdibuja los detalles, cómo no ver entonces en ese espacio casi vacío el esqueleto, los huesos del recuerdo. Es todo lo que pudieron recuperar de la historia para hacerla posible, para contárnosla.

Arianne Mouchkine dice que no hay nada que no pueda contarse desde el teatro, somos nosotros los que tenemos que aprender a hablar desde él. Claudio Tolcachir es uno de esos privilegiados para los que el escenario resulta ser un hábitat natural y desde ahí, desde esa organicidad dirige alimentando cada nuevo proyecto con un fuego intenso y vivo.

El trabajo del elenco - Carlos Portaluppi, Elena Boggan, Francisco Lumerman y Gabo Correa - es uno de esos memorables laburos donde no hay adjetivo a la talla de la circunstancia. Hablar del perfecto desempeño de cada uno de los roles, del justo equilibrio de intensidades, de la precisión técnica o de la pasmosa organicidad con la que nutren el poso de infinita violencia que todo lo inunda, es decir poco y nada. Quizá, lo más humilde y acertado sea mencionar el hecho de que las actuaciones mueven tal energía que resulta imposible permanecer inmune en la platea. No hay cuarta pared que las resista y, no en vano, la dirección hace que esa pared desaparezca unas cuantas veces. Decisión para nada menor donde nos vemos en la necesidad de subrayar la excelencia técnica con la que se articula uno de los momentos más espectaculares de la obra, esa sutil bisagra donde la voz de Emilia deja de ser nuestra narradora para saltar al tiempo del recuerdo durante unos segundos, justo antes de instalarse en la acción. Tolcachir logra así una perfecta transición donde habilita lo más parecido a la voz en off cinematográfica. Momentos como ése son los que nos recuerdan que la complejidad del lenguaje escénico implica la capacidad para exprimir al máximo sus elementos y que ese esfuerzo pase desapercibido.

Podríamos escribir mucho más, pero desentrañaríamos demasiado sobre los personajes y lo que hoy queremos es invitarlos a que los conozcan.

Vean Emilia. Dénse el lujo.

Emilia

Texto y dirección: Claudio Tolcachir.
Actúan: Elena Boggan, Gabo Correa, Adriana Ferrer, Francisco Lumerman, Carlos Portaluppi.
Diseño de escenografía: Gonzalo Córdoba Estevez.
Diseño de luces: Ricardo Sica.
Asistencia de dirección: Gonzalo Córdoba Estevez.
Producción general: Maxime Seugé, Jonathan Zak.

Timbre 4
México 3554.
Jueves 21h. / Sábados 21 y 23.15h.

Duda razonable

Si viéramos adentro de las cosas

el almita de todas nos cantara distinto.

Fuéramos diferentes bajo el agua,
el sol nos mejorara los domingos
y recursos así. Cuestión del clima.

Pero vemos por fuera. Y muy poquito.
Y nunca el alma a nadie le mostramos
muertitos de vergüenza o de costumbre.

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Si el amor como sal se nos perdiera,
como montón de arena
o viento despejando la tormenta.

Si el amor se gastara como todo
y no pudiera ahorrarse
ni un poquito.
Sería parecido a esta costumbre
de amarte en precipicios
obviando todo abismo razonable.

**

Emilia. Pieza de ensayo.



Anoche estuvimos entre los privilegiados que presenciaron un ensayo de Emilia, la nueva obra de Claudio Tolcachir que se estrenará el próximo jueves en Timbre 4. Esta fue la segunda semana donde las puertas de la sala se abrieron incondicionalmente para que todos los alumnos de la escuela que lo deseen puedan asomarse a las tripas del proceso creativo. No son ensayos tímidos con dos o tres personas atribulados en una esquina, no. Son ensayos multitudinarios donde director y actores, con una generosidad fuera de lo común, sin pudores, sin trucos, están terminando de apuntalar la precisa maquinaria de una obra en construcción. Se compartieron ensayos donde primaba el trabajo actoral sobre el texto, ensayos donde la escenografía se mostraba a corazón abierto, aún en proceso, ensayos sin luces y, de un día para otro, elementos definidos, objetos encontrados, acciones fijadas, propuestas de iluminación con sutiles variaciones diarias y, por supuesto, personajes cada vez más rotundos, redondos, profundos.

Timbre 4 es un espacio donde a menudo reina la excepción. La unión entre escuela y sala de teatro que estuvo presente desde sus orígenes se ha consolidado como uno de sus valores fundantes. Se fomenta la creatividad, la autogestión y la productividad del alumnado. Se les interroga constantemente sobre qué obras vieron en la semana. En esa dinámica ya instalada que Tolcachir invite a seiscientos alumnos a presenciar los ensayos de una obra a punto de estrenar es un gesto que podría pasar desapercibido, sobre el que, sin embargo, elegimos deternos porque encontramos en él la perfecta comunión entre teoría y práctica del hecho teatral.

Estudiantes de teatro con dudas sobre su vocación, futuros actores para los que no hay otro camino posible, actores que ya laburan pero eligieron volver a un taller donde reencontrarse con ese "algo" que tantas veces parece extraviarse en el camino... Todos ellos conforman un público ideal donde se aúnan admiración y expectativas desmedidas. A ellos, parapetados tras sus imprescindibles dudas y certezas, hay que enamorarlos nuevamente. Recordarles qué los llevó a elegir el teatro, mostrarles su complejidad pero también su infinita potencialidad. Ofrecerles ejemplos cotidianos donde esfuerzo y actitud se traducen en talento. Y también hay que desafiarlos. Ofrecerles algo de lo que deseen ser parte. Una obra que despierte en ellos el deseo inmediato de actuar o de contar su propia historia. Todas esas pulsiones, consciente o inconscientemente, están presentes en los extraordinarios ensayos de estos días.

Por otro lado, cómo no, Tolcachir, su impecable elenco y cada uno de los creadores que forma parte del equipo, están atentos a las reacciones de ese público, cómo se desvela el relato, cuándo comienza a instalarse cada clima, si el ritmo se mantiene, qué se recibe, cuánto, dónde, si el espacio acompaña, si algo distrae o sobra... Todos aprenden algo, tanto los creadores como ese público específico que trata de desentrañar los misterios de un arte al que ama.

Son muchas las condiciones ideales acá mencionadas. Hay algo de insólito y desmedido en todo ello pero cualquiera que haya tenido oportunidad de laburar con Tolcachir recordará que goza de cierta habilidad para gestionar el imposible.

Alberto Ure, reflexionando sobre el ensayo y su importancia como campo de trabajo afirmaba: "El grupo que funciona ya no es una suma de personas sino otra cosa "más que humana" que se conecta con sus semejantes y consigo misma utilizando maniobras que no pueden ser llamadas conceptos ni sentimientos o que lo son sólo por extensión. El grupo está formado por los que ensayan y por todos los que, de una u otra manera, participan de la actividad - escenógrafos, vestuaristas, iluminadores, técnicos, productores, agentes de prensa -, por el espacio que eligen para ensayar, por la tradición de la institución donde se constituyen si es alguna, por los grupos anteriores y por los que le son contemporáneos. Serán muchos o pocos, pero serán un grupo, lo serán aunque crean que son una familia feliz o una casualidad".

Asistir a un ensayo de Emilia es una suerte de feliz casualidad que habilita la posibilidad de estar en el mejor de los lugares posibles para recibir una lección magistral de teatro.

Se estrena el 11 de abril. Dejamos para entonces nuestro humilde comentario sobre la obra en sí, pero les recomendamos que vayan reservando entradas.

Emilia.
Texto y dirección: Claudio Tolcachir.
Actúan: Elena Boggan, Gabo Correa, Adriana Ferrer, Francisco Lumerman, Carlos Portaluppi.
Diseño de escenografía: Gonzalo Córdoba Estevez.
Diseño de luces: Ricardo Sica.
Asistencia de dirección: Gonzalo Córdoba Estevez.
Producción general: Maxime Seugé, Jonathan Zak.

Timbre 4.
México 3554.
Jueves 21h. / Sábados 21 y 23.15h.