"Porque la vida fluye a escondidas, las obras de teatro deberían retratar sus secretos y no la parte más vulgar, como suele ocurrir".
Rodrigo García,
Versus.
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Escribíamos hace unos días sobre nuestra privilegiada participación como público en un ensayo de
Emilia, la nueva obra de
Claudio Tolcachir estrenada el 11 de abril. A la luz de ese estreno, retomamos nuestro deseo de abordar la obra con la atención que se merece.
Conociendo en profundidad las obras de Tolcachir resulta siempre tentadora la idea de establecer relaciones y apuntalar algunos de los elementos más relevantes de su poética como autor y director.
Emilia viene a ser la obra que finalmente facilitará esa tarea a todo el que se preste, porque con ella aparece un elemento imprescindible en todo análisis: la pieza de contraste, la obra donde el universo del autor se expande hacia territorios no explorados y donde su lenguaje se renueva.
Emilia nos presenta a un Tolcachir más poético y simbólico. No sólo el lenguaje de sus personajes, por momentos, se articula sobre una fluidez lírica que la dirección atenúa logrando que funcione como lenguaje escénico, sino que toda la puesta en escena se aleja del pacto espectacular donde el espacio evoca un sintético cotidiano posible, para gestionar una metáfora compleja donde el público se ve desafiado a construir junto a los actores decidiendo todo el tiempo en qué lugar, en qué momento, en qué plano de la realidad del relato transcurre lo que ve.
Tolcachir nos tiene acostumbrados a un espacio metonímico donde la parte funciona como el todo. La escenografía de
Emilia, que combina la minuciosidad de
Gonzalo Córdoba Estevez y la impronta lumínica de
Ricardo Sica , cancela esa pretensión y nos instala, con un golpe de vista, en un espacio simbólico. Una puerta y un montón de frazadas constituyen los posibles cimientos de una casa. El eco de una casa quizá. Una casa que bien podría formar parte de un juego infantil inconcluso. Se juntaron todas las frazadas de la cuadra para construirla pero llamaron a los niños a cenar y la casa quedó apenas esbozada. En esta ocasión el público no atraviesa el espacio escénico para acceder a la platea, lo rodea. Dentro, mientras nos acomodamos, una anciana nos observa. Resulta ser Emilia, la guardiana de la casa, de la memoria, del relato.
Los otros personajes no tardan en llegar. Ocupan el espacio traduciéndolo para nosotros. Es una casa de dos pisos. Una casa amplia, hermosa, con mucha luz, un patio y varios dormitorios. Recién llegan. Se están instalando. Una familia. Walter, un padre extrañamente entusiasta, Caro, una madre demasiado silenciosa y Leo, el hijo cómplice. Emilia crió a ese cabeza de familia. Fue una de esas niñeras que la vida acierta a convertir en madre necesaria. Consintió en amor y caprichos a ese hombre que alguna vez fue niño entre sus brazos. Se encuentran azarosamente en medio de esa mudanza y una alegría inesperada los une en una charla sobre ese pasado común que recuerdan a medias. Como pueden. Como quieren. Desean sumar a la mujer y al hijo en sus explicaciones pero es casi imposible. Todo parece demasiado lejano y anecdótico. El niño del que hablan, el niño que ese hombre fue, nunca podrán verlo ellos. El pasado que une a Emilia y Walter es ya otro país donde todo se hacía de modo diferente. Y el presente los separa. Sin embargo, ese encuentro casual terminará por unirlos definitivamente.
Emilia no termina nunca de irse, como en
El ángel exterminador de Buñuel, cada vez que se dispone a partir, algo la detiene. Se incorpora a la intimidad de la familia. Y, como todas las familias, está también resulta ser desgracidada a su manera. La aparición de un cuarto personaje, Gabriel, proporciona algunas claves fundamentales para confirmar ciertas intuiciones sobre lo que cada vez se percibe con mayor consistencia: nada es lo que parece en esa casa, nadie es quien dice ser. Todos están atrapados en un extraño juego de roles tratando de cumplir una expectativa desmedida, un modelo absurdo, un ideal del que no pueden estar más alejados.
Emilia viene a ser la obra más oscura de su autor hasta la fecha. Tolcachir apuesta por no facilitar la digestión del relato. El público tendrá que hacerse cargo de escribir la peculiar historia previa de esos personajes. Qué los unió y qué los separa. Sin duda en esos silencios del texto descansa gran parte de su violencia subterránea.
Emilia es una casa en llamas. Por momentos el incendio parece controlado pero el peligro de explosión está ahí. Es más, en cualquier momento alguien podría confirmar que hay un armario lleno de tóxicos que harán que toda la cuadra vuele por los aires. Y nada podremos hacer para evitarlo.
La dramaturgia y la dirección apuestan por lo implícito. El público es testigo de ciertos momentos tan reveladores que resultan obscenos. Incomoda el alto nivel de patetismo, violencia, manipulación y abuso del que los personajes no pueden hacerse cargo. El amor no alcanza. Mucho menos justifica. Y la vida tiene modos despiadados de poner a prueba esa certeza.
Emilia es una profunda reflexión sobre estas cuestiones pero no las convierte en su discurso. Su relato, el "cuentito" es otro. Uno donde las voces de Emilia y Gabriel tratan de ordenar recuerdos confusos queriendo esclarecer un hecho. La trágica cadena de azares que los llevó a ese presente desde el que hoy nos hablan. Un presente distinto al de esa casa, un tiempo más cercano a nosotros.
En efecto, la casa y todo lo que los personajes nos muestran, apenas son recuerdos. Y es ahí donde, de nuevo, se resignifican todas y cada una de las decisiones estéticas y dramatúrgicas. La naturaleza del recuerdo tiende a la desintegración, desdibuja los detalles, cómo no ver entonces en ese espacio casi vacío el esqueleto, los huesos del recuerdo. Es todo lo que pudieron recuperar de la historia para hacerla posible, para contárnosla.
Arianne Mouchkine dice que no hay nada que no pueda contarse desde el teatro, somos nosotros los que tenemos que aprender a hablar desde él. Claudio Tolcachir es uno de esos privilegiados para los que el escenario resulta ser un hábitat natural y desde ahí, desde esa organicidad dirige alimentando cada nuevo proyecto con un fuego intenso y vivo.
El trabajo del elenco -
Carlos Portaluppi, Elena Boggan, Francisco Lumerman y Gabo Correa - es uno de esos memorables laburos donde no hay adjetivo a la talla de la circunstancia. Hablar del perfecto desempeño de cada uno de los roles, del justo equilibrio de intensidades, de la precisión técnica o de la pasmosa organicidad con la que nutren el poso de infinita violencia que todo lo inunda, es decir poco y nada. Quizá, lo más humilde y acertado sea mencionar el hecho de que las actuaciones mueven tal energía que resulta imposible permanecer inmune en la platea. No hay cuarta pared que las resista y, no en vano, la dirección hace que esa pared desaparezca unas cuantas veces. Decisión para nada menor donde nos vemos en la necesidad de subrayar la excelencia técnica con la que se articula uno de los momentos más espectaculares de la obra, esa sutil bisagra donde la voz de Emilia deja de ser nuestra narradora para saltar al tiempo del recuerdo durante unos segundos, justo antes de instalarse en la acción. Tolcachir logra así una perfecta transición donde habilita lo más parecido a la voz en
off cinematográfica. Momentos como ése son los que nos recuerdan que la complejidad del lenguaje escénico implica la capacidad para exprimir al máximo sus elementos y que ese esfuerzo pase desapercibido.
Podríamos escribir mucho más, pero desentrañaríamos demasiado sobre los personajes y lo que hoy queremos es invitarlos a que los conozcan.
Vean
Emilia. Dénse el lujo.
Emilia
Texto y dirección: Claudio Tolcachir.
Actúan: Elena Boggan, Gabo Correa, Adriana Ferrer, Francisco Lumerman, Carlos Portaluppi.
Diseño de escenografía: Gonzalo Córdoba Estevez.
Diseño de luces: Ricardo Sica.
Asistencia de dirección: Gonzalo Córdoba Estevez.
Producción general: Maxime Seugé, Jonathan Zak.
Timbre 4
México 3554.
Jueves 21h. / Sábados 21 y 23.15h.