x1000




El 17 de julio de 2009 comencé a escribir acá. Abrí un blog. Llegaba, como siempre, tarde. Dicen que hubo un tiempo en el que se seguían y recomendaban. Nunca estuve ahí, pero me consta que un puñado de aplicados solitarios nos afanamos en el mantenimiento de estos paréntesis. Escribir acá es hacerlo con varias personas asomando por encima de tu hombro, es recibir cada tanto un email agradecido y saberte menos sola. Lo que comenzó como un ejercicio necesario - atesorar lo fugaz, publicar poemas y textos sin salida, y, sobre todo, explicar, tratar de explicarme, qué es el quehacer artístico y cuáles son nuestras pulsiones - se convirtió, con el paso de los años, en un espacio de búsqueda y encuentro. 

Me cago en la bohemia es la expresión que empecé a usar con frecuencia al observar cómo el estereotipo del artista decimonónico, esa figura romántica del genio ebrio y drogado bendecido por las musas y maltratado por la vida, se hacía trizas al ponerle el cuerpo al deseo de hacer lo que se ama y querer sobrevivir con y gracias a ello. Observar a creadores admirados y no dar crédito ante su infinita capacidad para sobreponerse, una y otra vez, a las inercias del sistema, la desilusión constante y el menosprecio por su trabajo. Descubrir talentos inmensos y anónimos que jamás fueron el centro de atención. Ver cómo luchan y se reinventan en un contexto nunca idílico. Trabajar sin esperar las mejores condiciones, trabajar después de trabajar. Y seguir trabajando. Entender que no hay un para qué, sino un cómo. Cómo seguir, cómo estrenar, cómo publicar, cómo lograr que vengan, nos conozcan, escuchen, vean, lean, recuerden... Cómo. Y mientras la respuesta llega, seguir haciendo. Siempre. Aprender sobre la marcha. Cambiar mil veces al día de opinión. Soñar con ser distinto. Alguien menos aterrado, con más suerte, fe, plata. Alguien sin esta inquietud bajo las uñas. Imaginar que la vida de un dentista, de un plomero o de una apicultora debe tener más sentido... No saber qué significa eso, sin embargo. Olvidarse de todo. Terminar un proyecto y empezar otro. Porque sólo así. 

Un día me animé a escribir sobre alguna obra que vi. ¿A quién iba a pedir permiso? ¿Quién me lo iba a negar? Escribí para contarme la obra vista de otro modo, para aprender a observar el objeto amado y, sobre todo, para agradecer a ese grupo en concreto, a esa obra, por hacerme la vida soportable, proporcionarme algo sobre lo que pensar y, en los mejores casos, entusiasmarme, es decir, devolverme al mundo con ganas de ver y hacer más teatro. Mi humilde modo de agradecer ese prodigio es ayudar a la difusión desde este espacio que, de a poco, ocupó un lugar infinitesimal entre tantas páginas. 

Algunas obras marcaron un antes y un después a la hora de pensarlas y escribir. Supusieron un hermoso desafío para el que no  alcanzaban las palabras. Quiero nombrar varias a las que les debo enormes lecciones: La omisión de la familia Coleman, Pudor en animales de invierno, Un hueco, Cartas a mi querido espectador, Los talentos, No soy un caballoViejo, solo y putoCinthia interminable y Prueba y error

Hay más, sí, pero con estas me sé en deuda. Alcanza con nombrarlas para recordar que todo tiene sentido. Aunque sea efímero.

Dos años atrás, se me ocurrió elaborar un cuestionario para esos creadores con los que a menudo no me atrevo a hablar en persona. Una lista de preguntas, siempre las mismas, que reunía algunos de mis grandes temores: ¿Cómo te definís profesionalmente? ¿Vivís de esto o hacés otra cosa para llegar a fin de mes? ¿Qué harías si no te dedicaras a esto? Actores, directores, iluminadores, fotógrafos, escritores... El cuestionario se convirtió en una suerte de sección que va y viene. Muchos me dieron la grata sorpresa de disfrutar el ejercicio del interrogante. Todos fueron muy generosos con sus respuestas. Me di el lujo de presentar a personas cuyo trabajo admiro profundamente y me gusta pensar que alguien los conoció gracias a este blog.

En alguna ocasión escribí sobre mis lecturas porque también, desde siempre, recomendar libros fue una feliz costumbre, y, muy recientemente, por primera vez, puse todo mi empeño en comentar un disco. Me cago en la bohemia no es, nunca quiso ser un blog dedicado en exclusividad al teatro. Por la sencilla razón de que el teatro, en esta humilde casa, es el arte donde todos los demás confabulan para aparecer. Nada como no tener un objetivo concreto para descubrir que son muchos los alcanzados en el camino. 

1000 entradas no son nada. Sin embargo, suman ocho años de continuidad en el raro ejercicio de compartir con extraños mucho de lo que se ama. En los tiempos que corren, donde se impone el ruido, lo uniforme y la velocidad de las redes se emplea como excusa para el descuido sobre los contenidos que manejamos, celebro el seguir aprendiendo en buena compañía y agradezco mucho los intercambios que este blog ha generado.

Nuestra imagen se renueva para la ocasión gracias, una vez más, a nuestro colaborador estrella, Dalmiro Zantleifer.


Seguimos escribiendo con ustedes. Muchas gracias. 


Macarena Trigo






Nunca estaré tan cerca como ahora





Además qué sabrás vos del bosque, 
del lago sin orillas, de la luz que desola. 
Qué podrías hacer con tus acordes 
después de tanto siglo enmudeciendo el rastro. 
No hay culpa que escanciar en copa ajena. 
El reino es el desastre de sus dueños 
y en esta infamia propia, 
mi escudo es un letargo de lechuzas 
donde la lluvia impera. 
No enviaré soldados en tu busca
ni ejércitos de hormigas incendiarán tus sueños.
Sé distinto y ajeno como cualquier promesa. 
Sé amante y extranjero con cada sombra hermana 
donde mi nombre siga encarcelado. 
Y muéstrate feliz a toda hora 
para que mi deseo no te alcance, 
porque allá donde encuentres excusa para serlo
nadie podrá exigirte explicaciones, 
ni tan siquiera yo, 
que aspiro ser el cauce de tu historia, 
la forma del relato, tu recuerdo. 

A veces sucedemos para nada ni nadie. 
Los dioses se encaprichan y maldicen 
pero también se olvidan de quién somos. 
Nuestra función es otra: prender fuego al sentido, 
darle vuelta, morir en cada instante.  

No puedo pretender que aprecies mi estrategia 
o mis costumbres. 
Sos un hombre de paso con sus penas 
y una estrella en la frente que te guía. 
La magia de lo antiguo te persigue 
y en tu voz el prodigio ya hizo fuerte. 
Otros tuvieron menos. Amé inmensos desiertos. 
El agua, quién diría, sé invocarla. 
Sé ver donde no hay nada ni hubo nadie. 
Ese es mi don y, a veces, mi castigo. 
No espanta mi deseo, 
sino mi ciega fe depositada ahí, 
sobre tus hombros. 
Pesa como lo eterno mi certeza 
de saberte imposible y necesario
en este mundo herido de antemano 
donde tu voz, quizá, 
cicatrice hasta el viento que lo borra. 

Sé feliz y sé lluvia. Y no temas por mí. 
Nunca estaré tan cerca como ahora. 


m.trigo

La Terquedad



En Amanece que no es poco, la genial película de José Luis Cuerda, el personaje del escritor termina su novela y ante el pedido de uno de los parroquianos de que se la deje leer, responde: "Sí, hombre,  a ti te la voy a dejar, para que la estropees." Algo así se siente al tratar de escribir sobre La terquedad. ¿Qué comentario estaría a la altura? La terquedad es lo más parecido al descubrimiento de una nueva pirámide en Egipto, una pirámide donde los arqueólogos encuentran, por fin, el jeroglífico que desvela los misterios de aquella civilización. ¿Exagero? ¿Importa? Lo desmedido del arte nos salva, ahí donde el orden conocido vuela por los aires para enfrentarnos a algo nuevo. En este caso, la novedad es la enorme suma de posibilidades que esta obra regala: Sí, es posible estrenar una obra compleja en todos los sentidos - fondo, estética, ideología y duración - en el marco del teatro oficial. Sí, es posible que agote las entradas. Sí, es posible que el artefacto no sea una pompa fúnebre. Sí, es posible que no sólo resulte entretenida, sino inteligente, irónica. Brillante. Sí, es posible que una obra divida a su público como si fuera algo verdaderamente importante, como si fuera algo más que una obra de teatro. Porque, en efecto, lo es. La terquedad no es sólo una excelente obra. Es un corpus teórico, uno más firmado por Spregelburd, sobre qué cosa es el lenguaje y cómo constituye la infame realidad en la que estamos. También es una reflexión sobre el tiempo y sus maldiciones, sobre las repeticiones ritmadas de la historia y la continuidad de lo peor de la especie: el fascismo en todo su esplendor. Es una apuesta por el interrogante abierto como fórmula para que el público reconsidere el actual estado de las cosas. El modo en que esto sucede, se orquesta, dentro de un texto tan excepcional como delirante, encarnado por un elenco generoso en su compromiso con la titánica empresa, exige mucho más que una nota para hacerle justicia. La terquedad hará las delicias de semióticos y analistas de la puesta en escena, pero no sólo. No es una obra concebida para teóricos, aunque, sí, por supuesto, los sabe ahí, los ubica en su horizonte de expectativas. Spregelburd detona una y otra vez su artefacto para aproximárnoslo. No engendró una criatura oscurantista, sino un universo lúdico de apoteósica contudencia donde el lenguaje, el profundo entendimiento del valor de la lengua, y la potencialidad del hecho escénico comulgan para que la obra, una y otra vez, nos conquiste, nos atrape con humor, nos sorprenda y recuerde que hay más. Siempre hay más. El escenario no es sólo un territorio para la tan mentada organicidad, también es el campo por excelencia para la contradicción y la paradoja. Y, por supuesto, para lo poético. Quien sopesa y controla la fuerza de esos caballos desbocados, puede hacer con y en nosotros, lo que quiera. 

La obra se estrena en Buenos Aires con diez años de retraso. Alemania la disfrutó en 2007 y desde entonces se estrenó en Francia, Suiza y España. "No todas las explicaciones de esta demora son comprensibles", afirma Spregelburd en el programa. Ciertamente, no. Sin embargo, consideremos que la recibimos en uno de los mejores momentos: cuando más la necesitamos. El argumento comienza en un pueblo valenciano en 1936, pero termina acá, en la realidad más inmediata, habla de lo que está pasando en nuestras calles, de lo que, una vez más, sucede en Argentina y en gran parte del mundo. "¿Por qué el fascismo no se presenta nunca como el mal, sino que acude disfrazado de humanismo?". 

Hay que ver La terquedad porque supone una experiencia y obliga a activar los resortes oxidados de nuestra percepción del mundo como un lugar mejor y posible. Un lugar donde quizá merece la pena estar para ser testigo y cómplice, partícipe, de acontecimientos como éste. 


Vendrán otros y encontrarán un pelo en la sopa. Sea. 



La terquedad

Actúan: Paloma Contreras, Analía Couceyro, Javier Drolas, Pilar Gamboa, Andrea Garrote, Santiago Gobernori, Guido Losantos, Mónica Raiola, Lalo Rotaveria, Pablo Seijo, Rafael Spregelburd, Alberto Suárez, Diego Velázquez.
Vestuario: Julieta Álvarez.
Iluminación y escenografía: Santiago Badillo.
Diseño Audiovisual: Pauli Coton, Agustín Genoud.
Música original: Nicolás Varchausky.
Asistencia de escenografía: Isabel Gual.
Asistencia de dirección: Juan Doumecq.
Producción: Yamila Rabinovich, Ana Riveros.
Colaboración artística: Gabriel Guz.
Dirección: Rafael Spregelburd.



Teatro Nacional Cervantes
Libertad 815
De jueves a domingo. 

Ver de noche




Pensar Buenos Aires como epicentro ficcional se me hizo costumbre en estos años, entenderla así, amarla por eso, sabernos parte, piezas minúsculas de su enorme ecosistema creativo, colaborar en la nutrición de su voracidad de todas las maneras posibles. Cuando considerás que ya tenés una idea aproximada de los límites de su universo, de repente una obra, cualquier obra, puede recordarte que nada está escrito. 

Ver de noche es una de esas propuestas. Una obra de poética contundente, literaria, y de una belleza estética abrumadora que nos invita, más que a la contemplación, a viajar en el tiempo. El viaje se incia desde la entrada misma, la llegada a su singularísimo escenario, una casona casi abandonada del centro porteño, nos obliga a tomar uno de esos ascensores donde más de uno pasaría horas subiendo y bajando hacia quién sabe qué pasados. El público es uno de esos grupos minúsculos de personas atraídos por rotundas causalidades. La función comienza con un timbre que, milagrosamente, aún suena. Lo que sucede después puede contarse de infinitos modos. Un escritor nos recibe en su casa, en lo que queda de ella. Nos habla de su esposa ausente y de su novela. Una novela inconclusa e interminable en la que nacen y mueren cada día varias mujeres. Mujeres que comparten la matriz de su esposa pero que se difuminan en todo lo que él ama, teme y persigue. Mujeres detenidas en el limbo de un relato que siempre cambia. Son argentinas pero quieren ser francesas, italianas, rusas... Quieren venir o irse lejos. Están solas en medio de una guerra. Esperan un destino que las resuelva, un amor quizá. O un motivo. Están exhaustas, no pueden ni quieren sufrir más y eso reclaman: un final feliz, un nombre que les guste, unas circunstancias dadas a la altura de su inmensa belleza. ¿Qué son los personajes sino la suma de todo cuanto (no) le sucede al autor? Síntesis maravillosas de aquello que la memoria, caprichosa, elige recordar como lo bueno y lo peor. 

La puesta en escena es tan expresionista como romántica. El espacio, cada rincón, los pocos muebles elegidos, la iluminación, la música... Los objetos, acumulados en fondos de armario que se abren, son dispositivos narrativos no activados que palpitan ahí, como bombas no estalladas de esa guerra omnipresente y onírica. Acompañan la historia elegida con una exquisitez que, por momentos, desborda nuestra capacidad perceptiva. El relato avanza confuso y veloz y nosotros quisiéramos seguir ahí, acariciar las molduras de las paredes, cerrar los ojos y abrirlos como por vez primera al entrar a esas piezas, acercarnos a los armarios e imaginar a los dueños de esas pertenencias, sus historias, de dónde llegaron, qué tipo de infelicidad única vivieron. 

Yomha nos invita a recorrer tantas historias como seamos capaces de escribir junto a sus personajes en una casa que, el programa aclara, perteneció a su abuela. Un territorio que alguna vez fue íntimo y familiar, abierto ahora en canal y tomado por el hecho teatral. Más que una obra, una experiencia para todo el que goce de la poesía en espacios no convencionales. 




Dramaturgia: Alejandra Delorenzi, Magdalena Yomha
Actúan: Hernan Bustos, Alejandra Delorenzi, Carolina Fernández Kostoff, María Eugenia Grillo, 
Luciana Ladisa, Tatiana Sandoval, Mariela Verdinelli
Vestuario: Mercedes Arturo
Iluminación: Marco Pastorino Cane
Música original: Gabriel Quiña
Fotografía: Patricia Ackerman, Harald Lenud Pic
Asesoramiento coreográfico: Jazmín Titiunik
Asistencia de escenas: Ciana Contrera
Producción: Pléyades
Puesta De Luces: Camilo Bartolini
Dirección: Magdalena Yomha

Reservas: ideascalidas@yahoo.com.ar

Por eso las curitas




¿Por qué retomamos una obra? ¿Qué buscamos al darle una segunda oportunidad a un proyecto? Quién sabe. Nunca se trata de un regreso. No queda fe para los mapas de la nostalgia, sabemos que no hay lugar al que regresar. Es mucho, prácticamente todo, lo que ha cambiado desde el estreno de este unipersonal en 2014. Sin duda, esos cambios y la implacable velocidad de la pérdida, acompañan el impulso de reencontrarnos con una obra donde el pasado vuelve a abrirse para tratar de explicar, desde la experiencia íntima, qué cosa es la vida, cómo se crece contra tanto. Por eso las curitas es un viaje. Y un recorte en el tiempo. Un pequeño paréntesis que se abre para vaciar los recuerdos y convertirlos en algo más, algo que compartir con otros, con el público, con los que eligen el teatro como sala de estar donde seguir creciendo. 



Por eso las curitas

Diseño de espacio: Sol Soto
Diseño Audiovisual: Sol Soto, Dalmiro Zantleifer Ojeda
Asistencia de dirección: Ariadna Mierez
Producción: Brian Bozikovic, Jimena  López
Colaboración artística: Francisca Ure
Grafica: Dalmiro Zantleifer Ojeda
Texto y dirección: Macarena Trigo

El Brío Teatro
Álvarez Thomas 1582
Domingos 14, 21 y 28 de mayo
18h

Diarios del odio



¿Existen materiales más o menos aptos para lo escénico? ¿Qué determina exactamente ese factor? No hay respuesta unívoca. La naturaleza escénica tiene todo de selva, de paraje intransitable, aunque su aspecto logre ser el de un quirófano. Quizá el ingrediente más importante resulte ser uno que ningún manual de dramaturgia satisface: el deseo. El deseo entendido como necesidad. 

Diarios del Odio trata de explicarse en su programa como "arte conceptual, obra visual, poemario, teatro, performance." En efecto, todo eso subyace en su génesis. La propuesta de Silvio Lang viene a cumplir una de las posibilidades que Roberto Jacoby comentaba al presentar su intervención en la Casa de la Cultura del Fondo Nacional de las Artes en 2014. Afirmaba entonces que una de las primeras posibilidades pensadas fue un montaje sonoro con actores que prestaran su voz para visibilizar el discurso elegido: el de los foros anónimos de los diarios Clarín y La Nación. Un discurso, literalmente, residual. Por lo efímero y por lo desechable del contenido. Se da la paradoja de no poder concebir ese material como discurso vacío porque, por supuesto, sucede todo lo contrario. Son mensajes saturados de violencia, obtusos y soberbios. Los foros virtuales son un dique de contención para la impunidad, un reducto donde se sintetiza con eficiencia la profunda involución de la especie o, si se prefiere el optimismo: la constatación de que algunas cosas no cambiarán nunca. 

La muestra de Jacoby en 2014 fue visual. Las palabras ocupaban las paredes en un remedo de graffitti donde la forma resultaba benévola para el terrible fondo. Lang explora ese recopilatorio textual, testimonial, ese arsenal de obviedades nauseabundas editadas por Jacoby y Krochmalny como truculento poemario, y le otorga una puesta en escena escindida. Por un lado, un coro que emula a las congregaciones religiosas que depositan en su cancioneros la síntesis de su fe. Ellos, los cantantes, irán descomponiendo en ritmos diversos ese pensamiento fragmentado que, al reproducirse fuera de contexto, resulta aún más delirante que en su nicho original. La risa es por momentos inevitable entre un público que se sabe e identifica en el extremo opuesto de lo expresado. La aberración en las palabras es tal, que, en efecto, quizá cantarlas resulte un modo de hacerla, sino digerible, al menos, "escuchable". Hay humor, sí, mucho. Negro, por supuesto. Un humor que nos obliga a reírnos por no llorar ante el entendimiento de lo irremediable. No hay un ápice de esperanza en la inverosimilitud de esos testimonios que siguen ahí, reproduciéndose y revitalizándose. 

Frente a esa transformación de la palabra ajena, el discurso de una derecha tan inconcebible como real, una multitud de cuerpos desfila, se retuerce, baila, se arremolina y dispersa. Cuerpos en negro y rojo que van deshaciéndose, perdiendo su individualidad para ser una masa deforme que, por momentos, se ordena dando forma a un icono cultural reconocible. ¿Qué o quiénes son ellos? Ellos, mientras ejercen la escucha y habitan las canciones, quizá seamos nosotros. Nosotros sometidos a esa lluvia de despropósitos, a esa violencia gratuita de un anónimo autorizado por la coyuntura - lo virtual, la época, el acá y el ahora más inmediato que nunca-. Nosotros que nos mantenemos como podemos, torpemente, apoyados los unos en los otros, padeciendo una suerte de hemorragia interna no diagnosticada. Pero también, sí, esa masa son la extensión física de las voces que hablan y cantan. Son una metáfora del odio que supuran las frases. Y así, de a uno, pasarán por el micrófono para cantar. Los "hits" son explícitos. No hay lugar para la metáfora: la prostitución, los negros, los "K", los ñoquis, los pobres, los ladrones... Todo lo que implica diferencia es carne de cañón. 

De más está decir que la propuesta goza de, nunca mejor dicho, rabiosa actualidad y que, más allá de todo análisis estético, su visibilización en este momento es celebrada como una necesidad. No hay tiempo ni lugar para la indiferencia, nos recuerda Diarios del odio. La ideología no se toma vacaciones. Tenemos que hacer lo que esté en nuestras manos para, como afirma el programa del montaje, "no ser pensados por el odio; atravesar el páramo, para no ser pensados por el desierto."







Kantor

























El ciclo Invocaciones curado por Mercedes Halfon sigue regalando obras necesarias. En esta ocasión la figura invocada es la de Kantor y la directora que se enfrenta al fantasma del maestro, Mariana Obersztern.

Kantor es un desafío exquisito sobre la ardua tarea de (re)construcción de una obra teatral. El hombre y creador es la figura omnipresente que atormenta a la directora, personaje inserto como una anomalía, como una extensa nota al pie que adquiere cuerpo y voz para guiarnos y, en el camino, perderse. Mariana Obersztern se interpreta a sí misma elaborando una singular caricatura de lo que puede llegar a ser una directora enfrentando sus demonios en la empresa de invocar una referencia artística del calibre de Kantor. La investigación y el análisis dan como resultado una simbiosis donde la directora / personaje, habla un polaco fonético que reconoce no entender, un idioma otro donde se encuentra sumergida tratando de encontrar respuestas para dudas que se tornan ridículas al ser expresadas en voz alta. Su personaje está acompañado en una primera instancia por  otra mujer, Agustina Muñoz, que ejerce como asistente, intermediaria o discípula de esa directora en tránsito. Encarna la necesidad del orden, persigue claridad, resultados, una toma de decisiones hacia la que azuza a la directora para que la obra adquiera formato manejable, un sentido, quizá un final feliz. Sin embargo, a medida que la obra avanza vemos que eso es imposible. 

También están junto a la directora "los personajes", reproducciones de la estética de Kantor que poseen una preexistencia desde la que se les ha dado cita, no obstante, acá deambulan sin las imprescindibles circunstancias dadas. Son la esencia de Kantor pero en esta obra, la pieza en proceso, aparecen difuminados: ni sus acciones, ni sus urgencias, objetivos o espacios son claros. Los diálogos y pensamientos se convierten en una trampa poética donde la metáfora los atrapa. Cuánta más luz analítica emiten, más sinsentido adquieren. El humor inteligente, raudo e irónico del texto es uno de los factores que nos permite anclarlos en el extraño presente que la obra propone: un presente abierto como infinito paréntesis. El lenguaje cambia del registro literario al coloquial y porteño, generando un zapping delicioso que atrapa al público en un ejercicio de atenta escucha. 

La puesta es coral y minuciosa. Construye un desorden aparente donde la fragilidad de cada elemento materializa lo inestable del proceso creativo. Cada decisión que la autora / directora toma, consciente o inconscientemente, repercute en ese espacio que se arma y desarma atendiendo a una partitura ritmada que se coreografía. Obersztern reflexiona sobre el papel del público: el ingreso en la sala nos desorienta como a los personajes que conoceremos y resignifica el ritual de acomodarse en platea. Se nos observa como a criaturas extravagantes mientras el interrogante de qué hacemos ahí, por qué vamos, por qué seguimos yendo al teatro queda sin respuesta. 

Entre los textos manejados por Obersztern en la composición de su propuesta es probable que estuviera este poema de Kantor que resuena ahora como cartografía posible de esta invocación. 



El fin del mundo

Todo empezó hace mucho tiempo
mucho antes,
mucho antes de la obra de la que estoy hablando aquí.
La imagen del fin,
del fin de la vida,
de la muerte,
de la catástrofe,
del fin del mundo
ya estaba claramente arraigada
en mi imaginación
y quizás en mi naturaleza.
¡Y no sin razón!

Antaño siempre me habían fascinado
el cataclismo 
de la Atlántida,
de ese “mundo” anterior a nuestro mundo,
y el único “relato” que tenemos de él, el de Platón,
que contiene estas palabras:
“esa noche”.
Después de eso todo volvió a empezar desde el principio, de cero.
Y lo mismo sucede ahora en el escenario:
el fin del mundo,
después de la catástrofe,
una pila de cuerpos inanimados
(cuántos ha habido ya),
y una pila de Objetos fragmentados,
eso que quedó.

Después de eso,
según mi idea del teatro,
los muertos “se levantan de entre los muertos”
y desempeñan sus papeles,
como si no pasara nada anormal.

Eso no basta.
Los personajes 
que empiezan a vivir por segunda vez
lo han olvidado todo.
Sus relaciones
(quieren recomponerlas de nuevo)
no son más que trozos de recuerdos,
trágicos y desesperados.
Lo mismo vale para los objetos fragmentados,
que luchan por rearmarse a sí mismos
correctamente
y por deducir su función.
La cama, la banqueta, la mesa, la ventana, la puerta,
después, más “compuestos”,
la cruz, la horca,
y al final los instrumentos
de guerra...

Qué magnífica serie de inventos, de desesperaciones,
de sorpresas, de errores...

Poco a poco,
el mundo de todos los días,
y la esfera más primitiva de la existencia básica,
consiguen nacer.
Luego vienen el mundo
de los fenómenos sobrenaturales,
los milagros, los símbolos sagrados.
Y por fin el mundo
de los acontecimientos colectivos,
la civilización...

Lo más asombroso es que todo es
repetición, ensayo.
A partir de allí, todo
(en escena) está permitido:
otra versión,
deformación,
blasfemia,
corrección...

Quizás
este ensayo,
con su versión, que no encaja con “el original”,
nos permita percibir nuestro mundo,
“el original”,
como si lo viéramos por primera vez.
Nosotros, espectadores de la época 
previa a “esa noche” tan terrible,
contemplamos esta segunda
“edición”
del mundo
muy seguros de nosotros mismos.
Sabemos todo de todas las cosas,
lo sabemos tan bien
y lo hemos sabido durante tanto tiempo
que la realidad se ha vuelto
algo tan obvio
que ya no merece ser comprendido.

Contemplamos esas
luchas primitivas y torpes
y descubrimos
inesperadamente,
como si fuera nueva,
la esencia de esos actos elementales,
de esos objetos,
de esas funciones.

Por ejemplo:
una banqueta...
sentarse...
el estado de estar sentado...

Será más bien así
como habrá de desplegarse
el argumento de este
relato casi aventurado.

Nos estamos acercando al final.

Con los restos de una
civilización desaparecida
el hombre vuelve a construir
algo completamente desconocido,
un objeto-monstruo.
El objeto-monstruo explota.
¡Sabemos qué es eso!
El fin.
¡El fin del mundo!

Éste era el boceto bruto, simplificado,
de esta obra,
que, entre otros,
tenía pegado en la pared
de mi pobre Cámara de
la Imaginación
y la Memoria.

T. Kantor


KANTOR
Wielopole, mezrich, wielopole

Texto: Mariana Obersztern
Traducción: Magda Banach
Actúan: Juan Barberini, Lucas Cánepa, Cristina Coll, Lucio Giuggioloni, Walter Jakob, Agustina Muñoz, Mariana Obersztern, Valentina Pagliere, Ángeles Piqué, Verónica Walfish
Vestuario: Lara Sol Gaudini
Iluminación: Gonzalo Córdova
Diseño de objetos: Mariana Obersztern
Realización de objetos: Santiago Rey
Subtítulos: Julia Perette
Fotografía: Catalina Bartolomé
Asistencia de dirección: Julia Perette
Producción ejecutiva: Lia Comaleras, Gabriel Zayat
Producción general: Carolina Martin Ferro
Curaduría: Mercedes Halfon
Dirección: Mariana Obersztern

Centro Cultural San Martín
Viernes 20h y sábados a las 21h. 

Pornosonetos




¿Cómo llega la poesía al hecho escénico? La poesía como texto férreo sembrado de imágenes imposibles, metáforas, enumeraciones infinitas, ritmo y verso. La poesía como instrumental quirúrgico, ese peligro en manos de cualquiera. La necesidad, el deseo de poner un texto poético en pie y convertirlo en algo más, habitarlo, recorrerlo como una pieza privada de la que se nos entrega la llave por unos minutos, es uno de los alicientes más desafiantes y atractivos en la búsqueda del lenguaje propio. Pornosonetos (des)borda los poemas de Pedro Mairal, los descose, los abre en canal para obligarnos a mirar dentro, a escuchar dentro, a llevarnos algo puesto. Cabe preguntarse si los textos fueron el disparador de esta performance o aparecieron después. La puesta posee una contundencia plástica que permitiría observarla sin sonido generando una extraña pesadilla lisérgica: "Soñé con dos gemelos músicos que tocaban en... Y había una mujer con uno de esos trajes de cuero y una máscara que..." 

La puesta ha recibido la atención de una pieza museística. Nada es azaroso en la composición del espacio o la distribución de los elementos. No está de más señalar que Bailiarini viene desarrollándose como artista plástico hace años, experiencia que acá traduce sensorialmente en sus decisiones sobre el conjunto. Pornosonetos interpela a nuestros sentidos. Somos vista y oído. Desde la trinchera de la platea ejercemos nuestro rol de espectadores y, por momentos, nos convertimos en voyeurs. La música de Ulises López Langono interpretada por los hermanos Infantino y la iluminación de Sebastián Francia son piezas clave donde la dirección explora el extrañamiento de este encuentro. Nos incomoda pero nos regala una galería de asociaciones libres que apuntan a un público entrenado en los contrastes y amante de lo lúdico. 

Los poemas de Mairal construyen una voz masculina, poderosa, ardiente y desesperada. Una voz solitaria y cosmopolita que se calienta, literalmente, con la materialidad de su cuerpo anhelante. Un cuerpo, poético, que no está limitado al presente de sus versos, sino que se sabe extensión, continuidad y cementerio de una tradición sociocultural que carga como una losa al enfrentarse a sus fantasías sexuales. El conjunto de poemas aborda la percepción atemporal de lo físico en ese instante tan fugaz como perpetuo donde el deseo late y se consuma. O nos consume. Pero no sólo de sexo vive el hombre. Será polvo, sí, pero polvo enamorado. Hay un otro. Un objeto de deseo ya inalcanzable y, por ello, puro e idealizado. Un objeto de deseo que es causa y raíz de los versos derramados. El recuerdo del cuerpo amado es una de las experiencias más dolorosas. El poeta lo sabe. Y la dirección transita ese dolor con quien se anime a escuchar la entraña desgarrada. 

La elección de una actriz para habitar la voz masculina del texto resulta un gran acierto. Julieta Vallina aparece como una provocación que trasciende la burla del vestuario. Bajo la máscara hood su mirada interpela a ese objeto de deseo omnipresente para el que ya no hay espacio, aunque exista todo el tiempo del mundo. La estética de dominatriz es sometida por el torrente expresivo de los versos. No hay fortaleza donde la soledad no se entrometa. El juego de roles de la perfo es pues, más que sexual, cultural y poético y, como tal, violento. En los tiempos que corren, porqué no decirlo, también político. Que una mujer se adueñe del lenguaje expresivo de un poeta,  lo habite con su poderosa feminidad y, finalmente, lo que trascienda sea el discurso del (des)amor y su herida siempre abierta, resulta cuando menos un modo interesante de inquietarnos, de obligarnos a reconsiderar determinados aspectos de nuestros, cada vez más endebles, andamiajes. 

Pornosonetos es un excelente ejemplo de cómo la búsqueda del propio lenguaje se consolida en lo interdisciplinar. Una resurrección del recital poético donde cada ingrediente brilla por sí mismo.


Pornosonetos

Actúan: Julieta Vallina
Músicos: Julian Infantino, Ignacio Infantino Almeida
Diseño de vestuario: Ezequiel Galeano
Diseño de escenografía: Ramiro Bailiarini, Sebastián Francia, Ezequiel Galeano
Diseño de luces: Sebastián Francia
Realización de escenografia: José Bailiarini
Música original: Ulises López Langono
Fotografía: Luis Sens
Diseño gráfico: Nacho Jankowski
Asistencia de dirección: Brenda Kreizerman
Producción: Lala Palermo
Colaboración artística: Josefina Gorostiza, Nadia Romina Sandrone
Textos: Pedro Mairal
Dirección: Ramiro Bailiarini


Abasto Social Club 
Yatay 666
Domingos 16.30