Prácticas paliativas de la escena (II)





Nuestros días transcurren frente a la computadora. El exterior es un lugar de urgencia y avituallamiento donde no conviene estar. Es incómodo, incierto, hostil. No queremos ser parte de un paisaje enrarecido que embrutece día a día. La casa, el departamento, para quienes aún conservamos ese espacio, es una sala de espera donde sobreactuamos la tranquilidad. Las frágiles coordenadas de un más que dudoso equilibrio. Ahí, en esa franja de absoluto desconcierto, peleamos por seguir generando. No queda otra. No se trata de ser productivos, sino de sobrevivir. Hay que pagar las cuentas mientras todo se cae a pedazos. Atendiendo a esa única certeza nos reprogramamos en tiempo récord. No es ingenio ni capacidad de trabajo lo que falta. Si de algo sabemos los trabajadores de la cultura es de creatividad. Sacamos de donde no hay. Más aún si nuestro ámbito es el independiente, más aún si somos trabajadores irregulares, si el techo sobre nuestras cabezas depende del desempeño original con el que cubrimos la carencia estructural. Partiendo de esa base en los últimos cuatro meses los docentes de teatro han adaptado sus propuestas para hacerlas compatibles con aplicaciones que pretenden salvar la distancia. Aunque, por supuesto, no todos cuentan con soporte técnico ni conexión a la altura de la emergencia. Son muchos los relegados por el sistema. También son muchos quienes se niegan a aceptar que lo que antes era una actividad de encuentro y expansión, ahora sea una más de soledad tecnificada. Quienes eligieron continuar, probar, encontrarle la vuelta, hacen lo imposible para que la teatralidad se manifieste en formas insospechadas ahí, en el dormitorio, el salón o el balcón.

Lo que está en juego en esta continuidad online de la actividad escénica no es un perfeccionamiento técnico del intérprete. Quienes imaginen que los encuentros se dedican fundamentalmente a explorar las posibilidades de la actuación ante la cámara, se equivocan. La sobreadaptación a la emergencia responde a cuestiones mucho más importantes que esa nimiedad. Se busca salvaguardar un espacio íntimo donde la frágil llama del deseo no se apague. Se trabaja para que el cuerpo recupere su conciencia, se sacuda el temblor que niega, el trauma obviado. Se revaloriza la práctica y el colectivo al compartir la necesidad de explorar inquietudes, deseos y temores. Hay que encontrar el modo de que la enfermedad no sea lo único que nos ronde, pero también hay que dar cabida a lo mucho que trastorna: el sueño, la concentración, la capacidad de leer, escribir, memorizar... Funciones alteradas que nos llenan de insatisfacción y provocan un peligroso aturdimiento que nos precipita en la sensación devastadora de no poder, no ser capaces.

Compartimos un momento extraordinariamente doloroso para las artes escénicas. Como creadores y formadores estamos obligados a reconsiderar nuestra tarea y los modos que definían nuestro trabajo. No parece este el momento de perseguir desproporcionados objetivos estéticos, sino de afianzar el valor esencial del arte.

El arte es salud. Física, mental y emocional. Quienes nos dedicamos a él lo sabemos y sufrimos ante la incongruencia de ver nuestra tarea no solo relegada, también temida. Quienes definen la esencialidad de las cosas del mundo, determinaron que el arte es prescindible porque son incapaces de ver en él otra función que no sea la del mero entretenimiento y su rédito económico. Al pensar en manifestaciones artísticas solo vislumbran problemáticas aglomeraciones, peor aún, focos de contagio.

Después de estos meses de clases online sabemos mejor que nunca que lo importante no es el soporte, la plataforma o el ejercicio. Todo eso puede fallar y fallará. Nuestras tareas siguen siendo las de siempre: fortalecer la comunicación y el vínculo, favorecer la expresión propia y dedicarle especial atención a la potencialidad de lo mínimo, al reconocimiento del entusiasmo en cada pequeño gesto que anuncia una búsqueda y no un resultado a corto plazo. Ahí, en esas inquietudes latentes, difusas pero constantes, descansa la humanidad del arte, nuestra distinción como personas y no como sujetos portadores de virus y tarjetas de crédito.

La formación artística no se resuelve con metodologías, no se ajusta a certezas teóricas ni manuales. Hace cuatro meses no podíamos imaginarnos haciendo frente a una complejidad de este calibre que nos priva de cuanto consideramos básico para el acontecimiento escénico. No podíamos imaginar las muchas y casi inmediatas alternativas, parciales e insuficientes pero al menos posibilitadoras, que encontraríamos. No nos sabíamos capaces de tantísima paciencia y coraje.

Hay docentes manteniendo grupos en las condiciones más inverosímiles. Niños, adolescentes,  y adultos se comunican por whatsapp, mail, videollamada, zoom... Reciben consignas, leen, comentan, analizan, escriben, juegan, bailan, cantan. Ponen el cuerpo contra toda circunstancia. Comparten un hacer por hacer que se convierte en moneda de esperanza. Se ocupan del presente inmediato para despreocuparse del futuro intolerable.

En estos momentos la experiencia trascendente, el conocimiento adquirido, no pasa por la teoría o el método aplicado, sino por la conciencia con la que enfrentamos un devenir cada vez más confuso. El modo en que logremos acompañarnos para mantener el deseo y reafirmarnos en nuestro trabajo determinará ese inquietante después que tanto angustia. Confiamos en nuestros valores y reconocemos el efecto constructivo y sanador de toda práctica artística. Lo reconocemos porque seguimos acá gracias a todas esas veces en las que un libro, una película, una canción, un cuadro, una obra de teatro… nos devolvió el sentido y el valor para seguir.

Me pregunto, me sigo preguntando, qué más debe hacer el arte para ser reconocido como un sustento esencial e irreemplazable, como el pan de cada día.