Nuestros días transcurren frente a la computadora. El exterior es un lugar de urgencia y avituallamiento donde no conviene estar. Es incómodo, incierto, hostil. No queremos ser parte de un paisaje enrarecido que embrutece día a día. La casa, el departamento, para quienes aún conservamos ese espacio, es una sala de espera donde sobreactuamos la tranquilidad. Las frágiles coordenadas de un más que dudoso equilibrio. Ahí, en esa franja de absoluto desconcierto, peleamos por seguir generando. No queda otra. No se trata de ser productivos, sino de sobrevivir. Hay que pagar las cuentas mientras todo se cae a pedazos. Atendiendo a esa única certeza nos reprogramamos en tiempo récord. No es ingenio ni capacidad de trabajo lo que falta. Si de algo sabemos los trabajadores de la cultura es de creatividad. Sacamos de donde no hay. Más aún si nuestro ámbito es el independiente, más aún si somos trabajadores irregulares, si el techo sobre nuestras cabezas depende del desempeño original con el que cubrimos la carencia estructural. Partiendo de esa base en los últimos cuatro meses los docentes de teatro han adaptado sus propuestas para hacerlas compatibles con aplicaciones que pretenden salvar la distancia. Aunque, por supuesto, no todos cuentan con soporte técnico ni conexión a la altura de la emergencia. Son muchos los relegados por el sistema. También son muchos quienes se niegan a aceptar que lo que antes era una actividad de encuentro y expansión, ahora sea una más de soledad tecnificada. Quienes eligieron continuar, probar, encontrarle la vuelta, hacen lo imposible para que la teatralidad se manifieste en formas insospechadas ahí, en el dormitorio, el salón o el balcón.
Lo que está en juego en esta
continuidad online de la actividad escénica no es un perfeccionamiento técnico
del intérprete. Quienes imaginen que los encuentros se dedican fundamentalmente
a explorar las posibilidades de la actuación ante la cámara, se equivocan. La
sobreadaptación a la emergencia responde a cuestiones mucho más importantes que
esa nimiedad. Se busca salvaguardar un espacio íntimo donde la frágil llama del
deseo no se apague. Se trabaja para que el cuerpo recupere su conciencia, se
sacuda el temblor que niega, el trauma obviado. Se revaloriza la
práctica y el colectivo al compartir la necesidad de explorar inquietudes,
deseos y temores. Hay que encontrar el modo de que la enfermedad no sea lo
único que nos ronde, pero también hay que dar cabida a lo mucho que trastorna: el sueño, la concentración, la capacidad de leer, escribir,
memorizar... Funciones alteradas que nos llenan de insatisfacción y provocan un
peligroso aturdimiento que nos precipita en la sensación devastadora de no
poder, no ser capaces.
Compartimos un momento extraordinariamente
doloroso para las artes escénicas. Como creadores y formadores estamos
obligados a reconsiderar nuestra tarea y los modos que definían nuestro
trabajo. No parece este el momento de perseguir desproporcionados objetivos
estéticos, sino de afianzar el valor esencial del arte.
El arte es salud. Física, mental
y emocional. Quienes nos dedicamos a él lo sabemos y sufrimos ante la incongruencia
de ver nuestra tarea no solo relegada, también temida. Quienes definen la
esencialidad de las cosas del mundo, determinaron que el arte es prescindible
porque son incapaces de ver en él otra función que no sea la del mero
entretenimiento y su rédito económico. Al pensar en manifestaciones artísticas solo
vislumbran problemáticas aglomeraciones, peor aún, focos de contagio.
Después de estos meses de clases
online sabemos mejor que nunca que lo importante no es el soporte, la
plataforma o el ejercicio. Todo eso puede fallar y fallará. Nuestras tareas siguen
siendo las de siempre: fortalecer la comunicación y el vínculo, favorecer la
expresión propia y dedicarle especial atención a la potencialidad de lo mínimo,
al reconocimiento del entusiasmo en cada pequeño gesto que anuncia una búsqueda
y no un resultado a corto plazo. Ahí, en esas inquietudes latentes, difusas
pero constantes, descansa la humanidad del arte, nuestra distinción como
personas y no como sujetos portadores de virus y tarjetas de crédito.
La formación artística no se
resuelve con metodologías, no se ajusta a certezas teóricas ni manuales. Hace cuatro meses no
podíamos imaginarnos haciendo frente a una complejidad de este calibre que nos
priva de cuanto consideramos básico para el acontecimiento escénico. No
podíamos imaginar las muchas y casi inmediatas alternativas, parciales e
insuficientes pero al menos posibilitadoras, que encontraríamos. No nos
sabíamos capaces de tantísima paciencia y coraje.
Hay docentes manteniendo grupos en las condiciones más inverosímiles. Niños, adolescentes, y adultos se comunican por whatsapp, mail, videollamada, zoom... Reciben
consignas, leen, comentan, analizan, escriben, juegan, bailan, cantan. Ponen el
cuerpo contra toda circunstancia. Comparten un hacer por hacer que se convierte
en moneda de esperanza. Se ocupan del presente inmediato para despreocuparse
del futuro intolerable.
En estos momentos la experiencia trascendente, el conocimiento adquirido,
no pasa por la teoría o el método aplicado, sino por la conciencia con la que
enfrentamos un devenir cada vez más confuso. El modo en que logremos acompañarnos para mantener el deseo y reafirmarnos en nuestro trabajo determinará ese inquietante después que tanto angustia. Confiamos en nuestros valores y reconocemos el efecto constructivo y sanador de toda práctica
artística. Lo reconocemos porque seguimos acá gracias a todas esas veces en las
que un libro, una película, una canción, un cuadro, una obra de teatro… nos
devolvió el sentido y el valor para seguir.
Me pregunto, me sigo preguntando,
qué más debe hacer el arte para ser reconocido como un sustento esencial e irreemplazable,
como el pan de cada día.