La función de la gorra



ph. Natxo Rial-Schies



Volvieron las funciones y shows a la gorra, al sombrero o al sobre. Santo y seña para sobrevivir en un estado de emergencia cultural. En realidad, seamos honestos, nunca se fueron del todo. Práctica frecuente entre músicos, pauta habitual de varietés y constante en centros culturales que promueven actividades tan diversas como difíciles de catalogar, la diferencia entre aquella gorra - una invitación esporádica para muchos, oferta popular de fin de mes o promoción entusiasta -, y el actual estado de la cuestión, existe una distancia enorme: la de otra vida en un país distinto.

Hablamos de una Buenos Aires donde la producción cultural se reconoce como fenómeno desmedido y donde la oferta supera la demanda. La cartelera teatral es un claro ejemplo. Aquellos que no estén familiarizados con el teatro porteño no dejarán de sorprenderse al ver las cientos de obras que se programan cada fin de semana. Alcanzaría un rápido sondeo para comprobar el gran descenso de la producción escénica ligada, por supuesto, a los tarifazos, la inflación, la disminución de púbico y el inevitable cierre de salas. El panorama es desolador y no alcanzan el ingenio ni la buena voluntad para remontar números. Pocas salas de teatro independiente logran algo más que cubrir gastos y poquísimos profesionales sobreviven con las ganancias de su actividad. La canción tiene la letra de siempre, sí, pero sabemos que la melodía (también) cambió. Lo sabemos porque recordamos, vivimos, tiempos mejores. Tiempos en los que la urgencia no superaba lo importante. Tras casi cuatro años de macrismo, la única ganancia que se obtiene del trabajo artístico es simbólica. Para nada menor, pues nunca fue ni será tan necesario ese valor como en tiempos de barbarie, pero por desgracia el capital simbólico no paga las facturas ni llena la heladera. 
 
En esta pesadilla que se hace larga son muchos los elencos que acuerdan trabajar a la gorra y que lo hacen visibilizando la elección. Los aplausos se reciben pero los actores no se retiran. Se hace silencio  y se abre un breve pero imprescindible llamado de atención sobre el contexto. En las salas de teatro aún elegimos sentirnos en casa, seguros, aún le otorgamos al público una complicidad que quizá resulte ingenua: creemos que están ahí, que eligen acompañarnos porque compartimos ideas e intenciones. Si hacer teatro es política, también lo es verlo. Elegir una actividad minoritaria que demanda un cuerpo en tiempo presente y una atención renovada. Elegir la posibilidad de que una obra nos disguste o contradiga, nos inquiete o conmueva en el mejor y peor de los sentidos. Ese y no otro es el extraño pacto que se acuerda al compartir un acontecimiento escénico. Esa posibilidad, por mínima que sea, es la que defendemos como público y creadores. Y a esa instancia apelan los elencos cuando presentan su trabajo a la gorra. No lo regalan, es más, quien no puede pagar se sabe, o debiera sentirse, socialmente invitado por una cooperativa de trabajo. Es importante registrar lo que sucede con un espectáculo a la gorra, la responsabilidad que supone saberse parte de la continuidad de la actividad escénica. Los artistas no trabajan con lo que sobra sino mayormente con lo que no tienen. Aunque los motivos para hacerlo sean tan infinitos como personas, es de agradecer que haya colectivos dispuestos a ello. Como público nuestra tarea sigue siendo la de siempre: acompañarlos. Con criterio y a conciencia. Nuestro aporte no es una ayuda ni una limosna, sino un pago merecido y  un sincero agradecimiento. Pensemos cuán solos estaríamos sin ellos. Hagámonos cargo de nuestra mutua dependencia. Su sustentabilidad es un claro y directo reflejo de la nuestra. Nuestros pocos y devaluados pesos son una insólita inversión en lo improbable. 
 

En relación a lo insostenible de la situación en el sector teatral, el próximo viernes 3 de mayo, ARTEI, Asociación del Teatro Independinte que nuclea a cien salas de CABA, convoca a una conferencia de prensa a las 15h en México 3554.

El refugio de los invisibles








Son muchos quienes persiguen el sueño de crear una obra escénica donde todos y cada uno de los elementos que la constituyen se exploren en profundidad hasta adquirir una poética en la que habite un sólido sistema de forma y sentido tan multidisciplinar como integrado que permita abordar una temática social compleja y omnipresente. Así podrían resumirse las buenas intenciones que asfaltan el camino al infierno de muchas creaciones. Sin embargo, cada tanto, aparece una propuesta donde todo esto se logra, los objetivos se cumplen y, si la pieza madura frente al público, es decir, si el boca en boca le permite mantenerse durante el tiempo preciso para profundizar sobre sí misma, la búsqueda se transforma en una cita inquietante con la historia, la política y el arte como espacio donde esos gallos de pelea rinden su desmedido cuerpo a cuerpo. La metáfora la sirve en bandeja El refugio de los invisibles, de Catalina Briski cuando un solo de danza de María Kuhmichel sintetiza el devenir absurdo de la humanidad sobre la incierta geografía  del mundo. Su cuerpo se abre a la naturaleza salvaje de un tema folclórico y ahí, en esa lucha tan hipnótica como vital,  contemplamos durante unos minutos nuestro reflejo exhausto. 

La obra de Briski se aproxima al imaginario de los exiliados,  inmigrantes o  refugiados. Demasiada terminología diferencial para etiquetar a millones de personas a la deriva. Víctimas anónimas de los acontecimientos que, sobreadaptándose a las peores circunstancias, avanzan sin saber hacia dónde o hasta cuándo. La apuesta estética de la dirección cuida mucho de no determinar con exactitud un tiempo histórico. Resuena una Europa de entreguerras, pero también es fuerte el eco de la II Guerra Mundial y de los inmigrantes recién llegados a aquella América donde aún se soñaba. Existe una continuidad inevitable con el presente puesto que poco y nada parece haber cambiado en nuestras formas de exterminio. 

La puesta en escena en esta cuarta temporada incorpora con acierto las posibilidades de un espacio no convencional, el Teatro del Perro. Los recovecos y el deterioro se incorporan como la mejor de las escenografías junto a una puesta de luces expresionista y bien ritmada que facilita la fragmentación de un poema visual que no precisa narrativa ni diálogo. La dramaturgia prescinde, no de la palabra, sino del idioma conocido y dota a los personajes de una lengua otra, amalgama plausible de hermosa sonoridad, donde sobreentendemos lo que deseamos. Se deposita en el público la ambiciosa confianza de que (re)construyamos con ellos la vivencia de lo no dicho y no visto que, sin embargo, debiera forma parte de nuestra memoria atávica. 

Un gran trabajo donde cada rubro destaca y los intérpretes despliegan con generosidad su excelencia técnica. La música en vivo de Tomás Melillo incorporado como personaje trasciende la función de acompañamiento y adquiere un protagonismo relevante. Alcanza momentos de alta intensidad plástica y favorece el avance de la acción. Los temas elegidos apuestan por un entendimiento mutuo: la música es lo más parecido a un lenguaje universal.

A solo cuatro meses de lo que fuera el lamentable espectáculo de inauguración del pasado FIBA donde un montaje de cuyo nombre no quiero acordarme deslucía un presupuesto sin hipótesis, poética o riesgo alguno, El refugio de los invisibles reconcilia con lo inabarcable de ciertas temáticas. La humanidad como perpetuo daño colateral en un mundo donde impera la sinrazón del más fuerte, no será nunca un tema trascendido. Encontrar el impulso para volver a reflexionar desde la práctica sobre eso cuantas veces sea necesario quizá sea una de las pocas misiones lúcidas del arte. 

La compañía elige que las funciones sean a la gorra. Una práctica cada vez más habitual en el estado de emergencia cultural en que estamos. La sala, afortunadamente, estaba llena.

 

El refugio de los invisibles
 
Idea: Catalina Briski
Actúan: Mariela Bonilla, Ramiro Cortez, María Kuhmichel, Ignacio Monna
Vestuario y escenografía: Estefanía Bonessa
Video: Antonella Casanova
Composición y música en vivo y composición: Tomas Melillo
Fotografía: Federico Perez Gelardi
Diseño gráfico: Julia Vela
Asistencia general: Camila Labaig, Manuela Vanni
Prensa: Noralia Savio
Producción: Casandra Velázquez
Dirección: Catalina Briski

ÚLTIMA FUNCIÓN: 26 de abril, 23.30h
Teatro del Perro.
Bompland 800