Imprenteros




 “Las obras autobiográficas me conmueven distinto”, afirmaba anoche un joven mientras abandonaba la platea tras la función a sala repleta de Imprenteros en Timbre 4. Su voz emocionada y feliz era una extensión del rotundo aplauso compartido minutos antes. El público salía despacio, muchos aceptaban la invitación a colaborar con un último gesto sobre el espacio escénico, mientras otros en hall degustaban el vino y el salamín, cortesía paratextual de la propuesta, y releían el programa con renovada atención, apreciando con nuevos ojos la calidad del papel y el original diseño que adapta la estética de una tarjeta de fiesta de quince de los noventa. Tarjeta cuya historia recién conocimos. 

Cada detalle final de Imprenteros revela el profundo valor simbólico y emocional que implicó su proceso creativo. La obra se estrenó el año pasado dentro del ciclo Familia en el Centro Cultural Ricardo Rojas y está sólidamente asentada en los pilares del biodrama. Lorena Vega asume, junto a su rol de intérprete, la dramaturgia y la dirección. 

Imprenteros habilita un hecho escénico que desdibuja los bordes de una función teatral. Elabora una mixtura de recursos donde prima el valor testimonial para reconstruir la posible historia de una familia, la de los Vega. La figura del padre, ya fallecido, se reconstruye como un collage de certezas. Somos la suma de esas pequeñas cosas que los demás recuerdan. Somos también lo que hicimos y lo que enseñamos a hacer. Federico Vega fue impresor, artesano de la gráfica, amante de las máquinas clásicas y de la técnica tradicional. Su imprenta estaba en Lomas del Mirador y durante generaciones fue una extensión de la casa familiar. Un microcosmos con jardín donde la su madre, la abuela de Lorena, cosechaba frutos para mermelada y donde sus hijos, jugando y casi sin querer, aprendieron el oficio. 

Tras la muerte del padre ese espacio queda en manos de otros hijos y esa pérdida, el exilio obligado de un territorio propio, es uno de los disparadores de esta búsqueda de identidad, homenaje póstumo, donde Vega trata de reconstruir el paraíso perdido de la infancia.  

Imprenteros disecciona sobre la escena muchos recuerdos. Fotos, videos familiares, el catálogo de muestras, entrevistas, sonidos y hasta la recreación actuada de varios momentos significativos de la relación padre e hija, se despliegan con calidez y mucho humor, dejando que el público gestione sus juicios y emociones sobre este retrato familiar e intimista. La presencia de Sergio Vega, uno de los hermanos, aporta el gran valor del conocimiento específico sobre el rubro gráfico y otorga una dimensión poética a un ámbito que puede resultar ajeno. Sus palabras y su cuerpo suman un factor que enriquece muchísimo la puesta, su presencia en el escenario no es la de un intérprete, no se trata de un actor más, sin embargo, su testimonio está puesto al servicio de esta hazaña familiar orquestada por su hermana y el público termina contemplando como el hoy y el ayer se funden en un solo cuadro: Lorena, Sergio y los amigos invitados a esta ceremonia, convierten el ritual de trabajo de la imprenta donde crecieron en una danza donde la vida continúa. 



Imprenteros 

Texto: Lorena Vega.
Actúan: Julieta Brito, Lucas Crespi, Juan Pablo Garaventa, Vanesa Maja, Mariano Sayavedra, Federico Vega, Lorena Vega, Sergio Vega.
Montaje: Emi Castañeda.
Vestuario: Julieta Harca.
Iluminación: Ricardo Sica.
Diseño de espacio: Celeste Etcheverry.
Audiovisuales: Andrés Buchbinder, Emi Castañeda, Agustín Di Grazia, Franco Marenco, Gonzalo Zapico.
Música original y sonido: Andrés Buchbinder.
Fotografía: César Capasso.
Diseño gráfico: Horacio Petre.
Asistencia general: Fabiana Brandan, Santiago Kuster
Colaboración artística: Damiana Poggi.
Colaboración en Movimiento: Margarita Molfino.
Dirección: Lorena Vega.

Juicio a una zorra







Inventamos a los dioses porque existe el misterio de la muerte. Inventamos el arte porque la vida resulta insuficiente. Cuando vida y muerte se abrazan en una obra, en este caso en el escenario, el sinsentido de la humanidad adquiere algún valor, la perpetuidad de la barbarie que conocemos bajo el eufemismo de Historia, pareciera servir finalmente para algo. Sabemos que la Historia no avanza, no educa, no nos hace más sabios ni mejores. Tampoco siembra lecciones inolvidables. El siglo XXI no deja de proporcionar ejemplos sobre el esplendor de la guerra, la esclavitud o la explotación. Impera el miedo. El futuro llegó pero ahora sabemos que nunca traerá nada mejor. Qué hacer entonces con la maldición de la esperanza, cómo gestionar nuestra necesidad de un mundo, no mejor, sino a todas luces distinto. La respuesta nunca será unánime. Algunos solo pueden hacer lo inevitable: dar forma a su deseo de que algo cambie. Aferrarse a eso, construir desde ahí y compartir el esfuerzo, el fruto, con quienes se interrogan sobre el origen de lo que pareciera ser o estar así desde siempre. 

El gran interrogante que sostiene Juicio a una zorra - texto del español Miguel del Arco, estrenado el año pasado con dirección de Corina Fiorillo y actuación de Paula Ransenberg, que en estos días vuelve a la cartelera porteña - es “¿quién escribe la Historia?” Esa pregunta habilita un recorrido por la mitología griega, aproximándonos a sus leyendas desde un punto de vista renovado, donde la voz que se impone es la de Helena de Troya, mito entre los mitos, que rememora su vida con el humor y la inteligencia de una superviviente, juguete de los dioses y los hombres que decidieron su destino.

Juicio a una zorra invita a reflexionar sobre la necesidad de seguir enfrentándonos al pasado nunca escrito, el de las víctimas. Si dejamos de aceptar las grandes verdades de la civilización y nos atrevemos a cuestionar sobre su origen y burlarnos de la aparente inmovilidad de lo humano y lo divino, quizá alumbremos nuevas formas de entendimiento y abandonemos el camino  conocido de la inercia determinada por el poder de turno.

Helena de Troya, reina de Esparta, aparece en esta obra como una mujer más que se atreve a poner en duda no sólo su existencia, sino los cimientos de la civilización. Qué distancia hay entre Zeus y el dios de los altares católicos, cuando ambos adoptan la forma de un ave para embarazar a una virgen. La carcajada en platea pareciera una rotunda constatación de la caducidad de esos relatos, sin embargo, apenas abandonamos el refugio de la sala de teatro, regresamos a un mundo donde la palabra divina sigue sembrando muerte. La obra resulta de dolorosa actualidad en este momento en el que tantísimas mujeres luchan por modificar su modelo de representación en un sistema que hasta ayer mismo se consideraba blindado y que hoy, sin embargo, comienza a presentar fisuras significativas que apuntan hacia un nuevo paradigma.

Paula Ransenberg vuelve a destacar en el complejo ámbito del unipersonal dando luz a una criatura híbrida, una Helena desconfigurada, pop, latina, donde el corazón de mujer palpita con la sangre renovada de la furia travesti que también, qué duda cabe, clama por hacerse oír. 

Su disfrute en escena es absoluto y su apropiación del texto mantiene un desequilibrio perfecto entre el humor y la agonía, el alivio y la desesperación. No hay distancia que salvar para acercarse a esta Helena que habla por todas las que nunca tuvieron oportunidad.

La dirección de Corina Fiorillo materializa con escasos referentes un mundo simbólico, un limbo donde todo está marchito pero aún brilla. Después de todo, el esplendor de la gloria es una hoguera difícil de apagar. 


Juicio a una zorra
Timbre 4. México 3554
Viernes 20.30h. 

Dramaturgia: Miguel Del Arco.
Actúa: Paula Ransenberg.
Diseño de escenografía: Gonzalo Cordoba Estevez.
Diseño de luces: Ricardo Sica.
Fotografía: Francisco Castro Pizzo.
Diseño de maquillaje: Norbi González Moreno.
Asistencia de dirección: María García De Oteyza.
Producción: Maxime Seugé, Jonathan Zak.
Dirección: Corina Fiorillo.

#10




 Ilustración: Dalmiro Zantleifer
 


Cuando comencé este blog no tenía claro cómo funcionaba el invento. Sí recuerdo que la bronca fue el primer motor. No sabía dónde ponerla, qué hacer con las malditas contradicciones del oficio teatral. Cómo podíamos pasar de tocar el cielo con las manos a no encontrarle el menor sentido a nada de un día para otro. Cómo podía ser que una obra buenísima pasara desapercibida y otra que no poseía la menor virtud recibiera todas las atenciones. Por qué éramos tantos haciendo lo mismo, cómo podíamos ser tan estúpidos, soberbios, grandilocuentes, vagos, insufribles. Cuándo demonios iba a cambiar algo, quién nos salvaría de nosotros mismos, por qué el público soportaba nuestros fracasos. ¿Quién era el público? ¿Alguna vez romperíamos la barrera de los amigos de los amigos que se apiadaban de nuestras súplicas para llenar la platea una vez a la semana? ¿Esto era la vida? ¿Así era el arte? Todo parecía un callejón sin salida, una trampa, una estafa. Cada vez que discutíamos sobre una obra y alguien decía "sobre gustos no hay nada  escrito", me iba. Abandonaba el intercambio de opiniones, me rendía. Y me frustraba. 

Pensé que escribir sobre obras sería una forma de transformar esa bronca. Reflexionar sobre eso que diferenciaba una buena propuesta. Entenderlo mejor, no digerir sin más esa píldora de la felicidad efímera, paladearla. Escribir sobre teatro también es mi forma de agradecer. Una buena obra debería  cambiar el curso de tu día, despertarte, sacarte del ensimismamiento de la rutina, de la miseria y la queja cotidiana, puede inspirar y ponernos delante de lo único que necesitábamos sin saberlo, puede concedernos el merecido descanso de nosostros mismos, devolverle algún sentido a nuestras vidas. Después se pasa, sí, se olvida. Pero gracias a que sabemos que eso puede suceder no dejamos de ir al teatro, no perdemos la fe. Es lo más parecido al amor. Quien estuvo enamorado alguna vez teme pero, en ocasiones, desea que el prodigio se repita. No podemos salir de todas las funciones enamorados, pero cuando pasa… 

Cuando pasa queremos que todos nos entiendan y experimenten eso. Pero nadie escarmienta en cuerpo ajeno. Hay que lograr que el otro ponga el suyo, se arriesgue, cruce la ciudad, gaste plata, se permita el tiempo del deseo, se deje querer. Es mucho pedir. A veces ni siquiera alcanza. Porque el amor no es suficiente. La obra que a vos te calienta, otro la odia. Ojo, ahí hay algo. Eso siempre es interesante. El odio y el amor comparten naturalezas desmedidas. La obra que genera ese conflicto es una bendición. Escasa. Son más, muchas más, las devoluciones tibias, el intercambio educado de opiniones. Nada puede construir la indiferencia, salvo el olvido. 

La aparición de las redes le dio a este espacio una visibilidad nueva. Compartir las notas con los elencos trajo muchas satisfacciones. Colaborar humildemente en la difusión de esos trabajos se convirtió en un enorme incentivo para esta escritura subjetiva que con el tiempo se alejó de la bronca para construir desde otro lugar posible: el del encuentro. Me gusta pensar que desde acá aprendo a traducir e interpretar como público.

Este blog, desfasado ya como plataforma por tantas otras alternativas, es una herramienta de búsqueda, de investigación, un compromiso con el quehacer teatral y con una comunidad de la que me siento parte. 

Son muchas las obras que me devolvieron el deseo de seguir adelante cuando daba todo por perdido. Por ellas, y en espera de que vengan otras mejores, sigo viendo teatro. En ocasiones escribo sobre.

Ah, también hay poemas por acá, sí. Nunca entendí una cosa sin la otra.


Macarena Trigo