Acróstico





Nuestro instinto es narrativo, nuestra desesperada búsqueda de sentido nos determina a ordenar los acontecimientos para que seamos capaces de explicar ciertas cosas o, al menos, de observarlas a prudente distancia e interrogarnos sobre ellas. En el hecho escénico a menudo el factor que tensa la exposición de los materiales es la presentación del personaje que (re)vive para contar(se) y contarnos. 

Diego Rosental presenta en Acróstico un excelente desarrollo de estas coordenadas. Su encuentro con el público es la invitación a compartir un posible relato sobre determinados recuerdos de infancia que constituyen una cartografía de vida. Mediante una serie de objetos personales se nos presenta a un niño, el mismo Diego, un niño que podría haber sido de muchas formas, pero que, sometido a esa fuerza de la naturaleza que tantas veces representa una madre, desvía en algún punto su inocencia para ser herido por vez primera. ¿Cuándo termina la infancia? ¿Qué son la culpa y la vergüenza para cada uno de nosotros? ¿Qué cambia de modo definitivo con su llegada?

Rosental comparte una serie de recuerdos apoyándose en objetos e imágenes donde el relato refuerza su aparente valor testimonial y los disecciona dejando que el público obtenga sus propias conclusiones. Son muchas las preguntas abiertas pero el afán no está puesto en la satisfacción de una respuesta. Y ahí, donde el silencio opera, Acróstico aporta la contundencia original de su creador, es sobre ese subtexto que aparecen la música y el baile. La obra se presentó el año pasado en el ciclo Óperas Primas del Centro Cultural Rojas y vuelve ahora en el marco del Décimo Festival de Danza Contemporánea. La puesta combina la dramaturgia testimonial con la danza y esta funciona como un alegato físico donde el cuerpo ejerce de acotación exquisita. Las coreografías son una (re)acción frente a los acontecimientos de un pasado tan concreto como impenetrable.

Si nuestras vidas son apenas el relato que logramos contarnos, el pasado está condenado a ser un punto de vista al que una y otra vez asomamos de distintas formas. Frente a esa incuestionable certeza, el presente inmediato y absoluto de la danza se interpone como un paréntesis que no se limita a interrumpir el argumento, sino que compite con él en un intento de modificarlo para convertirlo en otra cosa, en algo más. El pasado desaparece o, quizá sea más correcto decir se traduce, en el intérprete, Rosental, acompañado finalmente por María Kuhmichel. Juntos bailan y exorcizan, comparten la vitalidad de ese ritual celebrando la toma de decisiones que los trajo hasta acá, a este proyecto y esta noche donde somos testigos de cómo una cicatriz puede brillar. 

Cabe mencionar que el diseño de iluminación de Sebastián Francia, la estética y el uso del espacio son aciertos que potencian la poética personalísima de una propuesta que aporta una muy interesante hibridación entre el unipersonal, la autoficción y la danza. 



Acróstico

Intérpretes: María Kuhmichel, Diego Rosental
Creación: Jimena Pérez Salernos, Roberta Blazquez Caló, Andrés Molina, Diego Rosental
Diseño de iluminación: Sebastián Francia
Diseño gráfico: Leandro Ibarra
Música: Daniel Bugallo
Dramaturgista: Aldana Canal
Colaboración artística: Eugenia Foguel
Asistencia general: Sofía Etcheverry
Asistencia de dirección: Andrés Molina, Roberta Blazquez Caló
Idea y dirección: Diego Rosental

C.C. Ricardo Rojas
Av. Corrientes 2038
Martes 21h. 

Flor del Pampero






Buenos Aires se conjuga en presente histórico. Cómo no amar un ecosistema impredecible donde la desesperada tentación del orden narrativo, esa sed de lógica causal que dote de mínimo sentido a nuestros días, es boicoteada una y otra vez por los acontecimientos más inverosímiles. Hablamos del horror y del error, amargos panes cotidianos, pero también de la belleza absoluta iluminada por el empeño de quienes saben que el único modo de ser y estar en este absurdo, pasa por dedicarse en cuerpo y alma a su oscuro objeto de deseo: la ficción. Esa fe.

No es menor que en estos últimos años donde el macrismo ha destruido con saña cualquier horizonte de expectativas, siendo la educación y la cultura dos de sus ámbitos de destrucción masiva, se hayan estrenado obras como Prueba y error, La liebre y la tortuga, La terquedad, El mundo es más fuerte que yo o El hipervínculo. Cada una llegó como múltiple respuesta a una pregunta que nadie hizo. Fueron frutos de búsquedas intensas donde el factor temporal, intensivo y/o extensivo, fue determinante para llegar a esos artefactos que interrogan sobre los supuestos convencionalismos escénicos recordándonos que todo está por (des)hacer. Son varios los factores que esas obras comparten: directores polifacéticos y versátiles, compañías o equipos de trabajo sometidos a intensas convivencias, y sistemas de producción propias del teatro independiente. Si bien es cierto que tres de esas obras se estrenaron en el circuito oficial, nos atrevemos a afirmar que fue gracias al bagaje previo de sus creadores, ya histórico en algunos casos, en el teatro independiente. El marco oficial facilitó idílicos recursos, por supuesto, pero si entendemos que se trata de salas públicas, su brillante desempeño no es más que una contundente justicia poética enrarecida por el contexto político. 

¿Qué tiene que ver esto con la llegada de La Flor a la sala Lugones? Creemos que mucho. Mariano Llinás, su director, es el primero en reconocer la fuerte influencia que tuvo para él su contacto con el teatro independiente. Las alianzas imprescindibles que identificó en ese ambiente deben ser muy parecidas a las que comparte El Pampero Cine, productora fundada nada menos que en el 2002 por el propio Llinás junto a Laura Citarella, Agustín Mendilaharzu y Alejo Moguilansky

2002. De nuevo, el presente histórico y el jardín de los caminos que. El Pampero Cine se fundó en lo que parecía el peor de los momentos. Algo nos dice que debiéramos reconciliarnos definitivamente con la incertidumbre. Nunca hay un mejor tiempo para crear que ese en el que no puede (ni debe) dejar de hacerse. Por otro lado, tanto Mendilaharzu como Moguilansky son apellidos enraizados en la escena teatral porteña. Sus trabajos hablan por sí mismos sobre su profundo entendimiento humano y artístico de lo escénico. Pero no termina acá esta conexión vital entre cine y teatro. Las protagonistas de La Flor son Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes, conocidas como la compañía Piel de Lava, fundada en 2003, cuyos trabajos han podido verse este año en la retrospectiva programada en el Sarmiento.

Todo indica que podemos considerar esta película como un punto de encuentro entre la alquimia teatral y la cinematográfica, no por lo que en ella veremos sino por lo mucho que nos deja intuir o imaginar sobre su realización. 

En uno de sus primeros tráilers la voz en off de Llinás trataba de presentar la película y la fórmula elegida para hacerlo era el trazado del esquema que terminaría siendo su gráfica. Se aclaraba algo fundamental: las actrices eran el motor de esta nueva producción, ellas eran quizá el único hilo conductor entre las tramas que aún se estaban definiendo. La película, pues, es sobre y para ellas. Eso anunciaban. Una poética tan desmedida como singularmente romántica para los tiempos que corren. Se mire por donde se mire, La Flor es una hazaña, pero también una prueba de que el amor sigue existiendo en su estado más puro, sin destilar. Sólo así puede concebirse semejante apuesta. Las palabras de Llinás en el programa parecen consentir esta intuición optimista. 

“Fueron diez años de misterio y de riegos, pero también de sentir como pocas veces el vértigo del amor y la amistad, como sólo es capaz de manifestarse en un grupo de personas que buscan desaforadamente lo mismo, y están dispuestas a dar lo que haya que dar con tal de conseguirlo. “

Diez años. 

Si nos sentamos a la orilla de ese lapso apenas un instante el vértigo aturde. Si consideramos ese tiempo dentro de los infames acuerdos que el sistema de producción impone nos vemos obligados a reflexionar sobre aspectos que van más allá de la realización de una película. La Flor no puede considerarse como un fenómeno aislado, ni siquiera como una constelación de caprichos conquistados, entendiendo el capricho como derecho de quien gesta cualquier obra, sino como un emblema más del ideario del Pampero Cine, que supo definirse como “un grupo de personas dispuestas a experimentar y a renovar los procedimientos y las prácticas del cine hecho en la Argentina." En su web seguimos leyendo lo que muchos conocen: "El Pampero Cine ha desarrollado un sistema de producción basado en el rechazo a los postulados industriales y a la radical independencia de las fuentes clásicas de financiación, que le ha permitido una producción constante y fértil. Con Historias Extraordinarias, quedó confirmado que El Pampero Cine ha impuesto en la Argentina una nueva manera de producir, trabajando con presupuestos marcadamente inferiores a la más pequeña de las producciones industriales sin que sin que dicha inferioridad de condiciones tenga relación alguna con la calidad técnica o estética de las obras.”

La Flor será analizada bajo los más diversos prismas, pero todos en algún momento debieran hacer hincapié en la importancia de esos ideales pamperos. Esta película no hubiera sido posible sin el increíble hito que supuso para la historia del cine Historias extraordinarias y quienes la vimos y amamos como constatación de alguna que otra inquietud propia, inevitablemente acudimos ahora a la sala Lugones preguntándonos si aquella ejemplaridad es superable, pero no es una buena pregunta. ¿Para qué enfrentar dos naturalezas indómitas? ¿Por qué aproximarse a ellas con afán comparativo? 

Celebremos la existencia de ambas como lo que son: desafíos colectivos, pruebas de que nada está escrito, de que la normativa no rige como dogma una vez que se asimila sino que está ahí para ser cuestionada. Historias extraordinarias y La Flor son mucho más que dos películas de larga duración, son poéticas, idearios, lecciones magistrales que tardaremos en valorar en su justa medida. No deja de ser extraño saberse parte de la historia mientras se escribe, no deja de ser un privilegio inmenso ser testigo del triunfo del deseo contra toda lógica. 

Escribo habiendo asomado únicamente a la primera parte de la proyección y lo hago consciente de mi deuda. Son tantas las posibilidades de (re)escritura y análisis que ofrece que esto apenas araña la superficie. Más que hablar de argumentos o formas del quiebre donde el espectador se ve enfrentado con sus propia (de)formación y expectativa; o de la invitación al cuerpo a cuerpo con la obra cinematográfica que enciende una alerta certera sobre nuestra bulímica recepción audiovisual, elijo subrayar la absoluta libertad de criterio constructivo, el desprejuicio hacia la forma dada y, a su vez, el profundo amor por los (sub)géneros y la necesidad de revisitarlos a la luz de ese juicio único donde el humor siempre funciona como garantía de interés y calidad. Si La Flor, apenas comenzada su andadura, se intuía como imbatible, no es debido a lo mucho cuantitativo que rodea su génesis, sino a la profunda libertad con la que se desarrollan todos y cada uno de los aspectos que la configuran. Ahí, en esos saltos de altura, es donde El Pampero Cine vuelve a abrir camino.



La Flor
Argentina, 2018. 807 minutos (sin intervalos)
Dirección: Mariano Llinás.
Fotografía y cámara: Agustín Mendilaharzu.
Montaje: Alejo Moguillansky, Agustín Rolandelli.
Sonido: Rodrigo Sánchez Mariño.
Música: Gabriel Chwonnik.
Arte: Laura Caligiuri, Flora Caligiuri.
Vestuario: Carolina Sosa Loyola, Flora Caligiuri.
Asistente de dirección: Agustín Gagliardi.
Productora: Laura Citarella. 
Una producción de El Pampero Cine y Piel de Lava.
Reparto: Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa, Laura Paredes. 




Próximas proyecciones en la Sala Lugones. 





Carne y Hueso




Buenos Aires (también) es un puñado de lugares a los que siempre volvemos, lugares que recomendamos y de los que nos sentimos parte porque algo de lo que ahí sucede nos (con)mueve y convoca, porque su apuesta siempre es alta y porque mantienen la difícil de promesa de seguir trabajando por y para todos. Roseti es uno de esos lugares y para quienes lo vimos fundarse, abrir sus puertas, llegar para quedarse, renovar contrato, para los que lo vimos conquistar amigos, juventud, y llenarse no sólo de teatro sino también de música, su permanencia en un momento como este donde tantos espacios sucumben, es más que un motivo de alegría. Encontramos ahí una constatación feliz de las causas que elegimos defender y un modo posible de seguir haciéndolo y, sobre todo por eso, encontramos en ese territorio que la casa valida como República de Chacarita, no sólo un faro, sino un hogar, uno de esos donde siempre te reciben con la pava lista. No se puede hablar de un proyecto de Roseti sin mencionar la sinergia de fuerzas que lo alientan y mantienen, no se puede porque esas fuerzas se renuevan cada vez y es imposible no apreciarlo, aunque no haya palabras que acierten a valorar esa confluencia en su justa medida. Algo aclararemos: no hay marketing, no hay fenómeno, no hay moda, no hay milagro. Hay trabajo. Mucho. Hay interrogantes abiertos. Siempre. Hay comunidad. Y boca en boca.
El año pasado estrenaron El mundo es más fuerte que yo, obra de largo e intenso proceso creativo que no dejó función sin agotar localidades. Toda una poética práctica sobre el quehacer escénico, un punto de encuentro que invitaba a reflexionar sobre las convenciones que creemos lo constituyen. Un banquete de incertidumbre donde palpitaban algunas cuestiones presentes en Carne y Hueso, su nuevo trabajo. Juan Coulasso, coordinador general del numeroso equipo, define con rotunda frescura sus propuestas y en esta ocasión afirma que “es una materialización espectacular derivada del proceso de investigación llevado a cabo en el Laboratorio de Creación Bilateral entre Escritura y Performance Escénica producido en Roseti durante el año 2017.”
En efecto, los intérpretes figuran como autores de los textos y sus voces dan luz a lo que pareciera un mecanismo lúdico de composición literaria. Hay una búsqueda específica sobre la sonoridad de la palabra y el ritmo que la articula. Lejos de elaborar un texto caprichoso, sobre la dificultad constructiva aparece un hilo de pensamiento que alumbra breves pero contundentes historias sobre el (des)amor, la soledad, el sexo y la violencia implícita y explícita que nuestros cuerpos toleran, advierten o, en ocasiones, desean. Hay humor, sí, pero también oscuridad y una filtración constante de la realidad que nos (des)hace.
Hay voces, personajes. Sin embargo, por deformación e interés de quien escribe, el ojo se detiene en los actores y actrices, en sus elecciones para materializar el deseo que los trajo hasta acá. Carne y Hueso no es una propuesta intimista donde prime eso que tantas veces describimos como “actuación orgánica” queriendo ver ahí, donde nunca está, una actuación verosímil, mimética, más o menos realista, pretensión que sabemos imposible pero que tanta fascinación ejerce en el teatro porteño. Sobre el andamiaje de un dispositivo literario se levanta una puesta donde la actuación se evidencia y significa, se deja registrar y crea desde ahí: el maquillaje, el vestuario, los cuerpos, la forma de decir, de pararse, etc. Hay una tensión insalvable en esa fórmula que dota de fragilidad cada escena. Sin pretensión narrativa, cada pieza se suma explorando las posibilidades del texto, la actuación y, por último pero en este caso para nada menor, el espacio concebido.
Roseti se transforma en un lugar indeterminado donde somos guiados por personajes que aparecen y desparecen. ¿Qué teatraliza un espacio? ¿Hay algo verdaderamente imprescindible para prender el clic de la ficción? No. Es imposible que un lugar no cuente por sí mismo, toda intervención (des)ordena su posible relato y la actuación lo modifica radicalmente. Asumida esa instancia todo territorio es potencialmente escénico. Sobre esta última premisa Carne y Hueso se permite una hermosa licencia poética y constructiva que nos negamos a desvelar pero que tiene todo que ver con la intencionalidad de los valores rosetianos. En esta ocasión su forma de ir un poco más lejos, de recordarnos dónde estamos, acá y ahora, y qué podemos o deseamos hacer mientras, es también una invitación a poner el cuerpo, a convertirnos en protagonistas de una acción colectiva, acompañarnos en la complicidad de quien desea ser parte de cualquier cosa que pueda suceder. 

Son muchas las imágenes que quedarán para el recuerdo en cada pequeño grupo de espectadores, pero elegimos el largo plano final, un travelling con música en vivo, sobre el que contenemos el aliento dudando sobre el siguiente paso de nuestro camino. ¿Dónde debemos  ir después? ¿Hay algo allá afuera que nos necesite verdaderamente? 

“Todo lo que se dice es porque pasó o porque todxs quisimos que pasara" afirma la gráfica de este desafío.
No lo dudamos.

Carne y hueso
Textos e interprétes: Rosario AndiaLeticia CoronelJosé FogwillYael LazzariNadia LozanoGuadalupe MorenoFederico PereyraJuan Manuel RodríguezLuciana Schmit

Diseño de escenografía: Adriana Baldani
Diseño de luces: José BinettiValeria Junquera
Fotografía: Cecilia Almeida SaquieresCatu Hardoy
Diseño gráfico: Nadia LozanoJuan Manuel Rodríguez
Entrenamiento vocal: Victoria Roland
Asesoramiento de vestuario: Uriel Cistaro
Asistencia de dirección y de escenas: Rafael EscalanteMalena GuinzburgRomina Trigo
Coordinación general: Juan Coulasso

Carne y hueso
Roseti
Roseti, 722
Sábados 15h.

Campo Minado




Hay experiencias escénicas que nacen con la vocación de un desafío, propuestas que toman el escenario como un lugar donde todo es aún posible. Desde ahí, y en ocasiones pareciera que ya sólo desde ahí, podemos recordar, celebrar, homenajear, discutir, denunciar e interrogarnos. El acontecimiento escénico trasciende, porque puede, las funciones de entretenimiento o distracción y también la función poética. Cuando somos partícipes de esas iniciativas, cuando se tiene la suerte de estar ahí, no sólo como público a salvo en la oscuridad de una platea, sino como parte del acontecimiento al que se nos invita sin propósito claro pero, sin duda, con fe ciega en la potencialidad del dispositivo que se articulará para y con nosotros, lo escénico se revela como uno de los últimos reductos donde la humanidad aún es capaz de encontrarse. No hay arte capaz de cambiar el mundo pero sigue habiendo obras y autores que aspiran a (con)mover de forma efectiva: no apelan sólo a la emoción, logran sembrar la duda y desestabilizar lo aparentemente inmutable. 
Lola Arias ha convertido varios de sus trabajos en estos fenómenos. Sus proyectos se desarrollan en el fértil territorio entre los límites, nunca dentro de un círculo de confort donde forma y fondo comulguen predecibles. La memoria y sus modos de representación son una de sus constantes. Los recuerdos personales sirven para (re)construir la historia, otros lados de la historia mayúscula, otras voces. Necesarias, silenciadas. El testimonio se convierte en material narrativo y a lo largo del proceso de creación se ficcionaliza hasta adoptar un punto de vista desde el que podemos contemplar lo que de cualquier otra forma sería indigerible: el dolor. En todos sus grados.
Mi vida después (2009), Melancolía y otras manifestaciones o El año en que nací (2012) son algunos de los ejemplos más destacados de esa búsqueda. Proyectos donde lo personal es colectivo, histórico y político. Inflexiones donde se nos recuerda que la (des)gracia nunca viene sola, no hay suerte o maldición en nuestras vidas que no podamos abordar en el afán de no dar nada por hecho. El pasado no está escrito mientras aprendamos a seguir contándolo, mientras no perdamos el valor de iluminar nuestras heridas. 
Campo minado es un trabajo sobre la infinita guerra en que el mundo arde. Malvinas es el objeto de estudio sobre el que se disecciona el absurdo de la barbarie. Todas las guerras se parecen, pero cada una es un singular desastre. Malvinas está ahí, demasiado reciente y demasiado olvidada. Indigerible para unos y apenas anecdótica para otros. Seis veteranos de esa guerra, tres ingleses y tres argentinos, estrenaron esta obra en 2016. Antes, en 2014, Arias ya había presentado una video instalación donde se aproximaba a la figura del veterano de Malvinas, y hace unos días se estrenó en la sala Lugones, Teatro de guerra, película documental grabada como una extensión de la obra donde el material se reorganiza generando una pieza más de lo que se intuye como inagotable.
Cuando hablamos de la necesidad que alienta una creación, insistimos sobre la importancia que debe tener la temática elegida para el autor o el equipo. No alcanza con que resulte interesante o atractivo. El deseo sólo superará los inconvenientes del camino si la cuestión y el imaginario que se abre con ella es tan poderoso como para atraparnos por tiempo indefinido, quizá para siempre. La red que se teje en torno a una obra es tan impredecible como sus consecuencias. Campo minado hoy, en el teatro San Martín, no es lo mismo que Campo minado en 2016 en el Centro de las Artes de la UNSAM. No lo es, principalmente, porque en estos dos años Argentina no ha dejado de perder batallas. Si algo define la política del actual gobierno es el olvido y el abandono. Hace unos días se anunciaba un nuevo billete de cincuenta pesos donde las islas Malvinas desaparecen, reemplazadas por un cóndor. La síntesis metafórica con que labran heridas en la memoria colectiva pocas veces fue tan ejemplar. Es mucho, muchísimo, lo perdido desde 2016, quizá por eso mientras los veteranos de Malvinas cantan por y para nosotros preguntándonos si fuimos a la guerra, si vimos morir, si matamos, la violencia cotidiana de nuestros días aparece como respuesta silenciada, dolorosa e indigerible. Las formas de la guerra cambiaron. Las pérdidas continúan. 
Quizá ya no sabríamos tomar las armas, pero no dejamos de abrir trincheras. Campo minado es mucho más que una obra documental testimoniada por sus protagonistas. Viéndola podemos recordar que el mundo desconoce la paz, pero también que el enemigo es nadie mientras no se nombra. Ninguna muerte es ajena. Pareciera que sólo la ficción en estos días vuelve a hablar de lo importante.


Campo minado

Escrito y dirigido por Lola Arias.
Con Lou Armour, David Jackson, Gabriel Sagastume, Ruben Otero, Sukrim Rai, Marcelo Vallejo
Investigación y producción: Sofia Medici y Luz Algranti
Escenografía: Mariana Tirantte
Música: Ulises Conti
Diseño de luces y dirección técnica: David Seldes
Video: Martín Borini
Ingeniero de sonido: Roberto Pellegrino, Ernesto Fara
Vestuario: Andy Piffer
Asistencia de dirección: Erika Teichert
Asistencia de producción: Lucila Piffer
Asistente técnico y de producción: Imanol López
Asistente de vestuario: Federico Castellón Arrieta
Asistencia de investigación UK: Kate O’Connor 

Teatro San Martín
Corrientes 1530
Miércoles a domingo, 20.30h.

#RodrigoGarcía










Notas tomadas en la presentación de libro Even Knievel contra Macbeth na terra do finado Humberto de Rodrigo García, el pasado sábado 25 de agosto dentro de las actividades de Volumen. Escena Editada. Teatro Nacional Cervantes. 


Rodrigo García en conversación con Emilio García Wehbi.



* “La sociedad está cada vez más neovictoriana.”

* “La vida cada vez es más veloz y fugaz, por eso trato de que mis obras sean lo más lentas y menos espectaculares posible.”

* “Un artista que se censura a sí mismo me suena a chino, eso qué es.”

* “No me gustó mi infancia, no me gustó vivir así. Al menos que me sirva para trabajar. Si hubiera sido feliz no hubiera escrito una palabra.”

* “Soy consciente de que una parte del público no conoce los referentes de los que hablo, pero pienso que pueden fantasear, que la llegan a completar a su modo.”

* “El deseo de hacer una obra es siempre entregar algo inacabado, inconcluso, borroso. Si no como espectador me sentiría muy agredido.”

* “Yo no veo mis obras. Me da tanto miedo que durante la función me voy del teatro. Me da miedo que salga mal y me da miedo la reacción del público.”

* “No me quedo a charlar después. Tengo que protegerme de la opinión del público para poder seguir con el próximo trabajo.”

* “Me entristece la sociedad en la que vivimos donde hay tanto miedo a la libertad, pero nunca me he sentido ofendido como artista ni nada parecido por una crítica.”

* “Tengo cierta fe en la experiencia estética. No soy la misma persona después de ver un cuadro de Rothko.”

* “No tengo la menor idea de cómo hacer una obra. Me muero de miedo en los ensayos. Salimos adelante solamente por la confianza. El trabajo termina siendo la relación de esas personas con el material. La suerte es esa gente de la que te rodeas.”

* “Hay que estar alerta cuando algo se te va de las manos y aprovechar ese azar, ver qué se hace con eso.”

*(Sobre la presencia final del piano en Gólgota Picnic): 
“Busco ampliar los límites de la teatralidad. Hay que saber que vas a perder y que no te importe. Mucha gente se iba mientras el pianista tocaba alegando que habían ido a ver teatro, no un concierto.”

* “El verdadero trabajo está en las estructuras.”

* “Intento que la materia literaria tenga una mínima calidad para estar en un libro. Casi prefiero que me lean a que vean las obras. A veces pienso que no sé poner bien los textos en escena.”

* “He conocido artistas cobardes y gestores valientes.”

* “Cuando uno explica demasiado la obra atenta contra el misterio. Jamás quise conocer a los artistas que admiraba.”

* “Hacer obras de teatro es la forma que tengo de vivir. Es lo que me ayuda a estar contento con la gente y esas cosas.”

* “No me gusta mucho ensayar. Disfruto la escritura en solitario. Intento ensayar el menor tiempo posible. Intento que los textos les lleguen al final y se genera una tensión sobre eso. Cuando ya tengo material sobre el espacio, las acciones, etc., ahí caigo un día con los textos y vamos viendo de forma intuitiva qué puede sostenerse sin texto, dónde la estás jodiendo con la literatura.”

* “Después de estrenar no modifico nada pero la obra cambia muchísimo porque los actores profundizan. Yo intento siempre que las obras sean frágiles pero los actores echan raíces, encuentran otra forma de estar y comprender. Jamás hago trabajo de mesa con un actor. La mesa está prohibida. Estamos de pie, trabajamos y poco a poco vamos comprendiendo la obra.”

Hacer teatro y amar a veces son sinónimos









“Hacer obras de teatro es la forma que tengo de vivir, es lo que me ayuda a estar contento con la gente y esas cosas.” Rodrigo García


Hacemos teatro por razones tan íntimas, insólitas y, en ocasiones, inadmisibles, que sería imposible ordenarlas atendiendo prioridades. Hacer teatro y amar a veces son sinónimos en lo bueno y lo peor que la imaginería de esos espectros convoca. La absoluta maravilla y la caída en el infierno se comparten en ambos ejercicios. Podríamos extender el paralelismo a alguna otra disciplina, pero el cuerpo a cuerpo y el deseo de alterar el tiempo, de abrir un tajo en el presente donde podamos ser posibles siendo otros, son maleficios del amor y el escenario. En ambos quehaceres los más terribles misántropos debemos abandonar el amparo de nuestra soledad para abrir la puerta o, peor aún, salir a buscar a quien dará sentido a nuestro amor u obra. En ese encuentro fatal todo y nada puede suceder y ambas posibilidades alterarán nuestro acompasado palpitar y dejarán su exquisita cicatriz. El amor y el teatro se conjugan con la misma irregularidad mientras se avanza sobre una cuerda floja tendida sobre un abismo donde nuestros miedos nos esperan con las fauces abiertas.

“El teatro es pese a todos nosotros”, afirmaba Ure. Y el amor también. El amor logra ser y darse incluso cuando nadie está por la labor. En el ecosistema ficcional de Buenos Aires los microuniversos creativos tienen una larga y sólida tradición de red. Cada arte se las ingenia para elaborar un circuito de intercambio, producción y muestra. La comunidad teatral, sin duda, posee uno de los tejidos más intrincados y, a su vez, más frágiles. En sus filas los creadores no tienden a la especialización de una única faceta, descubren pronto que para que su pasión sobreviva necesitan adquirir herramientas de toda índole. Se escribe, dirige y se actúa, pero también se compone, se coreografía, se ilumina, se diseñan espacios, se produce, se piden subsidios, se pierde plata, se difunde y se realizan infinitas tareas invisibles para el público que, sin embargo, forman parte intrínseca del prodigio: limpiar, armar la platea más o menos precaria, asegurarse de que las luces funcionen, dar una puntada acá, volver a pegar esto, tapar lo otro, bajar y subir muebles, ordenar utilería inclasificable, ayudar a poner una peluca, maquillarse mientras se pasa letra o pasar letra mientras se limpia el baño, probar sonido y que el cable se rebele. Hay que encontrar soluciones inmediatas para lo inimaginable. Todo es tan inverosímil como cierto, agotador y desconcertante. Todo es humano, demasiado humano. Frágil y, a la vez, todopoderoso. Aún más si enmarcamos este amoroso despropósito en una ciudad donde el transporte juega en contra, las distancias son enormes y, por si fuera poco, los espacios culturales son acosados por mil y una malarias que el desgobierno impone. Multipliquemos ahora todo eso por dos para dar cabida a esos casos en los que al terminar una función se sale corriendo y se toma un taxi que ya nadie puede permitirse para llegar a otra. Y asumamos el hecho de que hacer dos, cuatro o seis funciones por fin de semana rarísima vez supondrá un sueldo. En ese punto son muchas las historias de amor que terminan mal. Si el amor es mixto, dícese de las asociaciones configuradas por dos o más nacionalidades, pocos asimilarán esta forma de supervivencia. Sobre todo cuando sepan que de lunes a viernes la inmensa mayoría trabaja de civil y ejerce como abogado, psicólogo, dentista, mozo, docente, carnicero, contador… Sobre todo cuando se les aclare que pagamos nuestros ensayos pero nadie nos paga en ese mientras o cuando nos escuchen decir que hacemos lo que tenemos que hacer porque nadie lo hará por nosotros y sólo así podemos soportar lo demás. Sobre todo cuando entiendan que lo demás es todo y todo es demasiado.

Son muchos los que vienen a Buenos Aires a estudiar su teatro y más aun los que quieren desentrañar el misterio de este amor. Me pregunto cuántos logran salir, volver a su país con algo parecido a una respuesta, qué dirá su versión de nuestros hechos. Señalarán las infinitas carencias y algunos lograrán determinar cierto origen o causalidad que contextualice para la academia este sindios. Quizá hasta alguno envidie nuestra rara suerte.

Hacer teatro y amar a veces son sinónimos, por ejemplo, cuando vuelve a ser lunes y te das cuenta de que sobreviviste a otro fin de semana donde todo podría haber fallado pero no. Y al repasar el (des)orden de los acontecimientos te das cuenta de que no hay ningún milagro, sólo gente, muchas, muchísimas personas implicadas, cómplices de un deseo que raya en el delirio cuyos nombres nadie reconocería. Y así el amor, sus cosas.


















Montaje de Qué sabes tú los vientos.  Homenaje a Federico García Lorca.  
Con Nicolás Blum, Gimena Fuentes, Delfina Oyuela, Gimena Romano Larroca y Macarena Trigo.

Ahora todo es noche






Nombrar a La Zaranda es llenarse la boca de historia. Nos regocijamos ante el anuncio de un nuevo estreno, los esperamos, agendamos una cita con ese trabajo sabiéndolo un bien necesario, un cuerpo a cuerpo del que no se sale indemne. Con Ahora todo es noche vuelven a Buenos Aires para celebrar sus cuarenta años como compañía y, una vez más, su propuesta palpita haciéndose eco de lo peor y lo mejor de todas las épocas. Lo peor: la soledad absoluta, el desamparo en el que la humanidad deambula encarnada en tres hombres anónimos condenados a pasar desapercibidos, a no tener donde estar ni dónde ir. El sujeto convertido en objeto devorado por el paisaje hostil de cualquier ciudad. Esos bultos con los que evitamos tropezar en las esquinas, los portales, los cajeros… Son tantos que terminan por ser ninguno y nadie, si no fuera porque nosotros podríamos ser ellos. 

El texto de Eusebio Calonge  engarza la duda con la herida abierta y la historia de la (in)humanidad con la de la poesía escénica. Ahí está lo mejor, señala La Zaranda, en el escenario, el reinado sin reino que está a nuestro alcance, la única salvación posible. “Si tenemos por lo que luchar y tenemos por lo que sufrir, tenemos por lo que vivir”, afirma rotundo Ahora todo es noche.

La dirección de Paco de la Zaranda orquesta con la sabiduría de siempre a Gaspar Campuzano, Enrique Bustos y Francisco Sánchez. Sus criaturas vuelven a ser inolvidables, rotundas e impactantes. No hay detalle menor en la creación de esos mendigos atávicos, soldados de la poesía, reyes del escenario vacío, del espacio por llenar, esa obra en construcción donde se refugian de la peor de las tormentas. Sólo ahí, en lo indeterminado, pareciera haber lugar para esas almas que, lejos de penar, rinden batalla hasta el final. 

La Zaranda siempre nos recuerda que no hay que temer la profundidad temática y que el teatro es, puede ser y darnos, siempre, mucho, muchísimo más. Los personajes no son meras construcciones al servicio del relato, son el interrogante que no deja de abrirse y el espejo donde inevitablemente nos reconocemos.

El texto del programa ilumina no sólo algunas de las inquietudes de este trabajo, también cita valores primordiales de la compañía, valores que los ubican hace mucho en la gran historia del teatro universal: “sus heridas y cicatrices, su desgarrada imaginería, su desgarrada voz, sus personajes desahuciados. Eco de liturgia, tintes esperpénticos y regusto de tragedia, un humor perturbador y un compromiso poético insobornable. Los pies en los clásicos y la mirada en el horizonte de nuevas formas de hablarle al alma de cada hombre.”

Larga, eterna vida a La Zaranda De Ninguna Parte. 
Y nuestra.


Ahora todo es noche

Texto: Eusebio Calonge
Actúan: Gaspar Campuzano, Enrique Bustos y Francisco Sánchez
Música: Saint Saens Dieu! (Samson et Dalila) - Nelson Pinedo con La Sonora Matancera: Quien Será
Iluminación: Eusebio Calonge
Espacio escénico: Paco de la Zaranda
Fotografía y cartel: Víctor Iglesias
Producción artística: Eduardo Martínez
Dirección: Paco de la Zaranda

Funciones de miércoles a domingo
El Picadero
Enrique Santos Discépolo 1857

En el hueco que queda








“No me gusta el animal
que vive dentro mío.
Pero cada día
pido
por lo que sea y deba ser,
que no se acabe su hambre.”
G. Aronson



No hay libro urgente cuando la novedad editorial dura un suspiro, sin embargo, no es menos cierto que cada poemario que sale a la luz con un sello independiente implica una victoria, una resistencia tan mínima o mayúscula como quiera juzgarse, pero sin duda, un gesto necesario para quienes buscamos el modo de seguir generando espacio para todas las voces. El tiempo de la poesía como reducto para inmortales debería haber terminado y con él los prejuicios hacia un desempeño de la escritura que poco y nada tiene que ver con la creación de círculos concéntricos, y todo con una forma singular de asomarse al mundo para señalar cuanto miramos sin ver, lo que acontece como sinsentido hasta que el ojo del poeta lo rescata, objetiva y transforma. 

"Una tormenta puede 
estar formada por lluvias
y viento. Puede tener truenos,
grandes relámpagos,
granizo, a veces.
Sin embargo, todo y nada de eso
basta.
Para que sea una tormenta
auténtica
es imprescindible
la furia."

La naturaleza del poema desconoce la muerte salvo para enfrentarla. A menudo afirmamos que no se trata de otra cosa: escribimos contra la muerte. La del día a día, tan íntima, pero también contra y sobre todas las otras muertes que elegimos como propias y defendemos del olvido.

En el hueco que queda, de Giselle Aronson,  es un intento más de atrapar algo que ofrecer: tiempo, deseo, la lucidez atroz en medio del insomnio, la importancia del dolor que no quiere evitarse o la lluvia como lengua extranjera de un pasado donde quizá se era feliz sin darse cuenta.

Aronson escribe la nota a pie del día y la versifica, dándole valor y lugar a lo que sucede cuando nadie mira, lo que se piensa cuando la emoción no alcanza ni sirve. No todo puede llorarse a tiempo y algunos nombres no deben abandonarse nunca. #Santiago. Sí, Maldonado está presente (también) en este libro porque

“nosotros,
los que somos nosotros,
seremos la memoria de Santiago,
sus luces encendidas.”

Recordamos que Aronson escribió el año pasado aquellas palabras que dieron forma a lo que muchos sentíamos sin acertar a expresarlo: “Si me llegaran a desaparecer, te pido que me busques.” Su texto, compartido durante meses en las redes, ya forma parte de la memoria herida de estos últimos años.

En el hueco que queda nos somete al ejercicio incómodo pero necesario de volver sobre nuestros pasos y tratar de recordar, de no olvidar que alguna vez las cosas fueron (y serán) de otra forma.

“Yo quiero que vuelvan
esos tiempos
en que la lluvia
era música inofensiva,
un pretexto
para cualquier cosa,
incluso,
para escribir poesía.”

En la constatación de esa infinita diferencia puede apuntalarse un verso. No cambiará los hechos, pero será parte de ellos. Quizá alguien lo cite dentro de mucho tiempo para explicar lo mucho que aún desconocemos sobre este presente obtuso. 

"No sirve esperar cuando el futuro
nunca llega a tiempo."



En el hueco que queda, Giselle Aronson, Halley Ediciones, Buenos Aires, 2018.