Diseño y creación en la autogestión artística






¿Qué o quién es un artista hoy? ¿Por qué esa palabra dice tan poco y nada bueno? ¿Cuánto hay de idealización o de estigma sobre ese concepto? La palabra artista goza de una deliciosa imprecisión que a más de uno debilita. Necesitamos etiquetas que especifiquen mejor el contenido de los alimentos, los componentes de nuestra ropa y quizá es momento de renovar la nomencltura que define nuestra actividad.

El ámbito artístico malvive subdivido en rubros que evolucionarían mucho más si habilitaran una mayor fluidez de comunicación e intercambio. Si bien un músico no sabrá ejercer como arquitecto, sin duda, podría proporcionar interesantes saberes sobre el buen uso del ritmo en el espacio y su entendimiento de la escucha proporcionaría una orientación tan significativa como diferente a un escenógrafo. Rara vez pasa. El desempeño de nuestras actividades nos encapsula en circuitos bien delineados y aunque sabemos que el conocimiento nuevo y relevante aparece con la aproximación a otras miradas y procedimientos,  esa bendita circunstancia se habilita poco.

Entre los creadores abunda el lamento, la angustia, la frustración, la sensación de mantener solos una lucha que a nadie le importa. Ese caldo de cultivo, por supuesto, no es sobre el que se hace foco. La visibilidad tiende a subrayar casi en exclusiva lo positivo. “Fue hermoso. Tuvimos la suerte de.  Nos juntamos y. Apareció Z. Nos encontramos con.” La memoria teje un itinerario que solo se detiene en la creatividad del azar y la obscenidad del trabajo queda sepultada bajo el brillo fugaz del reconocimiento. No se habla del tiempo invertido, de los horarios a contramano, de los ensayos posibles gracias a la generosidad de un espacio amigo, no reconocemos el valor de un equipo que labura sin cobrar durante el tiempo que sea preciso. Tampoco se nombra el deseo original, la fuerza indómita que nos llevó a sacar eso adelante. No se nombra porque avergüenza decir que estamos ahí por orgullo, por hambre, porque nadie nos llama para trabajar, porque la única manera que se nos ocurrió de pasar más tiempo con esa persona amada fue escribirle una obra, o porque estamos tan asustados y deprimidos que el tiempo dedicado a la búsqueda de quién sabe es lo único que trae salud. No se mencionan, por supuesto, los fracasos que tuvimos, los otros proyectos que no llegaron a puerto. 
 



Durante el mes de mayo Catalina Lescano impartió en Común Estudio un intenso Laboratorio de diseño y creación en la autogestión artística. Bajo ese enunciado que tanto parece alejarse de la perorata lúdica y bella del quehacer creativo, se despliega un arsenal de saberes socioeconómicos y culturales que permiten aproximarse sin miedo a una batería de recursos y herramientas prácticas desde las que repensar no solo nuestro trabajo, sino también, y quizá más importante aún, nuestro deseo.

El deseo guía toda iniciativa, mueve a quien se involucra en la absurda escritura de un libro, a quien decide abrir un bar, a quien toma fotografías o estrena una obra. El deseo es único, personal e intransferible. Alimentarlo, cuidarlo y defenderlo son tareas agotadoras pero necesarias. El deseo también admite un estudio, un punto de vista, una mejora, una profundización y, por tanto, una posible forma de administración y gestión.

El artista de este paupérrimo siglo XXI se explota a sí mismo. Sin piedad y, lo que es peor, sin consciencia. No solo no sabe poner precio a su trabajo a la hora de venderlo, en ocasiones es incapaz de reconocer su inversión: los recursos a su alcance, sus saberes, redes, vínculos y potenciales.

Quienes trabajamos acompañando procesos de creación – llámese clínica de obra, edición, entrenamiento individual o X – registramos constantemente esa ausencia de registro sobre el yo creador. En el ámbito escénico la formación grupal – elenco, escuela, compañía etc. – dificulta la autonomía como intérprete. Primero el docente y luego el director parecen ostentar la última palabra. Se adquieren infinidad de conocimientos prácticos y nos aproximamos a múltiples metodologías que pocas veces conciliamos. Vivimos escindidos entre la persona que somos y el artista que queremos ser, sin permitirnos ser el poeta que ya, a buen seguro, somos. 

Aun en un contexto tan bendecido por la paradoja como el que ofrece Buenos Aires donde la precariedad que extenúa es la misma que fortalece y donde no faltan oportunidades de formarse con creadores cuyos valores y estéticas se comparten, un contexto donde lo cualitativo y cuantitativo conviven contra el discurso de los popes de la excelencia, y donde lo heterogéneo de las propuestas nos evita el intento de clasificaciones caducas, aun acá y ahora, bajo un gobierno sin política cultural, es mucha la energía que se fuga en el lento y arduo proceso de hacerse cargo del verdadero valor de ese deseo que nos configura. 


¿Quiénes somos? ¿Qué hacemos? ¿Con quiénes? ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Para qué? Las mismas preguntas que sostienen toda obra, los pilares de un buen guion, son las que dilucidan cualquier proyecto personal o colectivo en el que nos embarquemos. No todas las respuestas son sencillas. Respetar el silencio y la duda es un aprendizaje, pero también lo es aprender a interrogarse y escuchar nuestras dudas replicadas en otros. La duda compartida es un valor.

Necesitamos ampliar una y otra vez la perspectiva sobre nuestra práctica, sobre el desempeño del oficio, sobre nuestros motivos para seguir involucrados en la producción de sentido y no solo en la réplica de significantes.

Durante los encuentros entramos en contacto con este espectro inabarcable de urgencias. Estos y otros muchos temas se hicieron presentes desde prácticas constructivas y se materializaron en proyectos que no podían ser más dispares entre sí. Proyectos que responden a la singularidad de sus autores y que, en apenas cuatro semanas, adquirieron un volumen tangible que los transforma en semillas. Cualquier laboratorio que favorezca esta revolución debe ser celebrado, compartido y recomendado.