Hacer teatro y amar a veces son sinónimos









“Hacer obras de teatro es la forma que tengo de vivir, es lo que me ayuda a estar contento con la gente y esas cosas.” Rodrigo García


Hacemos teatro por razones tan íntimas, insólitas y, en ocasiones, inadmisibles, que sería imposible ordenarlas atendiendo prioridades. Hacer teatro y amar a veces son sinónimos en lo bueno y lo peor que la imaginería de esos espectros convoca. La absoluta maravilla y la caída en el infierno se comparten en ambos ejercicios. Podríamos extender el paralelismo a alguna otra disciplina, pero el cuerpo a cuerpo y el deseo de alterar el tiempo, de abrir un tajo en el presente donde podamos ser posibles siendo otros, son maleficios del amor y el escenario. En ambos quehaceres los más terribles misántropos debemos abandonar el amparo de nuestra soledad para abrir la puerta o, peor aún, salir a buscar a quien dará sentido a nuestro amor u obra. En ese encuentro fatal todo y nada puede suceder y ambas posibilidades alterarán nuestro acompasado palpitar y dejarán su exquisita cicatriz. El amor y el teatro se conjugan con la misma irregularidad mientras se avanza sobre una cuerda floja tendida sobre un abismo donde nuestros miedos nos esperan con las fauces abiertas.

“El teatro es pese a todos nosotros”, afirmaba Ure. Y el amor también. El amor logra ser y darse incluso cuando nadie está por la labor. En el ecosistema ficcional de Buenos Aires los microuniversos creativos tienen una larga y sólida tradición de red. Cada arte se las ingenia para elaborar un circuito de intercambio, producción y muestra. La comunidad teatral, sin duda, posee uno de los tejidos más intrincados y, a su vez, más frágiles. En sus filas los creadores no tienden a la especialización de una única faceta, descubren pronto que para que su pasión sobreviva necesitan adquirir herramientas de toda índole. Se escribe, dirige y se actúa, pero también se compone, se coreografía, se ilumina, se diseñan espacios, se produce, se piden subsidios, se pierde plata, se difunde y se realizan infinitas tareas invisibles para el público que, sin embargo, forman parte intrínseca del prodigio: limpiar, armar la platea más o menos precaria, asegurarse de que las luces funcionen, dar una puntada acá, volver a pegar esto, tapar lo otro, bajar y subir muebles, ordenar utilería inclasificable, ayudar a poner una peluca, maquillarse mientras se pasa letra o pasar letra mientras se limpia el baño, probar sonido y que el cable se rebele. Hay que encontrar soluciones inmediatas para lo inimaginable. Todo es tan inverosímil como cierto, agotador y desconcertante. Todo es humano, demasiado humano. Frágil y, a la vez, todopoderoso. Aún más si enmarcamos este amoroso despropósito en una ciudad donde el transporte juega en contra, las distancias son enormes y, por si fuera poco, los espacios culturales son acosados por mil y una malarias que el desgobierno impone. Multipliquemos ahora todo eso por dos para dar cabida a esos casos en los que al terminar una función se sale corriendo y se toma un taxi que ya nadie puede permitirse para llegar a otra. Y asumamos el hecho de que hacer dos, cuatro o seis funciones por fin de semana rarísima vez supondrá un sueldo. En ese punto son muchas las historias de amor que terminan mal. Si el amor es mixto, dícese de las asociaciones configuradas por dos o más nacionalidades, pocos asimilarán esta forma de supervivencia. Sobre todo cuando sepan que de lunes a viernes la inmensa mayoría trabaja de civil y ejerce como abogado, psicólogo, dentista, mozo, docente, carnicero, contador… Sobre todo cuando se les aclare que pagamos nuestros ensayos pero nadie nos paga en ese mientras o cuando nos escuchen decir que hacemos lo que tenemos que hacer porque nadie lo hará por nosotros y sólo así podemos soportar lo demás. Sobre todo cuando entiendan que lo demás es todo y todo es demasiado.

Son muchos los que vienen a Buenos Aires a estudiar su teatro y más aun los que quieren desentrañar el misterio de este amor. Me pregunto cuántos logran salir, volver a su país con algo parecido a una respuesta, qué dirá su versión de nuestros hechos. Señalarán las infinitas carencias y algunos lograrán determinar cierto origen o causalidad que contextualice para la academia este sindios. Quizá hasta alguno envidie nuestra rara suerte.

Hacer teatro y amar a veces son sinónimos, por ejemplo, cuando vuelve a ser lunes y te das cuenta de que sobreviviste a otro fin de semana donde todo podría haber fallado pero no. Y al repasar el (des)orden de los acontecimientos te das cuenta de que no hay ningún milagro, sólo gente, muchas, muchísimas personas implicadas, cómplices de un deseo que raya en el delirio cuyos nombres nadie reconocería. Y así el amor, sus cosas.


















Montaje de Qué sabes tú los vientos.  Homenaje a Federico García Lorca.  
Con Nicolás Blum, Gimena Fuentes, Delfina Oyuela, Gimena Romano Larroca y Macarena Trigo.