Obras en conexión: Un hueco y No soy un caballo.

por Macarena Trigo *

La charla con los creadores de estas dos obras el pasado 31 de octubre en Silencio de Negras, nos llevó a reflexionar sobre cuestiones mucho más amplias que su temática o las soluciones estéticas elegidas y queremos hoy detenernos sobre algunas de las preguntas barajadas esa noche.

La crítica y la teoría tienden a observar al objeto de estudio como algo terminado. Un libro, un cuadro, una película o una obra de teatro se convierten en una criatura estática que puede diseccionarse y reinventarse por completo en función de los objetivos finales del pretendido análisis. Asumimos nuestra parte de culpa porque nos reconocemos en esa fascinación que genera una pieza de arte descubierta a la que queremos otorgarle tantos significados y valores como nos sea posible. Pero no por nada quien esto escribe decidió hace años tratar de ejercer algún desempeño artístico para poder refutar con cierto criterio algunos conceptos que nunca nos convencen del todo. Por eso hoy, a la luz de la larga conversación mantenida con Juan Pablo Gómez, Patricio Aramburu, Alejandro Hener, Eduardo Pérez Winter, Walter Jakob, Diego Cremonesi, y Franciso Egido elegimos comenzar haciendo memoria sobre las coincidencias vitales que se mencionaron a la hora de poner en relación sus obras.

* Queríamos hacerla mucho tiempo.

Esa fue una de las primeras certezas mencionadas. Algo que actores y directores de ambos proyectos reconocían haber perseguido como un primer ideal: la necesidad de hacer tantas funciones de una obra como sea posible para poder entender su verdadera naturaleza.

Todos sabemos que una obra de teatro no está terminada el día de su estreno. Recién ahí estará poniendo a prueba su razón de ser, su interés, su valía. Y sólo en presencia de distintos públicos la obra irá creciendo. Las actuaciones responderán cada vez más a la verdad depositada en el texto. La emoción llegará sin forzarla. El pensamiento no desaparecerá. Se irán puliendo las distracciones, los gestos innecesarios. Los personajes estarán cada vez más presentes. Serán. ¿Se consigue eso en las ocho funciones a las que tantas veces se limita la vida de una obra en nuestro hiperactivo y superpoblado circuito off?

Un hueco recién terminó su cuarta y última temporada. Última por decisión propia, última porque se elije cerrar un ciclo para dar cabida a una nueva creación en la que ya laburan. No soy un caballo, concluirá este mes su tercera temporada.

Las dos obras han sabido subsistir en los márgenes del teatro off. Un hueco, nunca conoció sala de teatro. Se estrenó y se mantiene en uno de los vestuarios del club Estrella Maldonado. Encontraron en ese espacio una esencialidad que no sólo beneficiaría artísticamente a la obra potenciando su dramaturgia, si no que serviría de a poco para identificarlos dentro del maremágnum de obras que pueblan la ciudad. Ellos son “esos del vestuario del club”. Sí. La alta calidad de la propuesta trajo los merecidos reconocimientos de la crítica, los premios pertinentes y los festivales. Y después la obra se instaló en el mejor sistema de prensa: el boca en boca. Sin embargo, todavía son muchos los que nunca oyeron hablar de esta original propuesta. Muchos, los que llegan a verla sin la menor referencia, sorprendidos de que las instalaciones sean tan incómodas y el contexto tan ajeno a lo que el hábito de “ver teatro” implica.

No soy un caballo se da en Silencio de Negras. Una de esas salas que pelea por subsistir al margen del circuito teatral más transitado. Ubicada para muchos en tierra de nadie (Luis Sáenz Peña 663), es una de tantas casas antiguas convertidas en espacio escénico. Casas a las que la ficción despeja de mobiliario para llenarlas de historias. Nunca tuvieron prensa, más allá de las notas en blogs y reseñas en revistas teatrales. Es difícil convocar público aunque la sala pequeña. Una realidad conocida por todos, sí. Lo que cambia es el modo de enfrentarse a ella, la importancia que se le da, el deseo de continuar. Ellos decidieron seguir y mantenerse aunque el público no les acompañara siempre. Tuvieron la suerte de que la sala les apoye incondicionalmente. Su director, Eduardo Pérez Winter, es uno de los responsables de la misma.

Sin duda, uno de los principales motivos por los que muchos se animan a abrir un espacio teatral propio tiene que ver con ese deseo de poder mostrar por tiempo indefinido y sin presiones un trabajo que costó mucho sacar adelante. La dificultad, una vez conseguido ese espacio propio, pasa por no sacrificar la propia creatividad en aras de pagar el alquiler. Programar sólo a otros, dejar de producir o querer producir obras que resulten más “atractivas” aunque se alejen de nuestras inquietudes más genuinas. ¿Cómo hacer para que el esfuerzo de mantener un espacio artístico no termine por extenuar nuestra creatividad? ¿Y cómo lograr que lleguen a esos espacios gente que nada tenga que ver con el ámbito teatral?

Lo que nos lleva a otras preguntas polémicas de esa noche.

* ¿Hacemos teatro sólo para actores?

¿Para los amigos de mis amigos? ¿Nos preocupa llegar a otro tipo de público, a ese ideal no premeditado, al perfecto desconocido que no tendrá piedad y sabrá dormirse pese a la incomodidad de la silla o abandonar la sala si se aburre? ¿Acaso no nos aburrimos nosotros mismos, mortalmente, con muchas de las obras que vemos? ¿Acaso no dejamos de agradecer al azar, a las recomendaciones o al gusto cultivado cada pequeño gran hallazgo que nos resignifica el dedicarnos a esto y recordar que sí, que después de todo, tenía un sentido y era un sentido profundo y verdadero? ¿Por qué pasa tan poco ese milagro? ¿Somos los “teatristas” el público más jodido? ¿Y por qué tantos otros alardean de no ver nada, de no ir al teatro hace años? ¿Y cómo sobreviven?

Por supuesto que no encontramos respuestas unívocas ni grandes soluciones. A veces, las conversaciones sobre lo que se ama sirven para recordarnos que el objeto de nuestra pasión es y será siempre un misterio. Y también que no estamos solos, es posible encontrarse y seguir aprendiendo si de verdad hay ganas de comunicarse y de ser generoso. ¿No brilla más ese actor arriesgado que logra atravesarnos con un texto, que cualquier virtuoso empeñado en conquistarnos con la excelencia de su técnica? ¿Los verdaderos maestros no tienen la puerta siempre abierta y muy poco que decir?

* ¿Qué sería la dramaturgia del actor?

Es tema para un largo ciclo de conferencias. No habría dos personas que lo definan del mismo modo y todos terminaríamos mencionando determinados ítems con los que tropezamos muy seguido: el actor creador, la participación en la escritura del texto, la propuesta personal para construir un mundo posible, la suma de todas las herramientas con las que…

En Un hueco y en No soy un caballo, los actores formaron parte del proceso de escritura. Las improvisaciones que durante meses sirvieron para ir armando a esos personajes y sus intrincados vínculos de amistad, fueron de a poco convirtiéndose en esa base que terminaría por ser el texto de la obra. Y ojo, sí, que nadie confunda o limite la dramaturgia con el texto. Es una parte, pero no sólo.

¿Cuánta conciencia hay de esos porcentajes creativos? ¿Y cuánta confianza hay que depositar finalmente en el director elegido para darle forma a nuestros hallazgos?

Las dos obras comparten un germen de interés destacable: el deseo de laburar entre ellos. Conociendo la fugacidad con la que tantos proyectos se arman y desarman animados por una leve idea que nadie concretiza o el modo en el que las cooperativas se desintegran, no es una cuestión menor esa capacidad de elección y compromiso. Parecieran ser cosas muy obvias, sin embargo, éste es un rubro donde nada debe darse por sentado y elegir con quién laburar, sabiendo de antemano el esfuerzo de toda índole que implicará el asunto, no es para nada un tema menor a la hora de preguntarse sobre la permanencia de una obra en cartel.

* La caja de herramientas.

Fue una de las metáforas más socorridas de la noche para explicarnos la importancia que tienen determinados hallazgos que uno empieza considerando azarosos o muy particulares y que después, a la larga, terminan conformando una suerte de tópicos constructivos tan sólidos como universales que nos permiten establecer relaciones y complicidades que exceden nuestras primeras intuiciones al respecto.

Así, por ejemplo, estas dos obras abordan la amistad masculina en tríos de personajes que parecen conocerse desde siempre. Aprendieron a convivir y a burlarse de sus imposibilidades y defectos. Todos rondan la treintena y no terminan de encajar en una madurez que parece haberles alcanzado por sorpresa y comparten la sensación de pérdida y cierta desesperanza en las circunstancias que los reúnen.

Dentro de todo triángulo, es inevitable que se active el juego de "el tercero en discordia". Ese rol donde el punto de vista sobre el otro (que recién salió de la pieza o que expone argumentos con los que pareciera resolverles la existencia) siempre está mutando, resulta clave para entender que nada es trivial en esos vínculos.

El paréntesis circunstancial en el que se encuentran permite que el paso del tiempo habilite ciertas licencias que les llevarán al enfrentamiento, la borrachera y esa instancia en la que terminan por decirse en voz alta verdades muy incómodas.

Así, en No soy un caballo, Esteban se hipersensibiliza a lo largo del fin de semana y sus amigos terminan por ser el blanco de su confusión.

ESTEBAN: No puede ser, siempre tenés algo más que decir. Conseguite algo que hacer, viejo, pero no me jodas más. Se te mete algo en la cabeza y no podés parar. Por favor. Estás todo el tiempo maquinando. Todo el tiempo metiendo fichas. No tenés filtro, no tenés filtro.

Hugo, Maxi y Lucas, los personajes de Un hueco, ya están de por sí es una situación que propicia el desequilibrio y la sensibilidad exacerbada: el velorio de un amigo común. Se irán turnando ese rol del tercero en discordia pero Hugo, el amigo que viene desde capital al entierro, será quien lo represente con más intensidad. Hugo se fue, "maduró lejos del árbol", se burla Maxi, pero creció ahí con ellos. Conoce a la perfección la vida repetitiva y sin expectativas que tienen sus amigos pero la distancia aliviana esa realidad y se permite aconsejarles para que tengan "nuevos circuitos", "otro tipo de movida". A lo que Lucas replica contundentemente:
LUCAS: ¿Qué circuitos? ¿Qué circuitos? Cortála con las boludeces Hugo. Acá, ya sabés como es: agarrás el auto, salís por Roca, morfás algo en Aladín, hacés puerta en Go-out. Volvés por Aladín, agarrás José Foresto, la rotonda del puente, el puente y terminamos todos en el río. Después volvemos: por Roca o por Alsina. Esto es una hamstera: das vueltas, das vueltas y lo único que hacés es cansarte las patas. Y gastar nafta. Una inmensa rueda gigante de fabricar boludos. Boludos que se pasan toda la semana, toda la vida, boludeando.

* El regreso imposible

Dentro de esa caja de herramientas, como subtema intenso con el que se empatiza fácilmente, podemos mencionar el hecho de que en ambas obras está presente el conflicto interno que supone el regresar al lugar donde se creció.

En No soy un caballo, Esteban regresa a la quinta de sus veranos de infancia, un espacio muy atado a la figura de Gregorio, ese abuelo al que se nos presenta como un personaje extraordinario. Alguien que para las gentes del pueblo era "el desquiciao".

Todo pueblo que se precie tiene un loco, sí, pero acá la figura de Gregorio se tiñe de algo épico, de una rudeza extraña y algo atávica. Un hombre en comunión con la naturaleza que se entendía mejor con los caballos que con las personas. Ninguna de las anécdotas que se nos cuentan sobre su relación con los caballos es trivial: montaba desnudo y sin silla, no dudaba en guarecer a su caballo en la casa cuando llovía, llegó incluso a bautizarlo, por las dudas, y murió abrazado a él. Toda una leyenda difícil de asumir para Esteban, el nieto. Confundido entre el orgullo, sus propios recuerdos y la extrañeza sembrada por años de silencio cuando la familia dejó de ir allá y perdieron el contacto con ese abuelo raro y con todo lo que le rodeaba.

En Un Hueco, como ya señalamos, es Hugo quien regresa y se enfrenta al hecho de que ahí será siempre “Huguito”. Sus actitudes críticas son vistas como "fobias de porteño" y la sutil idealización que permite la distancia, concibiendo el pueblo como un lugar "más tranquilo", donde "los pibes saben lo que es treparse a un árbol por lo menos", es brutalmente desclasificada por sus amigos.
LUCAS: Cortála con las boludeces, Hugo. Acá los nenes apenas aprenden a caminar ya se sientan en la vereda como los viejos. Te juro que en el remoto caso que tenga un hijo, lo voy a obligar a jugar a la PlayStation todo el día con tal de que no salga a la vereda.

Lucas y Maxi mantienen un lúcido y doloroso entendimiento de lo que son sus vidas en ese pueblo. Una existencia rutinaria donde ni siquiera la conversación se renueva. En este sentido, sin duda, la descripción del juego red con el que se entretienen por las tardes es uno de los momentos más agudos y crueles de la obra. Lucas explica cómo el juego consiste en darle vida y ocupación a un hombrecito que puede terminar sin salir de su casa, jugando al mismo videojuego donde un hombrecito, a su vez, juega a lo mismo, abriendo así un círculo infernal de realidades virtuales y anodinas. Con esta metáfora ágil, el infierno de ese pueblo provinciano trasciende a un universal con el que resulta imposible no identificarse.

* Pueblo chico

Las dos obras comparten un poderoso y universal imaginario común: el de la provincia anónima cuyas características vienen a resumirse en el refrán "pueblo chico, infierno grande".

"Cuarenta mil habitantes y una sola oreja", apunta Maxi en Un hueco. Eso es algo que Esteban, en No soy un caballo, también conoce y que no logra hacerle entender a Matías cuando éste entabla conversación con los hombres de la zona. Allí todos están al tanto de todo, nadie da puntada sin hilo, quieren saber cosas sobre su familia, sobre la venta de la propiedad, y Esteban choca con la inconsciencia de Matías sobre esos manejos que carecen de sentido para alguien ajeno a ese mundo, pero que se nutren de años y años de pequeños rencores y disputas.

Otro detalle compartido es la importancia dada a las apariencias. Antes de entrar a la pulpería Esteban les recuerda que se pongan las boinas que les compró para la ocasión, detalle que los amigos olvidaron y que hace que él los rete: "Acá se entra prolijo y con boina. ¿Tanto cuesta respetar las costumbres de otro lugar?"

En Un hueco, la importancia dada al lugar del velorio, el club deportivo donde Matías trabajaba, y a los presentes ese día, también señala con mucha lucidez esa cuestión de lo aparente que termina por ser patético según el punto de vista de quién observe la situación.

HUGO: Es una cuestión de respeto. En un momento así, ponés lo que haya que poner y hacés algo digno. Algo que todo el mundo recuerde.
MAXI: ¿Digno? ¿Digno? ¿Qué es digno?
HUGO: Digno. Dignidad. ¿No sabés lo qué es?
MAXI; Sí, sí. No se puede hacer algo digno con estos viejos de mierda que te llenan lo que sea: entierro o bautismo, ellos vienen. Ni saben a qué vienen.
HUGO: ¿Está mal? Es una cuestión de dignidad.
MAXI: Basta con eso. Ya está acá y por lo menos lo velan en el lugar que él trabajaba.
HUGO: ¿A vos te gustaría que te velaran en un salón lleno de trofeos de vóley, de handball, de equipos que no conoce nadie?

El personaje de Robustiano en No soy un caballo afirma categóricamente: "Acá la gente es rencorosa". No necesita más explicaciones. Del mismo modo en que tampoco hace falta que añada nada cuando apunta: "El cariño es complicado en el campo. Hay mucho viento". Son frases que permiten intuir una lógica de pensamiento asentada en la experiencia de vida. Robustiano no duda en afirmar que “en la capital hay mucha gente. Son de pelear seguido, seguro".

Ese enfrentamiento entre la capital y la provincia se define con humor y contundencia en Un hueco. Hugo resume así algunas de las diferencias vitales y tópicas de la gran ciudad.

HUGO: ¿Cuántas veces les dije que se vinieran? Allá las minas se arreglan, se maquillan, no son los bagres retorcidos éstos de acá. Allá tenés cosas. Cines, joda. Vos estuviste. Salís a la noche por Av.Santa Fe ¿te acordás? y está lleno de gente en los bares, mirando vidrieras. Entrás a agarrar tarjetitas de cosas para hacer y no te alcanzan los bolsillos. Yo no salgo mucho pero la movida está.
Un poco antes comentaba que "a todo el mundo le gusta Buenos Aires". Sin embargo, la experiencia personal de Lucas en la capital fue un desastre. Frente a esos potenciales entretenimientos que Hugo señala como gran ventaja, su recuerdo de apunta al anonimato padecido en toda gran ciudad: la sensación de sentirse perdido y la dificultad para conocer gente.

LUCAS: (...) no conocí a nadie. Ni una persona. Ni una mina ni nada. Vos laburabas odo el día y yo andaba como bola sin manija de la mañana a la noche. Quería hacer el UBA XXI y me decías “Andá a la facultad”. No sabía ni qué bondi me tenía que tomar. (...) Andaba por la calle preguntándole a la gente dónde quedaba la Avenida Rivadavia. ¿Sabés la cara que me ponían? ¿Sabés cómo se sentía? Un pajuerano. Después me vengo a enterar que la Rivadavia de allá es como la Roca de acá.
Otro subtema interesante en común es la presencia de la muerte como detonante no sólo de obligados reencuentros, sino también de enfrentamientos con la burocracia que acarrea y cómo la presencia de una escritura revuelve a cualquier familia.

En Un hueco, es la hermana del difunto con la que evitan encontrarse porque anda averiguando qué saben ellos sobre la escritura de cierto departamento. En No soy un caballo, Esteban se encuentra liquidando lo poco que queda de esa propiedad para saldar deudas. Nadie en la familia quiso hacerse cargo.

* ¿Las diferencias? Estéticas.

Hasta acá vemos las muchas conexiones vitales, de fondo y tema que comparten pero no podemos evitar ahora detenernos en algunas cuestiones estéticas que hacen que los caminos elegidos para sus puestas sean tan diferentes como interesantes y acertados.

Un hueco, como ya mencionamos, se desarrolla en el vestuario de un club deportivo, el Estrella de Maldonado. Las funciones comparten ese contexto en el que ellos, después de cuatro temporadas, terminaron por ser una pieza más del quehacer cotidiano de los domingos. No obstante, cada vez que su reducido público llega al club, reaparece el extrañamiento y la experiencia teatral que se nos ofrece obliga a que agudicemos los sentidos y nos comprometamos físicamente con lo que ahí pasa.

En Un hueco se participa desde el momento en el que se adquiere el compromiso de asistir. Como público estamos apostando por la diferencia, buscando ser parte de algo poco frecuente: presenciar cómo el arte ficcionaliza la realidad más inmediata. Ese vestuario es el mejor de los espacios escénicos posibles para la obra. Favorece y potencia todo lo que les ocurre a los personajes sin distraer. Nos los presenta en un primerísimo primer plano que nos hace testigos más que espectadores de esa intimidad dolorosa y confusa en la que se encuentran. Sin embargo, ese vestuario, no está ahí. La obra comienza y los actores nos llevan a ese “pueblo choto” de provincia construyendo para nosotros dos nuevas realidades: por un lado, una realidad inmediata, ese salón del que huyen, donde se vela al amigo, donde rondan personajes a los que sólo conoceremos desde su punto de vista, y desde el que nos llega entrecortada la música que lo disfraza, como queriendo distraer la evidencia de la muerte. Por otro lado, lo que conoceremos en profundidad a lo largo de la obra será ese pueblo. Sus pocas calles, su rutina, su nada cotidiana. Un pueblo único pero tan parecido a otros que se universaliza con cada pequeña anécdota que cuentan.

La proximidad física del público supone un desafío para los actores. El espacio es tan poderoso e íntimo que el peligro está en que se “vean los hilos” o se fuerce la emoción. Nada de eso sucede. El trabajo de dirección de actores y las propuestas de los mismos para construir sus personajes resuelven con una solidez impecable una actuación que, reforzada por la sencillez y la contundencia de los pocos elementos que constituyen la puesta, bien podemos describir como hiperrealista o cinematográfica.

En No soy un caballo, el espacio se aborda confiando en la potente imaginación del público que deberá aceptar la flexibilidad de la propuesta y construir junto a los actores. Desde la primera escena la mirada al horizonte lejano de los actores nos advierte que habrá que desempolvar la imaginación y construir con ellos ese mundo posible al alcance de la mano. La sala elegida en Silencio de Negras es alargada, el público ocupa uno de sus frentes y los actores se adueñan de las dos puertas de acceso estableciendo un código estético y funcional que sostendrán durante toda la obra. Las puertas se abren y cierran incansablemente llevándonos a los distintos ambientes de esa casona enorme. Y no sólo eso, también sabrán convertirse en la entrada de una pulpería y un establo en una suerte de continuidad que mantienen gracias a sólidas actuaciones que, al igual que en Un hueco, aprovechan la proximidad del público para lograr que el pensamiento de los personajes, sus torpezas y dudas, sean algo digno de contemplar.

A ese hallazgo tan sencillo como potente del uso de las puertas como constructor de múltiples espacios escénicos, se suma algún elemento cuya presencia parcial sirve para activar una potente metonimia que se tiñe de ensoñación y simbolismo, así, por ejemplo: la llegada de Matías a la pulpería en la noche o el galope final de Esteban a caballo.

Si bien es cierto que el código de actuación es realista, capítulo aparte merece la construcción del personaje de Robustiano, el viejo custodio de la finca que aún se encarga de los caballos. Su aparición en el establo en medio de la noche sorprende no sólo a los personajes, también al público, que recordará en ese instante las posibilidades infinitas del juego teatral. Francisco Egido, el mismo actor que da vida al personaje de Fernando, encarna a ese peculiar lugareño que nos permitirá intuir un poco más del microcosmos del pueblo. La dirección, confiando en un público ideal que a esa altura del relato ya es partícipe del mismo, elige que un mismo actor interprete un segundo personaje y que lo haga subrayando al máximo la teatralidad de esa construcción: arrodillado, la cara semioculta y la voz un tanto dislocada, servirán para generar un extrañamiento inicial que tampoco tarda en disiparse, porque, como el resto de la propuesta, nos ofrece un regalo: sorprendernos del buen manejo de la teatralidad cuando está en función de la forma elegida.

De forma muy simplista, podemos afirmar que frente al hiperrealismo de Un hueco, tenemos la hipertetralidad bien entendida de No soy un caballo. Dos soluciones muy distintas qeue nos acercan a universos ficcionales que se dan la mano.

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Queremos aprovechar para agradecer la generosa colaboración de todos los implicados en estos primeros encuentros bautizados como "Obras en conexión". Su disponibilidad, generosidad y buen humor nos permiten seguir pensando que nuestro deseo de aprender de los mejores está bien encaminado.

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* Actriz y directora de teatro. Licenciada en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, Historia del Arte y Comunicación Audiovisual. Obras en cartel: La omisión de la familia Coleman (actriz y asistente de dirección), Pie para el beso (texto y directora).

NO SOY UN CABALLO sigue realizando funciones los miércoles a las 21hs.

reservas: 4381 1445.