Cada dos poetas portugueses hay un gato negro.

Es el título de un cuadro de Felipe Giménez. (No éste de acá, otro del que no hemos encontrado reproducción). Ya hablamos de este artista plástico en alguna ocasión, ya lo recomendamos. Insistimos. Parece que en junio estará por el Recoleta. Atentos.

Hoy rescatamos un breve texto que nació del cuadro, de ése título, de la perfecta unión de ambos.

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Cada dos poetas portugueses hay un gato negro que se pierde en una callejuela de Lisboa a esa hora de la siesta en que las ancianas se sueñan hermosas y los niños no duermen porque temen despertarse ya crecidos.

Cada gato perdido es un hallazgo de suerte o maldición para el que pasa. Algunos los esquivan y persignan su rostro de domingo sin besar; otros, casi valientes, los saludan, como viejos amigos que, con prisa, no aciertan a pararse y saludar. Y están también los otros, los que dudan y esperan quietecitos en la sombra, a que su gato negro se deshaga, a que se vuelva noche o luz de gas.

Tan sólo los poetas les sonríen sin darles de comer, que quede claro. Son duros estos días para el verso, no sobra ya el pescado ni la leche con la que antaño tanto se alegrara la vida de mininos callejeros. Igual, los gatos negros, es sabido, no precisaron nunca de limosnas. No se sienten mendigos, son felices. Se saben casi el eco de algún verso que alguien recordará dentro de nada, un verso que descansa entre las flores de algún perverso amor que ahora comienza.