Nunca entró en
sus planes resistir tanto. Se suponía que cualquier desgracia se los llevaría
puestos. No eran afortunados, llegaron a este mundo sin que nadie los buscara o
esperase y habían cimentado esa consistencia accidental. Apenas estaban ahí, al
borde de las cosas, lo bastante cerca para verlas, entender unas, envidiar
otras, pero no tanto como para ser parte. Nunca lograron camuflarse en el paisaje
como otros animales heridos.
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Tampoco se
reprodujeron. No querían más tristes en el mundo. Contribuían a la extinción de
la especie del mejor de los modos. Se daban besos por eso. Era lo único
inteligente que habían hecho, se decían cuando se juntaban en los parques para
despreciar niños ajenos. Los veían jugar y detectaban la fragilidad de sus
cuerpos. Olían el terror ante cualquier caída o golpe inesperado. Alcanzaba un
corte con un vidrio enterrado en la arena para que alguna madre perdiera la
cabeza. Nunca se sabe qué precio está dispuesto a pagar alguien por su cuota de
normalidad en tiempos en los que todo es anormal.
La gente hacía
lo que podía para adaptarse a la violencia de los acontecimientos en las calles
y en los medios de incomunicación. La marea de despropósitos se había
convertido en un flujo constante. Las últimas generaciones habían nacido en ese
estado de excepción y era imposible tratar de explicarles cómo era antes. Antes.
Cuando aún había tiempo y ellos eran jóvenes, tantísimo, que la edad que ahora
tenían y esos cuerpos grotescos que se deformaban un poco cada hora, no eran
siquiera concebibles.
En aquel antes
habían planeado estar muertos a esta altura. Era lo que correspondía a sus
aspiraciones de pasar a la historia del arte convertidos en un nombre
inolvidable. Esa certeza los arrastró a las ciudades donde por primera vez sus
heridas les pertenecían y podían elegir cuándo y porqué llorar.
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Durante años
deambularon por ahí formando parte del batallón de ilegales y estadística que
busca una oportunidad para su raro talento. Eran cientos de miles. Millones en
el mundo quizá. Se reconocían de lejos, se saludaban apenas, se espiaban a
veces durante años, convencidos de que el otro, él, ella, entraría en sus
sueños y arrebataría sus ideas. Algunos decidían agruparse en bandadas. Compartían
razones para seguir en pie. Se prestaban ropa, calzado, cocinaban para todos, tatuaban
sus nombres sobre piel ajena, ahorraban las limosnas para emprender viajes, se
leían poemas en voz alta o posaban desnudos mientras otros pintaban, sacaban
fotos o teorizaban sobre la belleza de una civilización perdida. Las bandadas
se articulaban con una organicidad pasmosa y se desintegraban de la misma forma
por los motivos más insospechados. Iban y venían por las grandes ciudades como
si su incómoda existencia fuera una misión, como si algo dependiera de ellos,
pero lo cierto es que había que hacer grandes esfuerzos para recordarlos y, más
temprano que tarde, volaban en solitario y nadie volvía a saber de ellos.
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Los nuevos
adultos eran críos asustados que se disfrazaban de lo que podían para pasar desapercibidos
mientras esperaban la muerte.
Al parecer
había otras posibilidades. Seres afortunados, bendecidos con incontables
parabienes, que consideraban tener su merecido. Quizá
fueran sólo otra leyenda urbana. Como los ángeles de la guarda de los
callejones o el francotirador de los amantes.
No podían saberlo. Ellos no se relacionaban demasiado. Seguían juntos porque él tenía las
balas y ella la pistola. Ese era su plan B. La única certeza capaz de
reconfortarlos. Algunas noches contemplaban el arma descargada con el mismo
amor con el que otros, los otros, observaban a sus mascotas o crías. Se
turnaban para acariciarla y para sostener su frío metal entre las manos hasta
que se calentaba. Les gustaba el modo en que sus dedos ceñían el metal negro. Se apuntaban en silencio entre las cejas y sonreían. Apoyaban el
cañón frío contra la sien del otro y suspiraban aliviados. Ya no discutían
sobre quién dispararía o cómo. Sabían que llegado el momento todo sería
posible. No les gustaba adelantar acontecimientos.
m.trigo