La dramaturgia como práctica de fe / o como fe práctica (II)

“El artista da lo que no sabe que tiene”. Ángel Cerviño.
Si la figura del poeta no se hubiera sacralizado tan huecamente hasta el punto de convertirse en una caricatura, resultaría más orgánico para los artistas reconocerse como tales y aceptar lo que implica. Hacerse cargo de su hermosa responsabilidad y defenderla. Defender la necesidad de desempeñar cualquier profesión libremente, es decir, violentando desde dentro la economía del sistema. No para boicotear o destruirlo. El arte nada sabe de aniquilar o imponer principios. No deja de ser una víctima de las circunstancias y así le va y le ha ido. Testigo, cómplice amordazado, tematizado por políticas subvencionadas, desnutrido al amparo de concursos de moda que todo delimitan encauzando el auge de producciones predecibles y olvidables. Hablamos, claro está, de todas las disciplinas artísticas, no  solo del teatro. Nos atrevemos a generalizar esperando que los responsables de cultura de algún país conocido nos contradigan y lo demuestren.
Afirma Alberto Ure en  Sacate la careta que el teatro es pese a todos nosotros. Seamos atrevidos y leamos arte donde él dice teatro. Entenderemos entonces que los poetas dominarán el mundo. El que importa, el otro, el subterráneo, el inconsciente, el que generará ruinas dignas de estudio para nuestra Historia mentirosa y selectiva.
El teatro anhela pero desconoce las multitudes. Su naturaleza es sinónimo de crisis. Pervive en los intersticios de la evolución porque sabe que no necesita de sus avances. Estaba acá antes de la electricidad y estará después de la caída de todo lo que hoy consideramos imprescindible. No importa cuánto teatro se presente de la mano de nuevas tecnologías, cuántos formatos se exploren para hacernos partícipes de obras interactivas que transcurren en varias ciudades a la vez, en cientos de pantallas donde el texto se escribe colectivamente, o en lugares donde el sonido y la imagen inundan los sentidos arrebatando toda posibilidad de pensamiento y emoción. Esas piezas forman parte de la anatomía actual del sistema de producción y son un claro reflejo de los famélicos intereses que genera el hiper desarrollo virtual. Un desarrollo que no tardará en sonrojarnos por parecernos, una vez más, de nuevo, cavernícola. Ya estuvimos acá, ya lo experimentamos. Cada nuevo soporte tecnológico reclama contenidos, pero la obsolescencia programada no es un ingrediente atractivo para el arte[1].
Será cada vez más difícil sorprenderse del modo en que la tecnología modifica nuestra existencia porque estamos acomodados a la idea de una asimilación instantánea de la técnica[2]. No del conocimiento, por supuesto. El conocimiento está obsoleto. O, cuando menos, hoy también parece tener fecha de caducidad. Para qué acumularlo cuando todo parece estar a un clic de distancia.
En medio de este mar de los Sargazos, el teatro, siempre flexible y dispuesto a jugar con cualquier excusa, va y viene. Se adapta a la grandilocuencia tecnológica, deja que lo maquillemos, le cambiemos el nombre, el apellido, lo formateemos y lo vaciemos de sentido queriendo otorgarle todos los posibles. Su nuevo sentido será azaroso y su discurso fragmentario, hiperbreve e hipervinculado, como corresponde a la post-posmodernidad. No debe aburrir, ni bajar línea ni emitir mensajes unívocos. El teatro se percibe como un lugar de expansión al que se le presupone un divertimento y una complejidad que, en última instancia, descansa en nuestro público, ese público escaso pero fiel, afectado quizá con alguna malformación del virus teatrero. Una cepa menos radical que lo convierte en público sin deseo protagónico, sin anhelo de subirse al escenario (si es que hay cerca uno, si es que de ese teatro se trata). No abunda ese público ajeno a los entresijos de la producción teatral. Sabemos que al teatro lo alimenta la familia. Es esa mesa de bautizo donde todos apadrinamos un poco a la criatura. Vamos a ver la obra del maestro, del amigo, de la novia, del ex, de la compañía admirada o envidiada… Y ellos, todos ellos, nos devuelven el favor. Vienen a ver nuestras obras y nos felicitamos o mantenemos un prudente silencio. Protegemos nuestra supervivencia. Tenemos algo de vampiros. Sacrificamos cada nueva obra a los colmillos de la comunidad, nos la vamos pasando unos a otros, hasta que no queda nada en ella que morder. Algo de eso hay. Algo. Pero no es todo. Eso no alcanzaría para seguir, para mantener el interés, los sueños y la esperanza de encontrarle sentido a tanto esfuerzo cuando nada funciona como quisiéramos.


m.trigo












[1] En relación a todo esto recomendamos la lectura del artículo “La muerte del teatro y otras buenas noticias”, de M. Kartun, en Detrás de escena, ed. Excursiones, Buenos Aires, 2015. pp. 11-16.

[2] Entre las muchas películas estrenadas en los últimos años que abordan hipótesis sobre cómo la tecnología modifica irremediablemente nuestra experiencia como seres humanos y nuestra (in)capacidad para relacionarnos, Her (Dir. Spike Jonze, USA, 2013) es, sin duda, uno de los ejemplos que mejor ejemplifica estas vagas impresiones.