Ese raro momento en el que alguien anuncia: "esta noche el papel de "X" será interpretado por "Y". Y te quedás ahí, quietito en tu asiento preguntándote qué le habrá pasado a "X". Aunque no lo conozcas. Sabemos que si un actor no hace la función hubo algo de fuerza mayor de por medio. El anuncio queda ahí, dando vueltas por tu mente un ratito pero pasa enseguida. Nos olvidamos pronto de que "X" no vino. Termina la función y alguien pregunta, "che, ¿y cuál era el personaje que reemplazaron hoy? Muy bien estuvo, no noté nada".
Y con eso alcanza para saber que el laburo de "Y" estuvo bien hecho.
La magia de los reemplazos. Tan necesarios como extraños en el ecosistema de una obra. El público llega cuando le corresponde, cuando todo está listo y se sabe que sí, que "Y" puede ser "X" a partir de esa noche. La obra puede continuar. Nada como ese momento para asumir una cucharadita de esa lección vital que nos recuerda que nadie es imprescindible. No sólo en el teatro, señores. En la vida.
Entonces. La vida del teatro con sus cosas. Reemplazos. Momentos de la vida en los que "X" debe ceder a otras cuestiones y ahí aparece "Y". Otro actor al que el director conoce, capaz que un asistente que también actúa, o uno de esos amigos que vio la obra treinta veces y que podría hacerlo. Igual hay que ensayar. Siempre. Todos esos detalles de intramuros que el público ni ve. Salís por acá, cuando se enciende la luz allá contás dos y saltás, ahí esperás a que entre ella, no te olividés de cerrar esto, acá dejás el vaso y te girás, el pie de texto es "cuando llegué a la casa", no te preocupes que va a estar bárbaro, si te olvidás, agarrás esto y punto, los zapatos no, claro, pero el resto del vestuario te va a servir, sí. Después vemos.
Y larga una función llena de adrenalina donde todo está igual y sin embargo no. Jamás se repite una función. No hay dos iguales. Ley del arte efímero. Pero en una función con reemplazo pareciera que todo es más posible. Se refuerzan atenciones y sutilezas, se salvan esos pies que van cambiando, el ritmo es diferente por momentos pero funciona igual y aparece una frase, una palabra nueva que nunca habían dicho, se sigue con sonrisa matizada, escalofrío, avanzan cual equilibristas de escena en escena. Hasta el final.
Un buen reemplazo será el que se incorpore como si siempre hubiera estado ahí, respirando los ritmos de ese texto, aceptando silencios y miradas que debe recibir y hacer crecer. Así, "Y" cumplirá muy bien en el papel de "X".
Pero acá los personajes también juegan, y el personaje vivo, el que no es puro texto y marcaciones, sabe que no es lo mismo. No puede serlo. Porque "Y" nunca será "X".
Y acá viene la magia. Aparecen las primeras sutilezas, un pequeño gesto, un aire diferente, la forma de sentarse o caminar, nos modifica internamente a todos. El mismo personaje, el mismo texto. Todo está ensayadísimo. Y sale bien. Pero es otra cosa. Esos ojos son otros, nos miran diferente, exigen y sugieren de otro modo. ¿Por qué obviar el prodigio? Muy al contrario, todos los personajes de la obra renuevan mínimos aspectos.
Y todo cambia para que permanezca como estaba.
La extraña y rara magia de los reemplazos.
Y con eso alcanza para saber que el laburo de "Y" estuvo bien hecho.
La magia de los reemplazos. Tan necesarios como extraños en el ecosistema de una obra. El público llega cuando le corresponde, cuando todo está listo y se sabe que sí, que "Y" puede ser "X" a partir de esa noche. La obra puede continuar. Nada como ese momento para asumir una cucharadita de esa lección vital que nos recuerda que nadie es imprescindible. No sólo en el teatro, señores. En la vida.
Entonces. La vida del teatro con sus cosas. Reemplazos. Momentos de la vida en los que "X" debe ceder a otras cuestiones y ahí aparece "Y". Otro actor al que el director conoce, capaz que un asistente que también actúa, o uno de esos amigos que vio la obra treinta veces y que podría hacerlo. Igual hay que ensayar. Siempre. Todos esos detalles de intramuros que el público ni ve. Salís por acá, cuando se enciende la luz allá contás dos y saltás, ahí esperás a que entre ella, no te olividés de cerrar esto, acá dejás el vaso y te girás, el pie de texto es "cuando llegué a la casa", no te preocupes que va a estar bárbaro, si te olvidás, agarrás esto y punto, los zapatos no, claro, pero el resto del vestuario te va a servir, sí. Después vemos.
Y larga una función llena de adrenalina donde todo está igual y sin embargo no. Jamás se repite una función. No hay dos iguales. Ley del arte efímero. Pero en una función con reemplazo pareciera que todo es más posible. Se refuerzan atenciones y sutilezas, se salvan esos pies que van cambiando, el ritmo es diferente por momentos pero funciona igual y aparece una frase, una palabra nueva que nunca habían dicho, se sigue con sonrisa matizada, escalofrío, avanzan cual equilibristas de escena en escena. Hasta el final.
Un buen reemplazo será el que se incorpore como si siempre hubiera estado ahí, respirando los ritmos de ese texto, aceptando silencios y miradas que debe recibir y hacer crecer. Así, "Y" cumplirá muy bien en el papel de "X".
Pero acá los personajes también juegan, y el personaje vivo, el que no es puro texto y marcaciones, sabe que no es lo mismo. No puede serlo. Porque "Y" nunca será "X".
Y acá viene la magia. Aparecen las primeras sutilezas, un pequeño gesto, un aire diferente, la forma de sentarse o caminar, nos modifica internamente a todos. El mismo personaje, el mismo texto. Todo está ensayadísimo. Y sale bien. Pero es otra cosa. Esos ojos son otros, nos miran diferente, exigen y sugieren de otro modo. ¿Por qué obviar el prodigio? Muy al contrario, todos los personajes de la obra renuevan mínimos aspectos.
Y todo cambia para que permanezca como estaba.
La extraña y rara magia de los reemplazos.