La respiración




Pocas cosas tan insoportables como el desamor. Para quien lo sufre y para quienes acompañan ese sufrimiento. La herida de la separación es casi una indignidad, algo que debe superarse rápidamente. Quién no ha llorado por amor, pregunta uno de los personajes de La Respiración. Y ahí, en la forma de verbalizar lo que todos creemos conocer por transitado, la comedia se instala y crece. Todas las separaciones son horribles, pero cada una lo es a su diabólica manera. En las argucias que inventamos para sobrevivir (re)nacen infinitas posibilidades. 
En el texto de Alfredo Sanzol, Nagore, interpretada por una espléndida Julieta Vallina, campa hace un año entre los restos del naufragio de su matrimonio y elabora una odisea de enredos donde su madre se convierte en una suerte de heroína de la libertad y el desapego, proporcionándole una mirada nueva y desprejuiciada sobre las relaciones. Todo es posible, la felicidad puede volver bajo la forma más insospechada. Sin embargo, como en la vida, nada resulta ser lo que parece y los grandes cambios vienen de mano de la más insignificante de las decisiones. 
La dirección de Lautaro Perotti aborda el texto con impecable ritmo y un gran entendimiento del gag logrando establecer una complicidad absoluta con el devenir de la protagonista. El elenco desarrolla con organicidad, no sólo el divertimento de la trama, sino  los matices que sus roles ofrecen, trascendiendo la caricatura y huyendo de la tentación de subrayar lo evidente. La puesta en su conjunto conquista el más difícil de los objetivos de toda comedia: lograr que la risa parezca algo sencillo de obtener, percepción engañosa como pocas y prueba de la eficacia con la que se combinan todos los elementos.


La respiración

Dramaturgia: Alfredo Sanzol.
Actúan: Mario BodegaMaría De PabloMaría FiorentinoJuan GuileraFederico LissJulieta Vallina.
Vestuario: Cinthia Guerra.
Escenografía: Lautaro Perotti.
Diseño de luces: Ricardo Sica.
Fotografía: Francisco Castro Pizzo.
Asistencia de dirección: María García De Oteyza.
Prensa: Marisol Cambre.
Producción: Maxime SeugéJonathan Zak.
Dirección: Lautaro Perotti.


Timbre 4
México 3554 
Viernes, 20h. / Domingos, 17h.

El Hipervínculo (Prueba 7)





El mundo es ficción, una gran aventura mal contada que repetimos desde. Quien escribe forma parte de la larga tradición que encuentra en Buenos Aires una suerte de falla misteriosa donde la ficción rebalsa y campa. Con mayor o menor consciencia de ello, formamos parte de un engranaje polifónico donde la realidad es insólita y despiadada pero también terriblemente inspiradora. No sabiendo cómo enfrentar a ese monstruo de infinitas colas y cabezas, una y otra vez tomamos distancia para observarla y, una y otra vez, quedamos fascinados y volvemos para compartir nuestro encandilamiento, esa fugaz certeza que sentimos importante, necesaria y nuestra. Se vuelve a casa después de una jornada apocalíptica en los medios de transporte y escenificamos con todo lujo de detalles el delirio del tráfico, lo imposible de la convivencia, la locura que diezma a la población. Se habla con el mozo, la cajera del chino, la doña de la mercería, el plomero inevitable, el tachero temido, la profe del jardín… Se comparte un punto de vista que necesitamos confirmar o defender con urgencia para sentirnos menos solos en nuestra ira o en el imperioso deseo de tener razón. Quienes trabajamos en la urdimbre de tramas y decidimos que nuestra tarea sea la construcción de otros mundos, atesoramos ese anecdotario como quien custodia el mapa del tesoro. Nunca se sabe dónde está el hilo, el comienzo, el nudo, la imagen, sí, la maldita imagen que dejará de ser ajena para acosarnos hasta que entendamos qué demanda, qué precisa de nosotros, hacedores insensatos de quién sabe.

El gran poema épico que nos regala El Hipervínculo (Prueba 7) del Proyecto Pruebas de la Compañía Buenos Aires Escénica, dirigida por Matías Feldman, es fruto de esta vorágine y digno hijo del microuniverso ficcional porteño, pero va mucho, muchísimo más allá. Merece la pena citar algunas de las consignas que aparecen en el programa de mano: “Desarrollamos investigaciones y reflexiones relacionadas con la percepción, los procedimientos escénicos, las convenciones y el lenguaje. Nos interesa, del mismo modo, explorar distintas formas de exhibir un material. Cada prueba indaga distintos aspectos de lo escénico. (…) Las Pruebas no son obras. (…) Proyecto Pruebas funciona como un laboratorio permanente.”

Esos cruciales principios palpitan en cada escena de El Hipervínculo. No es menor asumir que este montaje es la Prueba 7 de un proyecto mantenido a largo plazo, se nos ofrece el resultado de muchas búsquedas individuales sintetizadas en la dinámica de creación de una compañía. La excelencia de la propuesta se asienta en una trayectoria compartida que trasciende el ejercicio estético. La dramaturgia sacude al público con un entramado de pensamiento crítico, filosófico, histórico y poético. Abre, haciendo honor al título, una galería de conceptos a los que nos aproximamos fragmentariamente y de formas muy distintas.

No tiene sentido la pretensión de esbozar acá una línea argumental. El desafío de darle forma teatral a la inconsistencia virtual de nuestro mundo se aborda desde la dirección con un despliegue intensivo de recursos que exploran no sólo la mixtura de lenguajes, sino la contemporaneidad de referencias, la convivencia simultánea de todos los tiempos, estéticas, ideologías, credos, personas, personajes… Todo se orquesta para el inmediato ahora. La escritura, por suerte, no facilita esa descripción aleatoria pero ritmada que llega a constituir cada escena de una puesta. Feldman compone con absoluta libertad una partitura férrea donde hay lugar para el humor, la reflexión, la crítica y la poesía. Logra hacerlo sin depositar toda esa carga en el texto y ese es sólo uno de los muchos aciertos.

El público está invitado a un festín que trasciende el divertimento y la estética para estimularlo en la ardua tarea del interrogante. Feldman, lejos de plantear un mundo sin sentido tomado por la esencia de lo efímero, elabora para y con nosotros, un punto de vista indeterminado donde la historia de la humanidad nunca fue mejor ni peor, sólo distinta en sus recursos y renovada en la superficie y en los soportes.

Esperamos que esta sea sólo su primera temporada y que pronto vuelva a ser programada en el circuito oficial. Son propuestas de esta índole las que ayudan a crecer como público.
EL 

El hipervínculo (Prueba 7) 

Compañía Buenos Aires Escénica

Dramaturgia: Matías Feldman.
Actúan: Valentino AlonsoMartín BertaniMara BestelliPablo BrignóccoliGonzalo CarmonaMaitina De MarcoDelfina DottiEddy GarcíaNicolas GerardiAugusto GhirardelliPaco GorrizWalter JakobJuan JimenezLucila KesselerLina LassoJavier LorenzoGlenda MaislinVanesa MajaAgostina MaldinoDora MilsAldana NaselloAriel Perez De MariaPaula PicherskyClaudio RangnauJulieta RaponiPilar RozasNéstor SegadeNorberto SimoneLuciano Suardi.

Vestuario: Lara Sol Gaudini.
Escenografía: Cecilia Zuvialde.
Iluminación: Alejandro Le Roux.
Diseño sonoro: Nicolás Varchausky.
Diseño De Sonido: Simón Pérez.
Video: Alejandro Chaskielberg.
Asistencia artística: Juan Francisco Reato.
Asistencia de escenografía: Agustina Filipini.
Asistencia de iluminación: Verónica Lanza.
Asistencia de vestuario: Ailen Zoe Monzón.
Producción: Melisa Santoro.
Dramaturgista: Juan Francisco Dasso.
Dirección: Matías Feldman.


Teatro San Martín
Corrientes 1530
De miércoles a domingo, 20h. 

La bestia invisible




¿Qué es el miedo? ¿Para qué sirve? ¿Dónde comienza el miedo a poseernos o a ser únicamente nuestro? ¿Será que miedo sólo hay uno y se reparte de forma desigual? ¿De dónde viene o cómo llega? La Bestia Invisible baraja esos y otros muchos interrogantes. La semilla de este dispositivo escénico puede haber sido una de tantas noticias sobre un lejano experimento con ratones asustados al científico modo. Quizá esa fue la imagen disparadora o el hallazgo que consolidó la potencia de una propuesta dramatúrgica abierta e intuitiva que avanza entre recuerdos enquistados, recuerdos sobre los que sus voces se construyen. La dirección de Nayla Pose confía en los bordes, los límites donde la realidad da paso a otra, de ahí que no sea importante ubicar dónde están ellos, los que recuerdan, o dónde estamos nosotros mientras se nos interpela con cuestiones sobre las que seguiremos pensando mucho tiempo después.
La Bestia Invisible puede vivenciarse como un ensayo práctico y profundamente poético que reflexiona sobre el valor intrínseco de todo pasado  - el personal, el familiar y el histórico – y los modos en que interrelacionan para determinar nuestra confusa identidad. No cabe duda de que un conflicto bélico se hereda, se transmite de generación en generación convirtiéndose en algo impredecible. Puede ser cotidiano y esclarecedor a la hora de inculcar, no ya una ideología, sino un modo de entender la existencia, pero también puede ser un silencio omnipresente, una tristeza sin nombre, una herida imposible de cerrar. 

La puesta en escena ritma un elenco de diez actores y actrices que abordan diferentes intensidades para habitar sus relatos. La estructura desdibujada de la dramaturgia se subraya mediante una iluminación, resuelta en todo momento desde dentro de la escena, que logra interesantes primeros planos que favorecen la intimidad de su búsqueda. El espacio y el sonido son también recursos potenciados que abren y cierran sobre sí mismos logrando que la distancia con la platea se reduzca y el público se integre en la vorágine de incertidumbre de la que, inevitablemente, es parte.
Somos una coral desconcertada que nadie afina ni dirige, pero que se empeña, persiste y busca otras formas de explicarse, de repetir lo ya dicho con la esperanza de que algún día ya no sea preciso. Somos, quizá, el hilo conductor que une la memoria con los sueños. El teatro pareciera ser el territorio ideal para que el fruto de ese cruce se materialice con un forma nueva, un paréntesis donde la lógica voraz de la razón se detiene para dejar que sea el cuerpo quien hable y escuche.

La bestia invisible
Dramaturgia: Nayla Pose.
Texto: Emmanuelle Cardon, Florencia Halbide, Germán Leza, Paola Lusardi, Federico Manzioni, Loló Muñoz, Julián Ponce Campos, Nayla Pose, Nahuel Saa, Mariano Saba, Lucía Szlak, Marian Vieyra.
Actúan: Emmanuelle Cardon, Florencia Halbide, Germán Leza, Paola Lusardi, Federico Manzioni, Loló Muñoz, Julián Ponce Campos, Nahuel Saa, Lucía Szlak, Marian Vieyra
Diseño gráfico: Lucía Szlak.
Prensa: Nahuel Saa.
Dirección: Nayla Pose.


El Brío
Álvarez Thomas 1582
Sábados 22h. 

Un muerto (no) camina





Hay quien va al teatro a ver lo que espera. Conciben el teatro como una cosa tan seria que es fúnebre o tan ridícula que es obvia. Hace reír o aburre. Si impresiona, es obsceno. Si es nuevo, pretencioso. Si hace pensar, ideológico. Peor, político. Se espeluzna ante la idea. Busca y encuentra un teatro anclado en la presunción de forma: cómo debe verse lo que el texto dice. De ese modo, el teatro es apenas un lugar donde las frases se ponen en pie. No hay lugar para interrogarse sobre el interés o el aporte que una obra supone. Los factores de necesidad o urgencia (qué hermosa la idea de un teatro urgente) no entran en juego. Esta concepción sigue vigente no sólo entre el público sino, por desgracia, también entre muchos creadores. 

Esa rotunda distancia que separa arte y vida es tan curiosa como preocupante, pero hoy nos inquieta otra cosa, algo que tiene que ver con el arduo camino que transita la peor de las producciones y el modo en que, pese a ello, logran estrenarse tantas obras muertas. ¿Qué certifica ese diagnóstico? Veamos. Una obra nace muerta cuando la dirección se limita a ejercer como puestista: distribuye escenografía y actores en el espacio de modo tal que la visión desde platea sea en todo momento lo más frontal y general posible. En un alarde de valentía genera dos focos de atención: uno donde se habla en voz alta y otro donde los actores están condenados a hacer como que hacen. Están ahí, al fondo o al otro lado de, impostando una acción secundaria tan ridícula como innecesaria que, presuponemos, el director considera añade movimiento a la cosa. Estos ojitos han visto monjas paseando "a lo lejos" en una escenografía pintada que simulaba un claustro. Era el Tenorio, sí, pero se parecía muchísimo al infierno. La obra se presenta como un juego de compensación espacial donde se articula con mayor o menor (des)gracia el despliegue técnico correspondiente – escenografía, iluminación, vestuario, etc. – y, en último lugar, se sitúa a los actores. El elenco sobrevive en medio de ese tinglado reproduciendo el texto tal y como les fue marcado.
¿Qué se puede objetar ante ese desempeño de la dirección teatral? Habrá quien ni siquiera lo juzgue mala praxis porque, en efecto, así como puede leerse un libro como lector, disfrutando tan sólo la trama y los personajes, también puede verse teatro aceptando su apariencia, el envoltorio. Se considera entonces el teatro como un escenario donde actores caracterizados recitan un texto de memoria. 

¿Por qué sobrevive ese teatro del fingimiento? Un teatro donde la actuación ilustra cada frase, donde los actores están condenados no sólo a repetir, sino a subrayar intenciones como si las palabras no alcanzaran para que el público entienda. ¿Será ese el modo en que la dirección considera cumplir las sacrosantas consignas de "apoyar el texto en la acción" o "accionarlo"? Tememos que sí. Con infinito pudor, me dejo recordarnos que el actor no está obligado a abrir los brazos cuando exclama, ni a gritar cuando putea ni a reír si le toca hacer la gracia. El texto YA lo hace. Y el público YA lo entiende. El actor, entonces, puede ocuparse en otra cosa. Cualquier cosa. A veces con pensar  alcanza.

Ese teatro confunde la convención con lo evidente y el pacto ficcional con la mentira. Se pide al público que soporte pésimas decisiones: una escenografía temblorosa, marcaciones que obligan a que los actores tropiecen donde toca, griten porque y para, no escuchen si no conviene y largo y abominable etc. Las actuaciones son caricaturas del estereotipo, tan predecibles como vacías. Nunca veremos aparecer un personaje.

La dirección maneja la puesta como si se tratara de un acto escolar. Presupone en el público la amorosa mirada de los padres que pagan por ver cómo sus hijos crecen y exhiben sus talentos. Por desgracia, el público es humano y obedece a una pauta no escrita de formalidad. Hemos visto aplaudir de pie un clásico donde un micrófono reptó avergonzado por el piso del escenario hasta desaparecer misteriosamente en manos de algún técnico. Hemos escuchado audios de tormentas y coches de caballos, relojes que daban la hora que una actriz decía que era, la misma hora que contemplábamos en el reloj omnipresente de la escena. Hemos soportado el recitado de textos compuestos como un collage teórico que el elenco nunca asimiló. Si se presta atención, cuando un actor o actriz no entiende lo que dice, podemos observar la palabra o la frase sobrevolando la escena como una extraña pompa de jabón que nunca explota.

Esas obras dicen poco sobre el elenco - a menudo atrapado en la necesidad de trabajar atendiendo a esa manía que tienen los actores de alimentarse, pagar un alquiler y demás humanidades- pero sentencia todo sobre el entendimiento de lo escénico que posee el director. Cuando una obra se limita a resolver el texto lo que logra es apenas una reproducción con movimiento. 

¿Qué sería resolver? Traducir literalmente, sin gracia, sin intuición, sin toma de decisiones sobre el material, sin libertad. Sin poesía. Los mejores traductores son también poetas. La dirección de teatro tiene todo que ver con ese oficio. Sin importar la admiración, el respeto o el prejuicio que se le tenga a un texto, hay que aproximarse a él con el objetivo de darle vida. Convertirlo en material escénico implica transformarlo. El desafío pasa por hacerlo crecer, si tal enormidad no se logra, lo mínimo debiera ser hacerlo respirar. ¿Esto es una cuestión subjetiva? No lo creo. Tampoco hay que ser teatrista para entenderlo. Basta sentarse en una platea y ver cuántos se duermen. Alcanza con preguntarle "a los de fuera", los que no van nunca al teatro o lo hacen en contadas ocasiones, por qué no van. Su rotunda verdad: se aburren. Se aburrieron una, dos, tres veces, ¿por qué irían una cuarta? La vida es demasiado corta. No se aburren por su incapacidad para relacionarse con un arte minoritario, no jodamos. Se aburren porque se les ofrece una visita a un mausoleo sin el morbo de una morgue como tienda de regalos. Se aburren porque reciben un burdo intento de educarlos o entretenerlos con recursos de algún tiempo remoto donde ya no queda nadie. Se aburren porque el público es tan o más inteligente que nosotros y a menudo el teatro sólo lo considera carne de taquilla. Se aburren y están en su derecho. Ojo, pese a lo mucho que se aburren, cuando la función termina, aplauden. ¿Qué más queremos?

¿Por qué hay directores que siguen haciendo ese tipo de teatro? Suponemos que se trata de una deformación profesional fruto de su trayectoria y su experiencia como público. Los currículums permiten fácilmente confirmar la primera intuición, por desgracia en ellos no aparecen las últimas obras que vieron. La dirección de teatro se enseña poco y se aprende mucho. Mayormente viendo obra ajena. Se trabaja con las herramientas adquiridas en ese bagaje. Se precisa una fuerte iniciativa y un deseo rotundo de buscar hacia lo desconocido para que una obra genere algo parecido a un interrogante. Hay que aprender a hacerse preguntas y aceptar con humildad y entusiasmo que aquellas para las que no tenemos respuesta, pueden ser las que proporcionen lo que necesitamos. Hay que no saber y elegir que ese sea el camino. La dirección que concibe su obra como una respuesta y acepta sin más lo que el texto dice, la condena. Aunque las salas nos inviten a ver un muerto que camina, sepamos que ese muerto es responsable de muchos de nuestros males, identifiquémoslo, aprendamos de él y evitemos repetirlo. Es todo lo que podemos hacer. No es poco. 

Nadie te había invitado





Pocas veces nos damos el lujo de conocer en profundidad el proceso creativo de una obra. Entendemos que nuestra relación como público se limita a ese cuerpo a cuerpo de la función donde se ofrece un resultado. Y sobre ese resultado opinamos. Una pena, porque es mucho lo que puede ofrecer el análisis de construcción, el desmontaje de una obra. En estos momentos en los que la escena teatral porteña atraviesa una crisis que poco tiene que ver con la capacidad de sus creadores y mucho con la ausencia de una política estatal que favorezca mínimamente su continuidad, no hay estreno que no aporte la posibilidad de encontrar una lección tan singular como generosa de cómo seguir defendiendo lo que sabemos imprescindible. Sería bueno poder, no sólo ver más obras, sino dialogar con sus artífices. En el intercambio de anécdotas sobre cómo se logra lo imposible encontraríamos quizá la posibilidad de descubrir otros modos de seguir caminando juntos. 

Nadie te había invitado, nueva obra de Pablo Bellocchio junto al Colectivo Lascia, ejemplifica todo eso. Se estrena después de más de un año de ensayo y, lejos de sucumbir a la miseria coyuntural, apuesta por una producción con seis actores donde se aprecia la valorización de cada elemento. La escenografía, diseñada por Pablo Calmet y realizada por Mariano Sivak, es tan efectiva como sintética y detallista. El uso de la iluminación favorece ese criterio y abre un afuera escénico donde los personajes enfrentan situaciones que los muestran en una tesitura muy distinta a la elegida como núcleo de la trama, un reencuentro entre viejos amigos que nunca termina de ser lo que parece. El elenco mantiene con solidez una propuesta coral donde se los desafía a habitar colores muy distintos.

El texto, premiado como mejor dramaturgia por Teatros del Mundo el año pasado, presenta a unos personajes atravesados por la desesperación ante la falta de recursos económicos. Sus problemáticas dispares recorren un espectro que va desde lo patético a la más urgente de las necesidades. Cada tanto un toque de cinismo permite que el público pueda reír ante lo mucho, lo demasiado que reconoce en ellos. Esta producción del Colectivo Lascia se abre como una ventana a nuestros días. Podríamos decir que es una ficción construida con las ruinas macristas y habilitar la reflexión sobre el modo en que la realidad impregna cuanto somos y hacemos. Pero la propuesta va más allá. Bellocchio actualiza el pasado inmediato del país recordándonos la consigna insoslayable de estos tiempos: “todo es política”. Si hacer teatro es una forma de resistencia, hacerlo desde un colectivo de trabajo y alumbrar una obra que apunta a lo peor del presente mientras recuerda, y sin duda advierte, sobre el penoso derrotero de los acontecimientos conocidos, es sin duda una hazaña. Nadie te había invitado llega casi como un ruego del que nos sabemos parte: no dejemos que la historia se repita. Su absoluta vigencia inquieta porque, una vez más, parece ser demasiado tarde. Ojalá nos equivoquemos. 




Nadie te había invitado

Dramaturgia: Pablo Bellocchio.
Actúan: Rodrigo Bianco, Fernando Del Gener, Jimena López, Malena López, Nicolás Salischiker, Mariví Yanno. 
Vestuario: Gina Michienzi. 
Escenografía y diseño de luces: Pablo Calmet. 
Realización escenográfica: Mariano Sivak.
Fotografía: Nacho Lunadei. 
Diseño gráfico: Rodrigo Bianco. 
Asistencia de dirección: Ángeles Fernández.
Producción: Lascia Colectivo De Trabajo, Pablo Bellocchio, MarivíYanno.
Dirección: Pablo Bellocchio.


Sábados 21h 
El Método Kairós
El Salvador 4530