Obras en conexión: Viejo, solo y puto y Pudor en animales de invierno.

por Macarena Trigo*



Obras que te emocionan porque cuentan algo que quizá sabías pero nunca acertaste a poner en palabras, obras que te recuerdan algo que creías olvidado, que te dejan pensando y, quizá, porqué no, te dan ganas de actuar, de escribir, de contar algo más, algo tuyo, obras que te salvan de un mal día y te obligan a reconocer que pase lo que pase, sigue mereciendo la pena el infierno elegido como propio. Obras que asumen riesgos en sus decisiones y nos educan como público porque no sólo nos domestican en el entretenimiento, sino que nos desafían, nos exigen una participación activa en la construcción del relato o los personajes.

Obras así no abundan. Lo sabemos. Por eso, acá, donde tratamos de sistematizar primeras impresiones y tomar nota de esos comentarios que tantas veces se pierden en acaloradas conversaciones tras función, nos damos el lujo de recordar y señalar algunos de los aspectos más significativos de determinadas obras con las que aprendimos algo.

Pudor en animales de invierno, de Santiago Loza, con dirección de Lisandro Rodríguez y Viejo, solo y puto, de Sergio Boris, no pueden ser más diferentes entre sí, sin embargo, encontramos entre ellas una serie de relaciones temáticas y un interés que no pasa desapercibido sobre sus inquietudes hacia la platea: qué quieren que veamos, cómo y desde dónde. Tanto argumental como física, espacialmente.

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Cuestiones de fondo

Podemos empezar mencionando el hecho de que las dos obras eligen la noche en la ciudad como cronotopo para sus historias y personajes. Son sólo dos muestras del macrocosmos de relatos que alberga toda noche en una gran urbe.

La noche se abre como un raro paréntesis donde el tiempo se dilata y enrarece. Es el momento donde la soledad no puede disfrazarse y los personajes se aferran a ella defendiéndose de un mundo del que aún no se sienten parte (el hijo de Pudor…), o tratan de ignorarla en su búsqueda desesperada de algún otro que los entienda en todas sus miserias y los acompañe. Así, los protagonistas de Viejo, solo y puto, que no pueden estar más solos en esa atrincherada trastienda de farmacia donde se encuentran.

En ambas obras la nocturnidad es importante porque ofrece a los personajes un tiempo donde parece que todo fuera posible y, por otro lado, tiñe de irrealidad mucho de lo que sucede.

Sin embargo, en el uso del tiempo se da una gran diferencia ya que, lo que en Viejo, solo y puto es el desarrollo de la acción en tiempo real – compartimos con ellos una hora de intensa convivencia que se intuye como algo repetido, algo que ya pasó otras veces, con sutiles modificaciones de melodía pero una letra parecida – , en el universo de Pudor en animales de invierno, será una compleja construcción dramatúrgica que avanza y retrocede en el relato, y que nos desvelará de a poco un mecanismo donde se recrea un recuerdo. El desafío en Pudor… pasa por llevar al escenario una exploración de la melancolía, algo que late ya en la poesía de un texto que, cada tanto, se aleja del decir más cotidiano, generando un extrañamiento que la puesta y la dirección supieron reconducir hacia cierta cadencia onírica que sostenía el irrealismo de su propuesta hasta sus últimas consecuencias.

Un interés común que desarrollan es la elección de laburar en los entresijos de una incómoda y profunda intimidad, si bien sus ámbitos son muy diferentes.

En Pudor…, es la intimidad trunca entre padre e hijo. Ese vínculo que debiera ser salvador se enrarece con el tiempo y la distancia. El hijo crece y ambos son extraños.

PADRE: Me dije, estoy en la casa de mi hijo, en la ciudad, en la noche, y fue como si algo adentro volviera a estar cerca.
HIJO: ¿Cerca de dónde?
PADRE: No sé de dónde pero cerca.

El padre visita al hijo y ninguno está cómodo en esa convivencia donde las reglas cotidianas se cuestionan. Quizá porque entre ellos falta el nexo de unión: la madre. Una madre de la que se habla con cariño y distancia. Una madre que es la suma de rarezas asimiladas hace tiempo. Pequeñas manías convertidas en costumbres que ordenan un mundo. Sin la madre presente, en la casa del hijo, el padre quiere tomarse pequeñas libertades para las que pide permiso: no lavarse los dientes, no ducharse, no usar pijama.

El padre pidiendo permiso al hijo para "portarse mal". El hijo, incómodo ante ese rol invertido. Incómodo en su papel de anfitrión. Excusándose porque no hay vasos, no hay alcohol. La visita de un otro saca a la luz pequeños inconvenientes cotidianos: las cañerías hacen ruido, la ducha es mejor no usarla de noche, los vecinos se quejan por el volumen de la tele... En la ciudad se vive solo, sí, pero no se está solo. Siempre estamos rozando ese límite frágil donde podemos molestar a alguien.

El miedo a los otros, las limitaciones a las que nos acomodamos para sobrevivir, todo lo que aprendemos a obviar en una casa de alquiler que apenas nos contiene, que nunca será un hogar.

Esos pequeños detalles son universales y generan una rápida empatía con los personajes en ese plano donde la obra coquetea con el realismo.

En Viejo... la intimidad es otra. Es física. Violenta. Impúdica. El pudor está en el ojo del espectador. Los personajes son pura herida abierta, exhiben su dolor y sus miserias. No es casual que el momento elegido para arrancar la acción sea el de una cura. Uno de los personajes, Yulia, recibió una paliza, hay que atenderlo y maquillarlo, “recomponerlo” literalmente. El espacio en el que se nos presentan es la trastienda de una farmacia. Estantes llenos de fármacos para el alivio del dolor más inmediato, sí, pero también para ayudarlos a huir de ellos mismos, a evadirse, a convertirse en otros.

Yulia y Sandra son travestis. Para ellos el uso de hormonas que los acerquen a lo que desean ser es una práctica cotidiana. Intuimos que esa necesidad los unió hace tiempo a los otros personajes tan aparentemente distintos. Apariencia nomás. Esos tipos tan "normales", que proyectan una masculinidad obvia y un tanto tosca, se irán revelando como seres tan solitarios, atemorizados y llenos de conflictos como ellos.

Los dueños de la farmacia, Daniel y Evaristo, son hermanos. Ese vínculo otorga ciertas licencias que serían impensables en otra relación y nos deja intuir una vida de conflictos entre ellos. Son muy distintos y a duras penas sobrellevan sus diferencias para evitar un enfrentamiento constante. Evaristo es amante de Yulia, otra relación importante que justifica la densidad de lo que presenciamos. Daniel parece ser el responsable, celebran esa noche el fin de sus estudios. Se recibió en farmacia, tarde y con mucho esfuerzo, pero logró algo que el hermano mayor nunca terminó. Sin embargo, esa celebración coincide con el tránsito de su separación reciente y se le intuye al borde del abismo. Frágil, confuso, carente de autoridad, no sabe lo que desea o teme concederse la satisfacción de un deseo oculto que no puede ser más obvio para el resto: su atracción por Sandra, el otro joven travesti, amigo de de Yulia, que supone para él una tentación desconcertante.

Sandra no es sólo amiga de Yulia, comparten la prostitución como rubro y esa subsistencia marginal las hermanó hace tiempo en una dependencia afectiva tan confusa como desmedida donde se intuyen maltratos mutuos pero también entendimientos que los otros no comprenderán nunca.

A este impactante cuarteto se suma la figura de Claudio, un patético visitador médico, amante de Sandra, que se sirve de esa relación para colocar algunos de sus productos y que no duda en aprovecharse de la debilidad de Daniel para sus confusos manejos. Claudio tiene una deuda económica importante de la que Sandra es en parte responsable y en torno a ese conflicto interno giran muchas de las tensiones de la noche.

Alcanza con esta breve introducción para hacerse cargo de que los elementos elegidos no pueden ser más íntimos y relevantes: vínculos de sangre, relaciones amorosas, dependencias sexuales y económicas, fracasos vitales, soledad, incomprensión y abandono. Una carga poderosa de circunstancias dadas que la dirección elige no desarrollar argumentalmente a favor de una exposición de momentos tan anecdóticos como relevadores para mostrarnos apenas un momento en las vidas de esos personajes. Una noche que quizá se parezca a otras muchas pero que, al tenernos a nosotros como testigos, también será única y, para muchos, inolvidable.

Cuestiones de forma

Señalábamos al principio como las dos obras prestan una atención espacial al punto de vista del público. Por un lado, la riesgosa generosidad con la que confían en eso que la teoría literaria identifica como el “lector avisado”, y que acá sería un público ideal que no sólo dosifique su necesidad de “cerrar” la historia que le cuentan, sino que se deje conquistar por esos personajes que le proponen algo diferente.

En el caso de Pudor… una construcción dramatúrgica que ofrece la sorpresa de lo simbólico como cotidiano introduciendo un tercer personaje, la mujer desnuda que vive en la heladera, que aparece como un regalo inesperado dándole a la obra una carga poética que nos obligará a cuestionarnos todo lo que suceda desde entonces como un sueño, una abstracción, una metáfora… Y ¿una metáfora de qué?, habría que preguntarse.

Viejo… abre con una escena confusa donde vamos descubriendo el espacio y a los personajes desde la sugerencia. Frases murmuradas que no se entienden del todo, miradas llenas de complicidad, una acción comenzada donde se palpa la incomodidad, idas y venidas en ese laberinto de estantes que rápidamente nos ubica en una trastienda de farmacia.

Ese comienzo es una brillante síntesis de lo que será la obra. La dirección elige la sugerencia y persigue una creación de clímax que van renovándose constantemente logrando que los personajes los transiten como una partitura física y emocional sobre la que avanzan hasta alcanzar un límite expresivo.

La importancia no está puesta en qué se cuenta, sino en cómo los personajes viven lo que les sucede ahí. Asistimos a una suma agotadora de alianzas que mantienen un equilibrio frágil que podría quebrarse en cualquier momento.

No hay un gran relato y poco y nada se nos dice sobre la vida de los personajes más allá de esa noche, sin embargo, los sutiles detalles con los que los actores los construyeron y el modo de accionar de cada uno, tan diferente entre sí, y tan rotundo como lleno de profundidad, logra que el público se integre en esa dolorosa confusión existencial empatizando con ese vacío al que todos en algún momento nos asomamos.

En Viejo… hay un alto nivel de exposición física que Yuli y Sandra evidencian desde su necesidad de transformarse. Los cuerpos se muestran maltrechos, agotados, heridos, hambrientos, viciosos, provocadores. Pero también vacíos, necesitados de amor y esquivos. No sólo entre ellos, también en relación a la platea.

La puesta nos obliga una y otra vez a elegir a quién mirar generando primeros planos de atención pero también importantes complicidades paralelas, gestos mínimos que transforman la escena logrando que la acción avance hasta generar un caos que se intuye como infierno repetido.

Pudor... presenta a los personajes desde las sutilezas de un texto donde los personajes dialogan sobre su pasado, sobre los recuerdos compartidos de una vida en común que les trajo hasta esa noche en la que se encuentran.
Frente a esa construcción de su mundo desde la palabra, se impone el contraste inesperado de la desnudez del personaje femenino que vive en la heladera de la casa. El público debe cuestionarse sobre esa mujer desnuda que incomoda de pronto la lógica de su relato. ¿Es real? ¿Es una fantasía del hijo? ¿Es la musa del futuro escritor que quiere ser? ¿Encarna el deseo sexual? Pero, ¿el deseo de quién? ¿Del hombre en general?

Los personajes parecen burlarse desde el texto de esas posibles preguntas.

PADRE: Hoy cuando llegué. Vos estabas en el baño, yo abrí la heladera para sacar agua y había una mujer toda desnuda.
HIJO: Ya la he visto.
PADRE: ¿Y qué hace en la heladera?
HIJO: No sé…
PADRE: Puede que necesite abrigo. Sería mejor que venga a la cama.
HIJO: Al contrario, el frío le da un poco de alivio.
PADRE: Nunca lo pensé.
HIJO: ¿Qué cosa?
PADRE: Que iba a encontrar a mi hijo con una mujer en la heladera.
HIJO: Apenas la conozco.
PADRE: Parece amable.
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HIJO: Preguntó por vos, le llama la atención. Estas cosas suelen llamar la atención.
MUJER: ¿Qué cosa?
HIJO: Tu cuerpo, me refiero a que estés desnuda en la heladera, es algo llamativo.
MUJER: ¿Acaso no ha visto una mujer desnuda?
HIJO: Me preguntó sobre el desnudo…
MUJER: ¿Y qué le respondiste?
HIJO: Vaguedades...
MUJER: No hay mucho para responder.
HIJO: Claro, no hay mucho.
MUJER: Se ruborizó, cerró la puerta, al rato la volvió a abrir, como para confirmar que no fuera una visión.
HIJO: No parecía asustado.
MUJER: Asustado no, excitado tal vez.
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PADRE: ¿Te ofende que te pregunte algo?
HIJO: No, por supuesto que no.
PADRE: Te iba a preguntar si no tenés deseos.
HIJO: ¿De qué?
PADRE: Cada vez que se abre la heladera. Deseos de la mujer.
HIJO: No se me había ocurrido. ¿A qué viene la pregunta?
PADRE: Por preguntar nada más.

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Padre e hijo convertirán a esa mujer desnuda en tema de conversación y de disputa. El padre reflexiona sobre la desnudez aparentemente inofensiva de la mujer: “Como quien ni se da cuenta que no tiene ropa. Como quien dice, sin maldad, desnuda porque sí. Desnuda por desnudarse, no por otra cosa, no queriendo decir algo con el cuerpo desnudo: desnuda simplemente”.

Cada persona encontrará un modo distinto de justificar y entender esa mujer desnuda. ¿Una extravagancia del dramaturgo? Sí. Pero también, por qué no, un plano del inconsciente que se hace carne. Ese lado femenino con el que se dice que los hombres conviven y pelean, o quizá cierta pureza sacrificada demasiado pronto en la infancia.

La mujer desnuda será el nexo entre padre e hijo. A través de ella hablan del otro. Y ella es la única que los ve a ambos. Juntos y separados. Ella puede entender dónde comienza uno y termina el otro. Porque ellos, padre e hijo, lo olvidan, se molestan, se duelen en esa separación natural propia de la vida, pero no por ello menos dolorosa.

Es destacable el laburo de dirección para otorgarle organicidad a esa desnudez que también, aunque parcialmente, se dará en el caso del padre y el hijo. El hecho físico se convierte en un tema simbólico facilitando que el público incorpore la desnudez hasta olvidarla o asumirla quizá como metáfora de la imposibilidad para relacionarse de un modo verdadero y profundo con nadie.

Hasta acá vemos como las dos obras valoran y mucho, la participación del público en la construcción de sus propuestas argumentales y estéticas, desafiándoles a que sean no sólo testigos de un hecho teatral si no motores del mismo. Queremos detenernos brevemente en la escenografía de ambas obras para señalar algunos elementos de la puesta en escena que acentúan esa idea.

En Viejo… los estantes de la trastienda llenos de medicamentos construyen una suerte de laberinto donde los personajes se esconden, se buscan desde las miradas, se encuentran e incomodan físicamente. Como ya señalamos, la simultaneidad de las acciones obliga a elegir dónde y qué mirar en muchas ocasiones.

A este planteo hay que sumar la presencia de dos espacios: una mampara que delimita lo que sería el espacio de atención a los clientes en la farmacia, lugar de entrada y conexión con un mundo ajeno a lo que ahí sucede; y un baño dispuesto en medio de la escena, separado por una cortina, donde cuelga un espejo atravesado que genera en sí un nuevo espacio dramático.

La posición del espejo interviene en la percepción del público. Lo que en él sucede no está al alcance de todos. En función de qué lugar se ocupe en la platea, la visión será más o menos privilegiada. Eso hace que el espectador se vea obligado a imaginar lo que sucede ahí – del mismo modo en que debe deducir en la primera escena lo que ocurre dentro del baño con Yulia - o que disfrute de un alto grado de intimidad con los personajes que se enfrentan a sí mismos en ese espejo. Es destacable el momento en el que Sandra, tras un pico de discusión, se observa a sí misma en el espejo durante unos segundos tratando de tranquilizarse.

Un espejo siempre es un espacio extraordinario. Provoca un extrañamiento, una perspectiva falsa, habilita un doble, un reflejo modificado donde nada es lo que parece. Hay algo muy poderoso en la soledad de la mirada de Sandra que sólo algunos compartirán desde la platea. ¿Qué es lo que está viendo? ¿Qué reconoce en su reflejo? ¿Qué querría ver?

Es por hallazgos tan sutiles como ese que algunas obras piden ser vistas varias veces.
La escenografía de Pudor... se dispone como una casa en dos alturas. Distintos ambientes: el dormitorio, un baño, la cocina y la heladera. Sí, la heladera forma parte de la cocina pero resultará ser un ambiente más, de hecho, será una casa dentro de la casa, un escondite a la vista de todos para esa mujer desnuda que vive en ella.

Son muchos los momentos de la puesta donde el público puede elegir los movimientos de qué personaje seguir y a dónde mirar, con el aliciente de que lo contempla son gestos rutinarios, observamos la cotidianeidad del estar solo en una pieza, mientras en la otra, a pocos metros, se encuentra alguien que nos importa, que nos quiere, alguien que habla sobre nosotros con otra persona. Así, de ese modo tan sencillo, se articula la idea de la infinita distancia que nos separa.

Un hallazgo muy interesante en el uso del espacio escénico se produce en el momento en el que el hijo rompe la famosa cuarta pared para dirigirse al público. El lenguaje empleado en ese momento reitera la poesía presente en el texto, pero no nos aleja, ya que la profunda intimidad de lo que el hijo comparte con el público nos lastima. Se quiebra así, mediante una confesión, la comodidad impune del público que venía disfrutando de una historia. Se apela a los espectadores como cómplices de un recuerdo, se les explica la diferencia, el antes y el después de esa noche, la importancia vital que tuvo esa visita.

HIJO: Esta fue la última vez que vino. La primera y última visita que me hizo. Y mañana, antes de irse, volveremos al Zoológico. (…) No habrá gente paseando. Los animales escondidos en sus cuevas y nosotros dos, caminando en silencio bajo los chispazos de agua. Del resto, años más tarde, no recordaré nada. (…) Yo era muy joven, todavía tenía este cuerpo. Mucho tiempo después rescataré este momento del fondo oceánico. (…)

En ese momento la escenografía, la casa, es la memoria del hijo y toda la obra apenas un recuerdo compartido.

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Son muchas y muy distintas las posibles opciones de análisis que una obra de teatro nos ofrece. Este no pretende ser un estudio exhaustivo sobre ninguna de ellas, sino más bien, una suma de reflexiones que esperamos sirva como aliciente para acercarse al trabajo de cualquiera de estos creadores.

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* MACARENA TRIGO es actriz y directora de teatro. Licenciada en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, Historia del Arte y Comunicación Audiovisual. Obras en cartel: La omisión de la familia Coleman (actriz y asistente de dirección), Ella también la está pasando mal (texto, actriz y directora) y Pie para el beso (texto y directora).

PUDOR EN ANIMALES DE INVIERNO, de Santiago Loza. Dir. Lisandro Rodríguez.
(No está en cartel actualmente).
Actúan: Ricardo Féliz, Valeria Roldán, Martín Shanly./ Músico: Lisandro Rodríguez. / Escenografía y vestuario: Mariana Tirante. / Luces: Matías Sendón. / Fotografía: Nora Lezano. / Entrenamiento corporal: Leticia Mazur. / Asistencia de dirección: Sofía Salvaggio. / Prensa y producción: María Sureda.
Otras obras de Santiago Loza en cartel: He nacido para verte sonreir, La muejer puerca, Mabel, Nada del amor me produce envidia y Todo verde.
VIEJO, SOLO Y PUTO, de Sergio Boris. ESPACIO CALLEJÓN. Sábados 22h.
Actúan: Patricio Aramburu, Marcelo Ferrari, Darío Guersenzvaig, Federico Liss, David Rubinstein. / Vestuario y escenografía: Gabriela A. Fernández./ Iluminación: Matías Sendón. / Diseño sonoro: Fernando Tur. / Gráfica y fotografía: Brenda Bianco. / Asistencia artística: Adrián Silver. / Asesoramiento de maquillaje: Gabry Romero. / Asistencia de escenografía y vestuario: Estefanía Bonessa. / Asistencia de dirección: Jorge Eiro. / Prensa: Daniel Franco, Paula Sminkin. / Producción: Jorge Eiro, David Rubinstein.