El último poema de Rilke

 "Leonid le escribió una carta (“¡Celebrado poeta, está usted vivo! ¿Me recuerda?”), a la que Rilke contestó que no sólo se acordaba, sino que recientemente había leído en una revista unos poemas singularmente interesantes, traducidos del ruso, de un joven valor llamado Boris Pasternak. Todo lo que Rilke amaba de Rusia estaba en esos versos y le daba especial emoción que quien los hubiera escrito fuera aquel muchachito de nueve años que en 1899 los había acompañado a Yasnaia Poliana, a ver al conde Tolstoi.
Leonid le mandó la carta de Rilke a su hijo a la URSS. Boris recibió y leyó esa carta el mismo día en que llegó a sus manos una copia de “El Poema del Fin”, escrito en el exilio por una poeta de su edad llamada Martina Tsvietáieva, que se lo mandaba a través de gente de su confianza. Pasternak idolatraba a Rilke, se regía poéticamente por él. Y venía sintiendo una empatía cada vez mayor hacia aquella mujer que en Rusia le era indiferente, pero de la que se había ido enamorando por los poemas que le mandaba desde Francia, y que en aquel poema en particular llegaba hasta donde él no había sido capaz de llegar. Pasó la noche en vela, electrificado, y al amanecer saltó de la cama y se puso a escribir dos cartas que dudo que otro poeta en el mundo hubiera sido capaz de escribir. Aunque la información llegara tarde y muchas veces deformada en el camino, los que estaban en Rusia mal que mal sabían qué hacían y cómo la estaban pasando aquellos que se habían ido. Pasternak sabía que Tsvietáieva estaba más sola que nadie en el destierro. Los emigrados la detestaban y en la URSS no la leían por emigrada. Pasternak moría por los libros que Rilke ofrecía mandarle, pero sabía que Tsvietáieva los necesitaba más. De manera que le pidió a Rilke que los mandara a Francia, a la poeta Marina Tsvietáieva, que merecía más que ninguna otra persona en el mundo estar en diálogo con él (“Yo sólo querría que ella pueda vivir algo semejante a la alegría que, gracias a usted, se ha adueñado de mí. Permítame considerar el envío de esos libros como su respuesta a mi carta”). Rilke cumplió con el pedido. Los libros eran los Sonetos a Orfeo y las Elegías de Duino, imagínense. Tsvietáieva creyó desfallecer, se entregó a una correspondencia febril con Rilke, de la que nada dijo a Pasternak, aunque él le escribía desde Moscú: “Quiere que lo visitemos en Suiza. Nos espera, ¿comprendes? Debemos estar juntos. El lo dice”.