"No los unían los proyectos ni la costumbre. Los unía el volar sabiendo que el otro volaba al lado. Los unía ese voltear la cabeza en el mismo instante como para decirse: ¿Ves?, estamos volando".
Los Pterodáctilos, José Sbarra
Comencé a tomar clases de teatro a
los ocho años. Primero fueron una actividad extraescolar y pronto se
convirtieron en el acontecimiento más feliz de mis semanas. Durante mi
adolescencia fueron el lugar donde crecer a salvo y después me acompañaron como
salvoconducto de mi formación académica. Siempre fueron un espacio propio, un
territorio inabarcable donde iba a enfrentarme conmigo misma, a no saber y,
sobre todo, a olvidarme del miedo. En las clases de teatro aprendí a jugar, a
compartir, a respetar, a acariciar, a dejarme abrazar, a dar y recibir. Aprendí
a escuchar, a tocar y ser tocada. Aprendí a reconocer mi cuerpo en el espacio,
el que tenía, el que era en cada momento. Un cuerpo con el que fuera de una
clase de teatro era imposible sentirse cómoda. Solo ahí, en las clases, el
cuerpo adquiría una dimensión transitable, posible, amiga. El cuerpo dejaba de
ser una incomodidad, una forma defectuosa, para transformarse en herramienta
disponible y en naturaleza al alcance de otros. En las clases de teatro aprendí
a sudar, a romperme, a llorar, a desnudarme y vestirme, a saltar y caer sin
lastimarme. Fui buena base en la acrobacia, entrené esgrima y descubrí las
calidades del movimiento y la potencialidad de las energías. Desarrollé mi
umbral de resistencia, de cansancio físico y mental, de aburrimiento. Cuando
eso sucedía algo se transformaba, algo profundo, interno, insignificante. Algo
que nunca apreciaba en el momento, solo después, mucho después, percibía ese
quiebre, una transformación, un avance, una ruptura. Resulta difícil explicar
el inmenso valor de una clase de teatro para quien nunca estuvo en una como
alumno u observador. Sí, también puede tomarse una clase de teatro como
observador. Lo hice muchas veces y me consta que también desde ese lugar privilegiado se
aprende lo inefable y se entrenan muchos aspectos mientras
se acompaña y estudia el proceso de búsqueda de otro. La intuición, por
ejemplo. O la capacidad para ver no solo lo que falta, sino lo mucho que ya es,
lo que fluye, hasta dónde, cómo y cuánto se corta. Se aprende del silencio, de
la duda, de lo fragmentado. Se entrena el rastreo del gesto mínimo, la captura
de lo insignificante, el valor de la mirada, del impulso. Se reconoce, una y otra vez, la fuerza indómita del deseo.
En una clase de
teatro trabaja tanto quien acciona, quien pasa al frente, quien muestra, como
quien observa y toma nota. Se comparten las devoluciones y se desea que el otro,
el compañero, pueda, siga, quiera, desee tanto como uno mismo.
En la clase de teatro es tan
importante cuanto sucede como lo que no llega a suceder. Un buen docente
teatral trabaja, se preocupa, cuida mucho la constitución de cada grupo. No hay
dos grupos iguales. Cada uno implica un desafío, una renovación de las formas
aprendidas, un relevo constante. Si el grupo no logra funcionar como tal, si no
desarrolla una identidad fortalecida en cada encuentro, si no se afianza entre
los asistentes un deseo de profundidad y superación que trascienda el
encuentro más allá del horario pautado en la semana, la clase
fracasará. Una clase de teatro implica. Demanda. Alienta la voluntad del sujeto
en función del grupo. No se falta a la clase porque nuestra ausencia afecta a
todos. Una clase de teatro constituye un acontecimiento. Ético y estético. Se
establecen códigos, valores de responsabilidad y amor. Amor por el trabajo, por
la práctica, por la continuidad del crecimiento propio y ajeno. Una clase de teatro
es, siempre, una celebración. Se celebra la incertidumbre, la pasión, “la fe
arraigada que poseen el niño y el poeta”, dijo Lorca.
La clase de teatro es un ámbito
de búsqueda, crecimiento y encuentro. En primera instancia nos encontramos con
esa mínima y nueva comunidad que es el grupo de trabajo. Un grupo de trabajo
del que muchas, muchísimas veces, surgen propuestas, alianzas creativas que
trascienden el ámbito de la clase. Se forjan equipos, elencos, compañías,
colectivos. También parejas, sí. Familias. Pero la clase también es un
reencuentro con nuestra intimidad, con lo mejor y lo peor de cada uno. Somos seres
en constante mudanza que eligen el teatro no solo como disciplina artística,
sino como ámbito en el que muchas otras nociones del ser se desarrollan: la
confianza, la expresividad, el discurso, la palabra, la escucha, la
sensibilidad, la empatía. Me atrevo a afirmar que el entusiasmo y la capacidad
para soñar también se ejercitan y fortalecen en una clase de teatro.
Las clases online son una medida
paliativa en este tiempo de insólita emergencia donde la subsistencia demanda
reinventarse, pero no son una respuesta ni un camino deseado. La comunicación
virtual no salva la distancia entre dos cuerpos, mucho menos entre varios. Las
dinámicas adaptadas a las condiciones del confinamiento reducen la
potencialidad de toda propuesta. Cualquier docente sabe que un ejercicio en
muchas ocasiones no es más que una excusa, un comienzo posible que el grupo a
lo largo de la clase transforma en algo propio, inesperado, algo que supera
toda expectativa y que solo es posible cuando todos juntos enfrentan una y otra
vez cierta imposibilidad, cuando la consigna se rompe por un accidente, cuando
el valor de uno es alentado o compartido por el resto…
Las clases online nos privan de
la potencialidad de la fuerza física. Obligan a dialogar bajo el formato
limitado y pausado que determina el punto de vista de un dispositivo
tecnológico que, por supuesto, es limitado como soporte. Damos clases desde
nuestras agotadas computadoras, desde celulares, con el wifi que nos
desampara, confiando en plataformas que nos sintentizan en la pantalla, nos
silencian y desmaterializan. Qué sensibilidad podemos desarrollar atentos a las
dificultades técnicas, qué puede intuirse sobre un silencio impuesto por micrófonos muteados, cómo compartir una respiración o anticipar un movimiento. De
ninguna manera. Es imposible. Y está bien que así sea.
Las clases de teatro, los
ensayos, las funciones, no son ni serán virtuales. La tecnología habilita
apenas la posibilidad de constatar nuestra necesidad, nuestro empeño. Subraya
la desesperación en la que estamos: nuestra subsistencia depende ahora
exclusivamente de ese canal. Buscamos la mejor de las formas para que nuestras
ideas, nuestra intención, nuestro entendimiento del trabajo, se transformen en
la adaptación virtual como para llegar a quienes necesitan el teatro porque
confían en lo que solo ahí aparece. Como docentes nos sabemos acompañados por alumnos
que padecen, enfrentan y sortean todas las dificultades de este penoso desvarío
en el que se han convertido nuestros días, sin embargo, también son muchos, docentes y alumnos, quienes no disponen de los recursos tecnológicos imprescindibles
para intentarlo, y tantos más quienes conciben que este no es su
camino ni su forma y esperan. Esperan lo que todavía no sabemos. Ese después que
sigue costando imaginar pero para el que ya trabajamos.
Para lograr que ese después
suceda cuando antes, el PIT (Profesores Independientes de Teatro) en CABA,
trabaja hace meses en la elaboración de un protocolo que permita el retorno a
las clases presenciales de teatro prestando atención a las medidas que
las autoridades sanitarias consideran oportunas. El borrador del protocolo
comenzó a circular extraoficialmente entre profesionales de otras provincias y
también fue compartido con instituciones de otros países como Bolivia, España,
México o Uruguay.
El protocolo instrumenta una
serie de medidas que atañen al cuidado de la salud colectiva: las dimensiones
del espacio donde se impartirán las clases, la duración de las mismas, la
higienización de los alumnos, el uso de barbijos transparentes, la desinfección de
salas después de cada actividad, entre otras. El PIT ya inició conversaciones con
las autoridades culturales de CABA y Nación para que el protocolo sea estudiado
como herramienta que facilite el retorno de las clases presenciales, algo que podría
suceder de manera escalonada, atendiendo a varias fases de práctica y
adaptación para espacios, docentes y alumnos.
Las clases online fueron una
solución de emergencia para la inmensa mayoría del sistema educativo, no
obstante, conviene atender a las características específicas de cada disciplina
y valorar la enorme pérdida que supone la virtualidad para todas aquellas
actividades donde el cuerpo es irrenunciable: el teatro, la danza, la música,
el canto… La sobreadaptación a la violencia de este extraordinario contexto no
debe asimilarse con normalidad.
Con la responsabilidad colectiva
que caracteriza a la actividad escénica, debemos confiar en los profesionales
que la imparten como los primeros interesados en encontrar modos de
convivencia, prácticas habilitadoras, que posibiliten el encuentro que da
sentido a su gran tarea. Es poco lo que sabemos pero mucho lo que se intuye
sobre las penosas consecuencias del confinamiento para nuestros cuerpos y
psiques. El teatro será una de las mejores repuestas que podamos ofrecer como
sociedad para sanar todo eso que aún carece de nombre, pero ya duele.
Macarena Trigo