“Dios es la didascalia de la existencia”.
Mauricio Kartun.
Después de años leyendo lo que se supone que hay que leer, tomando clases de esto y aquello, convirtiéndome en actriz, dirigiendo mis textos, embarcándome en interminables discusiones, devoluciones tras ensayos, reuniones de cooperativa, viendo películas, documentales, series y obras, analizándolas para escribir sobre ellas porque sí o porque toca; después de años idealizando la profesión mientras se encaran sus realidades, admirando el talento ajeno, muriéndome de miedo, de envidia o de vergüenza, tratando de “no tener nada más que ver con TODO esto”, abandonando para volver más convencida de no sé qué, incapaz de congraciarme con la práctica social del gremio y no pudiendo digerir los delirios y excesos del rubro... Después de tanto y nada, sigo sin una explicación certera o medianamente aceptable con la que responder a cuestiones básicas: qué es el teatro, para qué sirve, qué hace.
En
el intento de responder esas preguntas se comienza apelando a la historia, la teoría y la argumentación de los grandes maestros, pero se termina
cayendo en una explicación personalísima, subjetiva y confusa de la experiencia de cada quien
como si en la suma de esas anécdotas hubiera una verdad irrefutable que
logre traducirnos. Es difícil, muy difícil, tratar de
explicar(se) el funcionamiento de una vocación que puede ser (o no ser) tu profesión paga, pero que define e
incluye gran parte de lo que te interesa, es más, en ocasiones, llega a ser lo
único que te arranca del ensimismamiento sobre la inercia cotidiana recordándote
que la vida es otra cosa. Cuando esos
resortes se activan combinados estamos apelando a lo que Kartun reconoce como
la “dimensión metafísica” de la acción, que es, ni más ni menos, que la
asunción del teatro como una celebración de la existencia, del movimiento vital
e imparable que la define.
Esa
metafísica del teatro que nos ampara desde los albores de la humanidad, nos
lleva a considerar todo lo que implica como un poderoso acto de fe. Fe sin la
que sus creadores nunca podrían dar el primer paso y fe sobre la que se
articula el famoso pacto ficcional con el público, ese raro fenómeno que logra
que sigamos acudiendo a la cueva singular que es una sala de teatro.
Hay
que creer. O reventar. Creer que los recursos del teatro son ilimitados
y que a través de él podemos abordar cualquier aspecto del ser. Para ello es
necesario enfrentar con humildad sus desafíos y considerar que cada vez que
aparece ese lugar común que asegura que “esto no sirve” o “esto no puedo
hacerlo en escena”, nos enfrentamos a nuestra propia incapacidad para habitar
el escenario, ese campo fértil y minado, donde todo vuela por los aires al menor descuido.
La
fe en el teatro quizá sea la razón primera de su supervivencia. Nos gusta
pensar que ya entendió que no puede ni debe competir con la industria del
entretenimiento. Concebir el teatro como pasatiempo implica ignorar uno de sus
grandes logros: instaurar una conversación con otro, con cada uno de los otros
que constituyen el público, y lograr que esa persona experimente una
modificación íntima en el transcurso de la obra, es decir, que su contacto con
el universo planteado resulte tan fluido y satisfactorio que lo trascienda. Si
esa trascendencia se manifiesta en una discusión durante la cena posterior [1], o si la obra vista resulta ser el detonante para que vuelva a casa y decida
divorciarse o tomar clases de canto, nunca lo sabremos, pero está
claro que el deseo profundo de todo poeta, el deseo que no se atreve a confesar
en voz alta, está más próximo a la necesidad de comunicarse profunda y
secretamente con un desconocido, que con la vaga idea de distraerlo durante un
rato de sus espantos.
Como autores nos enfrentamos una y otra vez a la certeza de estar escribiendo por/para alguien concretísimo. Ese “lector ideal”[2] que la teoría literaria concibe como el príncipe azul de todo escritor, el lector que re-escribirá el texto junto al autor, activando todos y cada uno de los recursos expresivos y técnicos que fueron volcados en el relato a la espera de su ojos. La teoría acostumbra a poner paños fríos sobre el corazón caliente. Son muchos y desmedidos los esfuerzos realizados para separar vida y obra de cada creador pero, sepamos o no, importe o no, la escritura adquiere consistencia cuando, como Brecht reconocía, sentamos a nuestro Marx de turno en la tercera fila. Si mi Marx es todo oídos resultará una inspiración y un desafío. Será a él, y solo a él, a quien buscaré conquistar con mi creación. No faltará ocasión de descubrir que nuestro lector ideal puede adquirir el aspecto más insospechado. Sin duda uno de los primeros votos de fe del poeta/dramaturgo se deposita en ese lector/público ideal.
Como autores nos enfrentamos una y otra vez a la certeza de estar escribiendo por/para alguien concretísimo. Ese “lector ideal”[2] que la teoría literaria concibe como el príncipe azul de todo escritor, el lector que re-escribirá el texto junto al autor, activando todos y cada uno de los recursos expresivos y técnicos que fueron volcados en el relato a la espera de su ojos. La teoría acostumbra a poner paños fríos sobre el corazón caliente. Son muchos y desmedidos los esfuerzos realizados para separar vida y obra de cada creador pero, sepamos o no, importe o no, la escritura adquiere consistencia cuando, como Brecht reconocía, sentamos a nuestro Marx de turno en la tercera fila. Si mi Marx es todo oídos resultará una inspiración y un desafío. Será a él, y solo a él, a quien buscaré conquistar con mi creación. No faltará ocasión de descubrir que nuestro lector ideal puede adquirir el aspecto más insospechado. Sin duda uno de los primeros votos de fe del poeta/dramaturgo se deposita en ese lector/público ideal.
El
dramaturgo debe confiar en su intuición. Tendrá que dar cabida a
sus reiteraciones y preguntarse cómo y por qué sobreviven. Identificar qué imágenes tomó prestadas, cuáles interiorizó y cuáles supo acuñar con sello propio. Quizá no haya certezas en esa distinción y
no es preciso. Lo interesante será el ejercicio, el análisis de esos
disparadores que se presentan como imágenes potenciales y que
terminan por parecer un sueño repetido. Un sueño donde quizá no se entienda el
argumento pero donde se identifica a los personajes por mucho que disfracen su
naturaleza.
Si
escuchamos nuestra intuición sobre esas imágenes que funcionan como pulsión
primigenia, comenzaremos a transitar un tiempo de
genuina y tortuosa felicidad. Esa instancia donde el universo conspira a nuestro favor y
todo parece murmurar, relacionar y señalar hacia el nuevo mundo que
pretendemos poblar con nuestras ideas y personajes.
Ese
período de investigación y suma general de materiales relacionados directa o
indirectamente con nuestro eje temático o disparador, es lo que Kartun denomina
el tiempo del “acopio”. Y así como subraya las bendiciones propias de esa
instancia conocidas por todo creador – la aparición inesperada de nuevas
metáforas que reafirman el valor de nuestra intuición, el hallazgo de todo tipo
de objetos, bibliografía, películas o estudios que
caerán en nuestras manos en el momento adecuado, sin olvidar ejemplos, citas y frases detectadas al vuelo con el oído cazador del escritor obsesionado con su causa
–, también advierte de los posibles riesgos de esa acumulación ingobernable:
pretender que la suma de esas cosas conforme en sí misma un ecosistema
dramatúrgico. Nada más lejos de la realidad, pues ese entusiasmo
imprescindible necesitará buena poda y un gran criterio de selección que no
tema sacrificar grandes hallazgos para favorecer el
fortalecimiento de las genialidades que, se presupone, aún siendo pocas, alcanzarán cierta pirotecnia de sentido profundo y, por qué no, espectacular.
m.trigo
m.trigo
[1] “Una buena obra sobrevuela la milanesa”, afirma Kartun. http://www.pressreader.com/argentina/noticias/20150718/282183649737948/TextView
[2] ECO,
Humberto. “El lector modelo”, en Lector in fabula, ed. Lumen, Barcelona, 1987.