Ballet. Bailarinas de ballet. ¿Bailarines? Sí, hay, claro, pero por alguna razón el universo del ballet clásico se nos muestra siempre desde las tortuosas prácticas y mentes de esas delgadísimas mujeres a las que la vocación convierte en esclavas de su disciplina.
Leticia Martín recrea con solidez los interiores de una joven bailarina del Colón en su novela El gusto. Lorena, la protagonista, es una de esas bailarinas cuya vocación se forja en el deseo materno y se asume como definición propia. Bailar no es suficiente. Bailar bien tampoco. Hay que ser la mejor. Ser elegida para el rol protagónico. El fin justifica los medios. Sobre todo cuando los medios sólo le atañen a una. "Más limitaciones se pone uno, más se libera", repite como un mantra, mientras deja de comer y estira sus músculos hasta la extenuación.
Lorena encarna forma y voluntad. Alguien que conoce a la perfección el funcionamiento del arte elegido y que trata por todos los medios de llenarlo de sentido. Sin embargo, la desconexión vital entre el esfuerzo desmedido y la fugaz recompensa de sus logros, de los que no se siente partícipe, hace que de a poco, su férrea realidad de obligaciones y prejuicios se desmorone.
La autora elige el punto de vista privilegiado de la omnipresencia para recrear los interiores de Lorena porque son los detalles de obscena intimidad los que nos advierten: en cualquier momento esa bailarina volará por los aires en mil pedazos. Hay un zumbido sordo, un malestar general que late como fondo del relato y que tiene mucho que ver con la distancia que la protagonista mantiene entre ella y el afuera, observándose como si fuera otra persona.
Lorena se humaniza ante los desconocidos. Se desdobla. Logra escuchar y fingir una sonrisa ante hombres mayores ajenos a su entorno. Se prueba a sí misma desempeñando un trabajo vulgar. Huye. Una y otra vez. Sin premeditación. Con lo puesto. Improvisando un personaje. Aceptando la fragilidad de esa realidad que sostiene con tanto esfuerzo y reconociéndose reemplazable. Un viaje de ida y vuelta que pudiera ser eterno. Hasta que deja de serlo.
Interiores: un departamento, una heladera aséptica, un camarín aislado, una impoluta bandeja de entrada en el correo electrónico y un universo onírico infectado de pesadillas donde la pasión enfermiza deforma lo que toca. Pesadillas donde el escenario y los cuerpos se desintegran.
El gusto puede leerse como un viaje por los sentidos deformados. Qué sucede cuando los sentidos se contaminan, cuando se deforman con abusos o se atrofian olvidados. Y nos deja pensando en lo que sucede cuando nuestro mayor placer, ese goce íntimo que nos define y salva, desaparece. Qué sucede entonces. Quiénes somos después.
El gusto,
Leticia Martín, colección Potlach, ed. Pánico el Pánico, Buenos Aires, 2012.
Leticia Martín recrea con solidez los interiores de una joven bailarina del Colón en su novela El gusto. Lorena, la protagonista, es una de esas bailarinas cuya vocación se forja en el deseo materno y se asume como definición propia. Bailar no es suficiente. Bailar bien tampoco. Hay que ser la mejor. Ser elegida para el rol protagónico. El fin justifica los medios. Sobre todo cuando los medios sólo le atañen a una. "Más limitaciones se pone uno, más se libera", repite como un mantra, mientras deja de comer y estira sus músculos hasta la extenuación.
Lorena encarna forma y voluntad. Alguien que conoce a la perfección el funcionamiento del arte elegido y que trata por todos los medios de llenarlo de sentido. Sin embargo, la desconexión vital entre el esfuerzo desmedido y la fugaz recompensa de sus logros, de los que no se siente partícipe, hace que de a poco, su férrea realidad de obligaciones y prejuicios se desmorone.
La autora elige el punto de vista privilegiado de la omnipresencia para recrear los interiores de Lorena porque son los detalles de obscena intimidad los que nos advierten: en cualquier momento esa bailarina volará por los aires en mil pedazos. Hay un zumbido sordo, un malestar general que late como fondo del relato y que tiene mucho que ver con la distancia que la protagonista mantiene entre ella y el afuera, observándose como si fuera otra persona.
Lorena se humaniza ante los desconocidos. Se desdobla. Logra escuchar y fingir una sonrisa ante hombres mayores ajenos a su entorno. Se prueba a sí misma desempeñando un trabajo vulgar. Huye. Una y otra vez. Sin premeditación. Con lo puesto. Improvisando un personaje. Aceptando la fragilidad de esa realidad que sostiene con tanto esfuerzo y reconociéndose reemplazable. Un viaje de ida y vuelta que pudiera ser eterno. Hasta que deja de serlo.
Interiores: un departamento, una heladera aséptica, un camarín aislado, una impoluta bandeja de entrada en el correo electrónico y un universo onírico infectado de pesadillas donde la pasión enfermiza deforma lo que toca. Pesadillas donde el escenario y los cuerpos se desintegran.
El gusto puede leerse como un viaje por los sentidos deformados. Qué sucede cuando los sentidos se contaminan, cuando se deforman con abusos o se atrofian olvidados. Y nos deja pensando en lo que sucede cuando nuestro mayor placer, ese goce íntimo que nos define y salva, desaparece. Qué sucede entonces. Quiénes somos después.
El gusto,
Leticia Martín, colección Potlach, ed. Pánico el Pánico, Buenos Aires, 2012.