Señala Susana Torres Molina algunas certezas sobre la escritura de Un domingo
en familia:
“Al comenzar a bajar las imágenes a la materialidad del texto, sin ninguna
intención premeditada, tomó forma un procedimiento coral como modo de abordar
el desarrollo dramático. Múltiples voces entrelazadas van
manifestándose a través de textos fragmentados, breves, de gran condensación
conceptual. (…) Por momentos, las declaraciones (…) suman y refuerzan el
sentido; en otros, tensionan los puntos de vista, acentúan las fricciones, las
contradicciones.”
En el programa, Juan Pablo Gómez, director de la puesta estrenada hace unas semanas en el Cervantes, se detiene también en la singularidad del texto: “Este texto es imposible” pensé al terminar de leer. (…) Por momentos el texto hablaba en un registro documental, casi periodístico. En otros, más que hablar, parecía ladrar.”
El desafío de Torres Molina no es solo formal, su fondo no puede ser más complejo: aproximarse a la lucha armada en la Argentina de la dictadura militar, interrogarse sobre los mecanismos empleados por las organizaciones – de izquierda y derecha – para garantizar su fin último, “caiga quien caiga.” La obra se aproxima al secuestro y desaparición de un líder de la FAR y luego Montoneros. El relato está basado en los acontecimientos conocidos en torno al militante Roberto Quieto, detenido el 28 de diciembre de 1975 cuando, violando las normas de seguridad impuestas para los militantes, cede a la necesidad de estar con su familia y abandona la clandestinidad durante unas horas para pasar el día en uno de los retiros costeros del río de la Plata. Su detención desata múltiples enfrentamientos internos. Será juzgado en ausencia por el Tribunal Revolucionario de Montoneros siendo degradado y condenado a muerte, pero finalmente son las fuerzas represivas que lo detuvieron quienes lo asesinan. Su cuerpo sigue desaparecido.
¿Cómo poner en escena estos hechos? La dirección de Juan Pablo Gómez compone lo que denominan como “confusionía.” Valga el intento de conceptualización sobre la práctica porque, en efecto, sobre los pilares de la confusión elaboran la partitura rítmica, sensitiva y emocional que estructura la puesta.
El desentendimiento reina entre la polifonía de voces históricas donde los testimonios de personajes reconocidos son matizados o desarticulados por otras voces que representan al pueblo, a la juventud peronista en sus distintas etapas, al militante convencido y al que duda, al líder cansado de serlo y a la autoridad represora cuyo discurso unívoco resulta espeluznantemente cercano. Un elenco compacto y potente - Anabella Bacigalupo, Lautaro Delgado Tymruk, Juan De Rosa, José Mehrez – encarna esta coral de contradicciones. La puesta habita el texto no solo desde el discurso. Existe un dispositivo escénico que los intérpretes despliegan. Un piso de arena, vidrios rotos, micrófonos, objetos de diversa índole que emiten sonidos, la música en vivo de Guillermina Etkin, proyecciones y una iluminación expresionista, son algunos de los recursos elegidos para generar texturas que permitan la representación de lo irrepresentable: el horror, el miedo, el pasado. Ese pasado siempre mal escrito que tantas veces se lee bajo la luz muerta de alguna estrella que hace tiempo no existe.
Subrayamos como gran acierto la decisión de poner en escena en el teatro oficial una obra donde se manifiesta la imperiosa necesidad de recordar el espanto de la historia reciente que de tantísimos modos hace eco en nuestros días. El arte vuelve a estar en modo político. Cada obra es una reivindicación de lucha, una constatación del interés por mantener las conquistas culturales y, en ocasiones como esta, la temática subraya el compromiso con la memoria colectiva. La vigencia renovada del discurso de la violencia en el país nos obliga a celebrar que el público cuente con un espacio donde reflexionar práctica, física y poéticamente, sobre lo que nunca debería volver a suceder.
En el programa, Juan Pablo Gómez, director de la puesta estrenada hace unas semanas en el Cervantes, se detiene también en la singularidad del texto: “Este texto es imposible” pensé al terminar de leer. (…) Por momentos el texto hablaba en un registro documental, casi periodístico. En otros, más que hablar, parecía ladrar.”
El desafío de Torres Molina no es solo formal, su fondo no puede ser más complejo: aproximarse a la lucha armada en la Argentina de la dictadura militar, interrogarse sobre los mecanismos empleados por las organizaciones – de izquierda y derecha – para garantizar su fin último, “caiga quien caiga.” La obra se aproxima al secuestro y desaparición de un líder de la FAR y luego Montoneros. El relato está basado en los acontecimientos conocidos en torno al militante Roberto Quieto, detenido el 28 de diciembre de 1975 cuando, violando las normas de seguridad impuestas para los militantes, cede a la necesidad de estar con su familia y abandona la clandestinidad durante unas horas para pasar el día en uno de los retiros costeros del río de la Plata. Su detención desata múltiples enfrentamientos internos. Será juzgado en ausencia por el Tribunal Revolucionario de Montoneros siendo degradado y condenado a muerte, pero finalmente son las fuerzas represivas que lo detuvieron quienes lo asesinan. Su cuerpo sigue desaparecido.
¿Cómo poner en escena estos hechos? La dirección de Juan Pablo Gómez compone lo que denominan como “confusionía.” Valga el intento de conceptualización sobre la práctica porque, en efecto, sobre los pilares de la confusión elaboran la partitura rítmica, sensitiva y emocional que estructura la puesta.
El desentendimiento reina entre la polifonía de voces históricas donde los testimonios de personajes reconocidos son matizados o desarticulados por otras voces que representan al pueblo, a la juventud peronista en sus distintas etapas, al militante convencido y al que duda, al líder cansado de serlo y a la autoridad represora cuyo discurso unívoco resulta espeluznantemente cercano. Un elenco compacto y potente - Anabella Bacigalupo, Lautaro Delgado Tymruk, Juan De Rosa, José Mehrez – encarna esta coral de contradicciones. La puesta habita el texto no solo desde el discurso. Existe un dispositivo escénico que los intérpretes despliegan. Un piso de arena, vidrios rotos, micrófonos, objetos de diversa índole que emiten sonidos, la música en vivo de Guillermina Etkin, proyecciones y una iluminación expresionista, son algunos de los recursos elegidos para generar texturas que permitan la representación de lo irrepresentable: el horror, el miedo, el pasado. Ese pasado siempre mal escrito que tantas veces se lee bajo la luz muerta de alguna estrella que hace tiempo no existe.
Subrayamos como gran acierto la decisión de poner en escena en el teatro oficial una obra donde se manifiesta la imperiosa necesidad de recordar el espanto de la historia reciente que de tantísimos modos hace eco en nuestros días. El arte vuelve a estar en modo político. Cada obra es una reivindicación de lucha, una constatación del interés por mantener las conquistas culturales y, en ocasiones como esta, la temática subraya el compromiso con la memoria colectiva. La vigencia renovada del discurso de la violencia en el país nos obliga a celebrar que el público cuente con un espacio donde reflexionar práctica, física y poéticamente, sobre lo que nunca debería volver a suceder.
Un domingo en familia
Texto: Susana Torres Molina
Con: Anabella Bacigalupo, Lautaro Delgado Tymruk, Juan De Rosa, José Mehrez
Producción: Lucero Margulis
Asistencia de dirección: Esteban De Sandi
Música: Guillermina Etkin
Iluminación: Patricio Tejedor
Escenografía: Paola Delgado
Vestuario: Roberta Pesci
Dirección: Juan Pablo Gómez
Teatro Nacional Cervantes
Funciones: De jueves a domingo a las 21 h
Funciones: De jueves a domingo a las 21 h