Inventamos a los dioses porque existe el misterio de la
muerte. Inventamos el arte porque la vida resulta insuficiente. Cuando vida y muerte se
abrazan en una obra, en este caso en el escenario, el sinsentido de la
humanidad adquiere algún valor, la perpetuidad de la barbarie que conocemos
bajo el eufemismo de Historia, pareciera servir finalmente para algo. Sabemos
que la Historia no avanza, no educa, no nos hace más sabios ni mejores. Tampoco siembra lecciones inolvidables. El siglo XXI no deja de
proporcionar ejemplos sobre el esplendor de la guerra, la esclavitud o la
explotación. Impera el miedo. El futuro llegó pero ahora sabemos que nunca traerá nada mejor.
Qué hacer entonces con la maldición de la esperanza, cómo gestionar nuestra
necesidad de un mundo, no mejor, sino a todas luces distinto. La respuesta nunca será unánime. Algunos solo pueden hacer lo inevitable: dar
forma a su deseo de que algo cambie. Aferrarse a eso, construir
desde ahí y compartir el esfuerzo, el fruto, con quienes se interrogan
sobre el origen de lo que pareciera ser o estar así desde siempre.
El gran interrogante que sostiene Juicio a una zorra - texto
del español Miguel del Arco, estrenado el año pasado con dirección de Corina
Fiorillo y actuación de Paula Ransenberg, que en estos días vuelve a la
cartelera porteña - es “¿quién escribe la Historia?” Esa pregunta habilita un
recorrido por la mitología griega, aproximándonos a sus
leyendas desde un punto de vista renovado, donde la voz que se impone es la de
Helena de Troya, mito entre los mitos, que rememora su vida con el humor y la
inteligencia de una superviviente, juguete de los dioses y los hombres
que decidieron su destino.
Juicio a una zorra invita a reflexionar sobre la necesidad
de seguir enfrentándonos al pasado nunca escrito, el de las víctimas. Si
dejamos de aceptar las grandes verdades de la civilización y nos atrevemos a
cuestionar sobre su origen y burlarnos de la aparente inmovilidad de lo
humano y lo divino, quizá alumbremos nuevas formas de entendimiento y
abandonemos el camino conocido de la inercia determinada por el poder de turno.
Helena de Troya, reina de Esparta, aparece en esta obra como
una mujer más que se atreve a poner en duda no sólo su existencia, sino los
cimientos de la civilización. Qué distancia hay entre Zeus y el dios de los
altares católicos, cuando ambos adoptan la forma de un ave para embarazar a una virgen.
La carcajada en platea pareciera una rotunda constatación de la caducidad de
esos relatos, sin embargo, apenas abandonamos el refugio de la sala de teatro,
regresamos a un mundo donde la palabra divina sigue sembrando muerte. La obra
resulta de dolorosa actualidad en este momento en el que tantísimas mujeres
luchan por modificar su modelo de representación en un sistema que hasta ayer
mismo se consideraba blindado y que hoy, sin embargo, comienza a presentar
fisuras significativas que apuntan hacia un nuevo paradigma.
Paula Ransenberg vuelve a destacar en el complejo ámbito del
unipersonal dando luz a una criatura híbrida, una Helena desconfigurada, pop,
latina, donde el corazón de mujer palpita con la sangre renovada de la furia
travesti que también, qué duda cabe, clama por hacerse oír.
Su disfrute en escena es absoluto y su apropiación del texto
mantiene un desequilibrio perfecto entre el humor y la agonía, el alivio y la
desesperación. No hay distancia que salvar para acercarse a esta Helena que
habla por todas las que nunca tuvieron oportunidad.
La dirección de Corina Fiorillo materializa con escasos referentes
un mundo simbólico, un limbo donde todo está marchito pero aún brilla. Después
de todo, el esplendor de la gloria es una hoguera difícil de apagar.
Juicio a una zorra
Timbre 4. México 3554
Viernes 20.30h.
Dramaturgia: Miguel Del Arco.
Actúa: Paula Ransenberg.
Diseño de escenografía: Gonzalo Cordoba Estevez.
Diseño de luces: Ricardo Sica.
Fotografía: Francisco Castro Pizzo.
Diseño de maquillaje: Norbi González Moreno.
Asistencia de dirección: María García De Oteyza.
Producción: Maxime Seugé, Jonathan Zak.
Dirección: Corina Fiorillo.