Ella nunca fue joven y, desde el principio, supo demasiado. Por
eso casi todo. No obstante, algunas veces juega a asomarse a la ventana y
concebir un mundo diferente donde lo cierto es sueño y tiene alas sin precio.
Esos días o noches considera posible que el amor, por ejemplo, no sea un cuento
triste o chino o imposible. Comienza por cambiarle los colores, la forma y el
apuro. Acto seguido lo bendice y reparte en dosis inexactas sobre flores,
hormigas y luciérnagas. Confía en las especies y en la cepa del virus que los hará posibles. El amor a su cargo es otra cosa. Mucho más parecido a una
estación de tren que a un ministerio. Su alcance es desmedido y afecta, sobre
todo, a quien no se acostumbra ni pide estupideces o aspira a ser feliz. El
amor que ella expande se cura con dos hostias y una noche de
sueño. No deja cicatrices ni recuerdos. No se parece en nada a un
perro fiel que vuelve o a un domingo de almuerzo familiar. Ella piensa que el
amor debe estar harto de ser corresponsal de insensateces y de ser una excusa
para el dolor idiota. La práctica de amar debiera ser materia
obligatoria e incluir lanzallamas y hecatombes. Debiera ser un corte
original, profundo, junto a la yugular. Un antes y un después de esa canción,
un avión secuestrado que se estrella en la selva para aliviar el hambre de una
tribu caníbal a punto de extinguirse. El amor que ella sueña para el mundo no
se parece en nada a eso que ve en las calles o en el cine. No es algo que
interese a los turistas o a los extraterrestres y no puede explicarse a los
amigos o a los terapeutas. No es algo que alguien vaya a interpretar. Ella se
morirá sin traducirlo.
m.trigo