El teatro es lo más parecido que conozco a estar enamorada.
No hablo del amor como punto de encuentro o equilibrio, si así existe, lo ignoro; el teatro y el amor que me interesan comparten lo insensato de la vida,
no funcionan como salvoconducto ni entienden de alto el fuego. Ambos reniegan
de las circunstancias dadas, ese marco de la realidad que la publicidad asume
con excelencia envasando nuestros sueños al vacío para convertirlos en algo tan
políticamente correcto como inalcanzable.
El amor como fuerza de la naturaleza no presta atención a la
posición socioeconómica de los amantes y el teatro engendró a muchos de sus
protagonistas a partir de esa irreverencia del destino. El amor tampoco atiende a disonancias espacio temporales. Muchos enviudamos por primera vez el
día en que murió nuestro actor amado. No hay comillas que consuelen ese dolor. Ni su recuerdo. No hay sexo, raza, edad ni distancia prudente cuando el amor se
desata y nos enferma. Distorsiona nuestra perspectiva. La luz es cenital y el
punto de vista ciega y obnubila en un primerísimo primer plano donde lo
pixelado no incomoda.
El amor es ese punto de vista renovado que perseguimos
como artistas. ¿Cómo hago esto de otra forma? ¿Cómo olvido de nuevo? ¿Cómo
deshacerse de las dudas y temores? Enamorarse es una buena medida porque, sin duda, es un estado
que demanda renovación de lenguaje y códigos. Las estrategias nunca se repiten.
Cada amado exige un inventario de nuevas y desmedidas prácticas. La creatividad
del amante es tan absurda como inagotable. El amante es lo más parecido a un
director de teatro que conozco. Sí, elijo hoy la figura del director porque el
actor, la actriz, si es afortunado, aprendió a amarse y odiarse por sobre todas
las cosas. Y está bien que así sea porque este mundo hará todo lo posible para
que ese actor no sea, no llegue, no lo logre. Dejemos que los actores se amen a
sí mismos y que otros muchos aprendan a querer sus defectos y los admiren y
deseen por ellos. Pero el director, la directora, debe amar distinto. Si no
logra trascenderse su sombra omnipresente entorpece el hecho escénico, asoma en
los detalles, marca el territorio para que la platea y la crítica murmuren su
apellido. El amor es otra cosa. Dicen.
El amor nos condena a la máxima libertad. Quién sabe qué
hacer con esa maldición. Quién quiere decidir a cada hora, arriesgarse a cambiar, mover
cielo y tierra para que las cosas respondan a un nuevo parámetro que nadie más
comparte. Enamorada entiendo que mi amado merece la felicidad, aunque sea una
que esté fuera de mis posibilidades. El amado hará cuanto pueda para alcanzarla
y yo, amante al fin, si no puedo acompañarlo, consentiré. Es así como el amado
nos deja su mejor regalo: la soledad iluminada por su paso. Una soledad donde
todo es distinto, donde nada se parece al mundo conocido. Ni siquiera nosotros
que, heridos, ojerosos y con diez kilos menos, seguimos en pie sin entender
cómo.
El director asume su deseo y la terrible obligación de
hacerse cargo creyendo que algo entiende, intuye, recordando haber estado ahí
antes. El amor modifica. Nos destierra a un país donde las leyes burlan toda
lógica y toda pretensión. Quien dirige teatro alberga la esperanza de mudarse a
ese país para siempre. Pasar de un proyecto a otro, de un amor al siguiente.
Pero, por supuesto, es imposible. Existen los fracasos y sus alrededores para
que la soberbia reciba su lección y el amor descanse.
El amor no es un maestro, como no lo son los artistas a los
que elegimos como estirpe. El maestro siempre tiene algo de inasumible. Se le
admira, cita, evoca, pervierte y traiciona, pero nunca se digiere. Por eso
volvemos a ellos cuando nos perdemos y por eso no los dejamos morir. Los
reinventamos a nuestra imagen, humanizándolos con enfermedades, defectos y
prejuicios a los que nos encaramamos para, un buen día, darles la mano o
robarles el beso que jamás.
El amor y el teatro siempre son otra cosa. Algo más. La vida
se nos va en el vano intento de definir su esencia para convertirlos en esa cosa
amable que compartir con los amigos. “Me enamoré” y “Andá a ver esta obra”,
sentencian con raíces parecidas. Lo que se diga después tratará inútilmente de
que el otro vea a través de nuestros ojos y contemple el mundo nuevo que nos ha
sido revelado fugazmente.
El amor es (también) todo lo que sucede en un ensayo. Ese
tiempo inexacto, ese no-tiempo, donde la repetición no existe y la pausa está
habitada. Ese paréntesis dentro de la vida donde el prodigio nos seduce de modo
inesperado. Puede ser cualquier cosa: un dedo que señala el vacío, un tarareo,
una mirada o esa frase que escuchamos de otro modo y que adquiere un sentido
insospechado. Cómo no concebir el ensayo
como el territorio del amor cuando todo lo que acontece ahí violenta las leyes
de este mundo: no hay tiempo ni economía sostenible, ni orden o exactitud
preconcebida que amortigüe los golpes. No hay atajo ni clave. Afirma Kartun que
cada problema técnico encuentra su solución poética y, qué otra cosa resulta
ser el amor cuando se empeña, desborda y desmide el cotidiano obligándonos a
ejercitar la duda, el interrogante como constante vital, cuando, una vez más,
nos enfrentamos a la certeza de no tener idea de quién somos porque ese amor
nos otorga la extraña virtud de sabernos distintos, capaces de hazañas
impensadas. Por amor se cocina, se estudian disciplinas, se escriben libros, se
renuevan lecturas, gustos musicales y hasta el paisaje mismo, si el amor es
viajero y lo demanda.
El director, como el amante, está solo ante su objeto de
deseo. Sin importar cuanta gente intervenga en la aventura, las muchas o pocas
decisiones que logre tomar descansarán sobre su (in)consciente y a ellas
volverá una y mil veces cuando la obra (y el amor) se acaben. Todo podría haber
sido distinto y la sospecha de no haberlo hecho del mejor de los modos quizá sea lo que nos empuje a los brazos de otro amor, de otra obra.
El amor y el teatro serán siempre dos misterios sobre los
que toda certeza se marchita. Nuestra vida termina, pero el amor y el teatro se
saben eternos.
m.trigo