Volver a Veronese. Volvar a ver "una de Veronese". Una con su texto y dirección. Tener la memoria aún física de la primera vez que vimos Mujeres soñaron caballos. Recordar aquello. Lo que nos hizo. Qué creímos entender aquella primera vez. Dónde nos metieron la cabeza. No saber qué esperar.
Los corderos se presentó en su momento como "una comedia filosófica sobre la condición humana". Argumentalmente lo es. Un texto absurdo que baraja elementos de la cruda realidad argenta y los dinamita para que incomoden pero no lastimen. La violencia, la pobreza, la vida como un tango repetido donde veinte años no es nada y sin embargo... Hay algo del núcleo familiar violentado en las repeticiones, el extrañamiento de las frases, la ilógica del pensamiento, la gestualidad pautada y el histrionismo que remite al juego de roles de Ionesco, pero la apuesta no se cifra en el lenguaje sino en los cuerpos de los actores. En la rotundidad de esas naturalezas contenidas que buscan o desean explotar y que, cada tanto, lo hacen, explotan. En el grito, el gesto, el llanto, la mueca, el golpe... Se deforman a medida que avanzan los sinsentidos.
El relato es una excusa para explorar un dispositivo escénico donde sí, inmediatamente, se reconocen las inquietudes de la dirección: el interés puesto en ofrecernos los ingredientes, en revelar los secretos de la magia para que el pacto ficcional nunca resulte sencillo. Una puesta que subraya la teatralidad y donde el público ejercita su capacidad para relacionarse con el teatro como artificio. Ninguna posibilidad de empatía, de vinculación con los personajes o de satisfacción de la expectativa narrativa.
Veronese, una vez más, nos obliga a ver: acá no hay nada. Poquísimos metros cuadrados delimitados por una cinta blanca en el piso y un resto escenográfico, un recorte de paredes por donde los actores entran y salen deshabilitando el afuera narrativo. No está la calle, no está la casa, no hay nada. Vean y obvien. Elijan. Trabajen. Lean donde quieran. Como puedan. Pero, sobre todo, escuchen a los actores. Escuchen esos cuerpos. La puesta permite la observación lateral en unos pocos asientos y en ahí gozarán (o sufrirán) de esa impertinente intimidad que puede resultar intolerable. La misma intimidad obscena que mantienen esos seres desquiciados que quizá representen algunos de los peores estados de la sociedad o, quizá, son solo lo peor de cualquier casa en un mal día. La metáfora del microuniverso es fértil y expansiva.
Quienes sientan debilidad por observar ese raro fenómeno del cuerpo de un actor o actriz en escena, encontrarán una singular experiencia sobre la potencialidad expresiva de un elenco que confía en la solidez de lo que sus cuerpos, voces y miradas transmiten. La foto que acompaña esta nota es un buen anticipo. Cómo combinar todos esos elementos y qué obra percibirán y construirán finalmente, es algo sobre lo que, sin duda, se teorizará mucho.
Los corderos
Texto: Daniel Veronese
Actúan: Patricio Aramburu, Flor Dyszel, María Onetto, Gonzalo Urtizberea, Luis Ziembrowski
Escenografía: Franco Battista
Diseño de vestuario: Valeria Cooky
Diseño de luces: Sebastián Blutrach
Asistencia artística: Gonzalo Martínez
Asistencia de dirección y producción ejecutiva: Diego Badaracco
Dirección: Daniel Veronese
Espacio Callejón
Martes a las 21h y sábados a las 17h.