“El ser humano es sangre en movimiento, vida, pero el ser humano ha sido talado, como un árbol. No te vas a desangrar, la sangre simbólica que brotó en ti al ver la función va a circular por tus venas, va a recordarte que estás vivo, va a devolver la vida a tus ramas taladas”. Roberto Álamo.
Antes,
mucho antes de ponerse a escribir, pintar, componer o editar, los poetas estamos
condenados a pasear nuestros cuerpos por el mundo. Dejar que se desgasten y
lastimen, enfrentarlos al clima, las crisis y al humor
suspicaz de casi todos. Acercarnos al campo del vecino, ver su siembra,
cómo planta, qué cosecha. Cuando
los dramaturgos vamos al teatro nos convertimos en público. Y no somos buen
público. Estamos atentos a casi todo, a casi cualquier cosa, menos a lo que
sucede frente a nosotros. Kartun interrogaba en una clase: “¿qué es lo que
quiere el público?” Ante el silencio inquieto de la sala, respondió sabiamente:
“Irse a cenar”.
Pensemos en los pocos motivos que hay para salir de
casa un sábado a la noche o un domingo a la tarde. Cruzar
media ciudad hacia un teatro para ir a alguna sala incómoda, pagar una entrada y dejar que nos ocupen hora y media. Recién entonces, sentado
en su butaca, si la hay, se inicia el ejercicio. Ahí estamos. Esperando el comienzo de una
historia que quizá conocemos de antemano. No
empezó la función y ya todo está en juego todo. La mucha o poca
expectativa, el deseo de que aquello salga bien, no me aburra, me conquiste,
merezca la pena y me permita olvidar quien soy. En definitiva, por favor, que mi esfuerzo no sea en vano.
Afirma
David Mamet que “el intercambio teatral (…) es una comunión entre el público y
Dios, moderada mediante el dramaturgo. Los trabajadores teatrales, actores,
directores, escenógrafos, escritores, son en esencia descendientes de los
sacerdotes y de los levitas del Templo antiguo, cuya misión, como la de sus
antepasados, los narradores de historias en torno a la hoguera, consistía en
plantear la pregunta: “Vamos a ver, ¿qué es lo que está pasando aquí?”[1].
Si
difícil resulta desentrañar los motivos por los que seguimos ejerciendo como público, más difícil aún resulta traducir los
múltiples efectos secundarios que una obra provoca. Una obra de (de arte / de teatro) puede modificarnos, cambiar la trayectoria de un día perverso, traernos y
llevarnos a través de vidas ajenas con cuya
trascendencia empatizamos. Creemos en el arte y confiamos en su
poder porque lo hemos experimentado en carne propia. Nuestra fe, pues, no es ciega.
Sin
importar cuánto tiempo pase entre esa obra que nos despertó y la siguiente, el día en el que una alivia, redime, consuela, en definitiva, trasciende en nosotros, recordamos que
eso era lo que necesitábamos, lo que estábamos buscando. Lo
mejor que puede suceder es que la obra de otro nos catapulte
de vuelta al trabajo.
El taller termina tras dieciséis encuentros. Las conclusiones, si las
hay, se presentarían como una impertinencia. Se nos ha recordado a menudo que
la enseñanza del arte no debe abordarse como una ciencia dura por más sistemas,
herramientas y recursos que se nos ofrezcan para ahondar en una disciplina. A
escribir, actuar, dirigir, pintar o fotografiar, solo se aprende escribiendo,
actuando, dirigiendo, pintando y fotografiando. Semejante
obviedad no siempre cae por su propio peso. Se nos ha recordado que en la
vida - sus historias, personas,
símbolos, metáforas y silencios -, encontraremos todo lo necesario para
aproximarnos al arte, sus valores y sus infinitos modos de hacerse (im)posible.
El escritor infectado por
el virus de la dramaturgia tardará un rato en obtener un diagnóstico
satisfactorio de los especialistas. Abordarán su caso, su texto, inquietos por
la extraña forma, incapaces de definir exactamente qué es lo que no termina de
estar o ser como debiera en ese organismo. Cómo es posible que parezca un guión
de cine pero no, contenga una narrativa novelesca pero no y hasta, quizá,
coquetee con lo poético pero no. Definitivamente no. Tardarán en darse cuenta
pero terminarán por reconocer que eso que tienen en sus manos es una obra de
teatro. Un texto que, a primera vista, parece tan inofensivo como todos. Casi
pobre. Quizá demasiado breve. Sus explicaciones para el escritor serán claras
aunque no sencillas. Ese texto necesitará ponerse en pie. Hay que sacarlo del
cajón, de la carpeta, leerlo en voz alta, compartirlo, dejar que otros lo lean,
encontrar actores, decidir quién lo dirige, coordinar una agenda de ensayos que
desafía la duración de las horas y los días, encontrar una sala o un espacio
que se adapte a sus necesidades, abrir de par en par cada metáfora y poner en
marcha el mecanismo que active ese universo creado.
El escritor saldrá aturdido
con su texto en brazos, lo contemplará lleno de dudas y asustado. Aunque
hubiera tenido sus sospechas, no lo esperaba. No estaba preparado para esa
noticia. No sabrá qué hacer, por dónde empezar. Volverá a su casa y quizá, en
un vano intento por retomar su vida, hará como si aquello no hubiera sucedido.
El texto quedará bajo llave al fondo de un armario entre cartas, recibos y
apuntes viejos.
Pasará el tiempo.
Una mañana o una tarde
cualquiera, lloverá, alguien tocará el timbre, un auto frenará en seco y con
estrépito en la calle y él, de repente, sabrá qué tiene que hacer. Y cómo.
m.trigo