Si por algo resulta fascinante el acontecimiento escénico es
por la fugacidad que lo caracteriza a la que se une, por supuesto, la presencia
de los actores, personas aquejadas por los mismos inconvenientes que cualquiera, que en algún momento de su vida decidieron entregarse a la singular tarea de
ser y parecer otros y compartir esa instancia de un juego que asimilamos como
técnica y que el tiempo convierte en oficio.
No hay dos funciones iguales porque eso atentaría contra las
leyes de la naturaleza que responden al cambio constante. Toda obra posee un
andamiaje a favor del relato que contiene, una serie de dispositivos hacen
posible que el personaje entre y salga, avance y, con suerte, cambie. Cuanto
más sólida es esa partitura, más profunda y vital resulta la actuación sin
importar qué tipo de género aborde. El trabajo del actor crece en torno a esa
estructura que asimila al punto de olvidarla, la digiere hasta hacerla
invisible, y el mapa de miradas, movimientos, silencios y respiraciones se torna
misterio. Con suerte.
Así como los niños disfrutan del placer del cuento repetido
al identificar una lógica salvadora de continuidad que satisface y tranquiliza,
el intérprete, músico o actor, cimenta lo inefable sobre el desafío titánico de
marcar la diferencia cada vez. Una diferencia que no debe ser disruptiva, no se
nutre de la improvisación o el accidente, se desarrolla en torno a un matiz que sólo está al alcance de quien tiene la rara fortuna y aún más
rara paciencia, de ver o escuchar varias, muchas, muchas veces, una misma obra
o concierto. Ahí, en esa imposibilidad del otra vez, descansa el entusiasmo que
posibilita el espectáculo como un encuentro que para muchos, o para alguien,
será inolvidable.
Todo esto sucede sin grandes rituales ni trances agónicos.
Acontece sin que se piense. Con la relativa facilidad con la que alguien maneja
un auto o pilota un avión. Con la responsabilidad de
quien sabe que hoy su trabajo puede cambiar la vida de un desconocido para
siempre o quizá conquistarlo durante ese tiempo otro.
La obra como invitación a la vida ofrece algo más
que una distracción, regala eso que necesitábamos. Algo que nos
acompañará desde ese día y nos ayudará a seguir adelante cuando el sinsentido
se imponga.
La fragilidad con la que esto se articula carece de
denominación. No hay una palabra que identifique la amalgama de elementos
preciosos que se aúnan en perfecto equilibrio para lograr el prodigio. Están
los ingredientes identificados en cualquier manual semiótico – texto, luces,
utilería, escenografía, espacio sonoro etc. – pero también están los cuerpos
del elenco, cuerpos que no veremos dos veces del mismo modo, que en ocasiones
actúan enfermos, cansados o atravesados por inquietudes personales que modifican
su estar. Y junto a ellos está el público, puñado incierto de desconocidos,
mínimo o numeroso, que observa, calla o comenta, tose, atiende un celular, abre
un caramelo, ríe, llora, olvida su inmediatez con la escena creyéndose a salvo
en la oscuridad de la platea. A veces la temperatura de la sala modifica el ánimo
colectivo, otras un ruido molesto en la parrilla de luces o una alarma de auto
en la vereda del teatro. Cualquier cosa, un objeto que cae, una tormenta que se
larga con fuerza desmedida, alguien que se indispone en su butaca… Todo atenta
contra eso que desea suceder para nosotros.
Cómo no aplaudir de pie cuando la maravilla es, cuando la
obra salva todos los obstáculos, explota cada uno de sus recursos y nada interfiere en ese encuentro entre mundos
posibles. Cómo no desear que la vida se parezca un poco más, cada vez más, a
ese momento. Cómo no seguir luchando para que otros,
muchos otros, lo sientan tan necesario que se torne imprescindible.