Hay quien va al teatro a ver lo que espera. Conciben el teatro como una cosa tan seria que es fúnebre o tan ridícula que es obvia. Hace reír o aburre. Si impresiona, es obsceno. Si es nuevo, pretencioso. Si hace pensar, ideológico. Peor, político. Se espeluzna ante la idea. Busca y encuentra un teatro anclado en la presunción de forma: cómo debe verse lo que el texto dice. De ese modo, el teatro es apenas un lugar donde las frases se ponen en pie. No hay lugar para interrogarse sobre el interés o el aporte que una obra supone. Los factores de necesidad o urgencia (qué hermosa la idea de un teatro urgente) no entran en juego. Esta concepción sigue vigente no sólo entre el público sino, por desgracia, también entre muchos creadores.
Esa rotunda distancia que separa arte y vida es tan curiosa como preocupante, pero hoy nos inquieta otra cosa, algo que tiene que ver con el arduo camino que transita la peor de las producciones y el modo en que, pese a ello, logran estrenarse tantas obras muertas. ¿Qué certifica ese diagnóstico? Veamos. Una obra nace muerta cuando la dirección se limita a ejercer como puestista: distribuye escenografía y actores en el espacio de modo tal que la visión desde platea sea en todo momento lo más frontal y general posible. En un alarde de valentía genera dos focos de atención: uno donde se habla en voz alta y otro donde los actores están condenados a hacer como que hacen. Están ahí, al fondo o al otro lado de, impostando una acción secundaria tan ridícula como innecesaria que, presuponemos, el director considera añade movimiento a la cosa. Estos ojitos han visto monjas paseando "a lo lejos" en una escenografía pintada que simulaba un claustro. Era el Tenorio, sí, pero se parecía muchísimo al infierno. La obra se presenta como un juego de compensación espacial donde se articula con mayor o menor (des)gracia el despliegue técnico correspondiente – escenografía, iluminación, vestuario, etc. – y, en último lugar, se sitúa a los actores. El elenco sobrevive en medio de ese tinglado reproduciendo el texto tal y como les fue marcado.
¿Qué se puede objetar ante ese desempeño de la dirección teatral?
Habrá quien ni siquiera lo juzgue mala praxis porque, en efecto, así como puede leerse un libro como lector, disfrutando tan sólo la trama y los
personajes, también puede verse teatro aceptando su apariencia, el envoltorio.
Se considera entonces el teatro como un escenario donde actores caracterizados
recitan un texto de memoria.
¿Por qué sobrevive ese teatro del fingimiento? Un teatro donde la
actuación ilustra cada frase, donde los actores están condenados no sólo a
repetir, sino a subrayar intenciones como si las palabras no alcanzaran para
que el público entienda. ¿Será ese el modo en que la dirección considera
cumplir las sacrosantas consignas de "apoyar el texto en la acción" o "accionarlo"? Tememos que sí. Con infinito pudor, me dejo recordarnos que el
actor no está obligado a abrir los brazos cuando exclama, ni a gritar cuando
putea ni a reír si le toca hacer la gracia. El texto YA lo hace. Y el público
YA lo entiende. El actor, entonces, puede ocuparse en otra cosa. Cualquier
cosa. A veces con pensar alcanza.
Ese teatro confunde la convención con lo evidente y el pacto
ficcional con la mentira. Se pide al público que soporte pésimas
decisiones: una escenografía temblorosa, marcaciones que obligan a que los
actores tropiecen donde toca, griten porque y para, no escuchen si no conviene
y largo y abominable etc. Las actuaciones son caricaturas del estereotipo, tan
predecibles como vacías. Nunca veremos aparecer un personaje.
La dirección maneja la puesta como si se tratara de un acto
escolar. Presupone en el público la amorosa mirada de los padres que pagan por
ver cómo sus hijos crecen y exhiben sus talentos. Por desgracia, el público es
humano y obedece a una pauta no escrita de formalidad. Hemos visto aplaudir de
pie un clásico donde un micrófono reptó avergonzado por el piso del escenario
hasta desaparecer misteriosamente en manos de algún técnico. Hemos escuchado
audios de tormentas y coches de caballos, relojes que daban la hora que una actriz decía que era, la misma hora que contemplábamos en el reloj
omnipresente de la escena. Hemos soportado el recitado de textos compuestos
como un collage teórico que el elenco nunca asimiló. Si se
presta atención, cuando un actor o actriz no entiende lo que dice, podemos
observar la palabra o la frase sobrevolando la escena como una extraña pompa de
jabón que nunca explota.
Esas obras dicen poco sobre el elenco - a menudo atrapado en la
necesidad de trabajar atendiendo a esa manía que tienen los actores de
alimentarse, pagar un alquiler y demás humanidades- pero sentencia todo sobre
el entendimiento de lo escénico que posee el director. Cuando una obra se
limita a resolver el texto lo que logra es apenas una reproducción con
movimiento.
¿Qué sería resolver? Traducir literalmente, sin gracia, sin
intuición, sin toma de decisiones sobre el material, sin libertad. Sin poesía.
Los mejores traductores son también poetas. La dirección de teatro tiene todo
que ver con ese oficio. Sin importar la admiración, el respeto o el prejuicio
que se le tenga a un texto, hay que aproximarse a él con el objetivo de darle
vida. Convertirlo en material escénico implica transformarlo. El desafío pasa
por hacerlo crecer, si tal enormidad no se logra, lo mínimo debiera ser hacerlo
respirar. ¿Esto es una cuestión subjetiva? No lo creo. Tampoco hay que ser
teatrista para entenderlo. Basta sentarse en una platea y ver cuántos se
duermen. Alcanza con preguntarle "a los de fuera", los que no van nunca al
teatro o lo hacen en contadas ocasiones, por qué no van. Su rotunda verdad: se
aburren. Se aburrieron una, dos, tres veces, ¿por qué irían una cuarta? La vida
es demasiado corta. No se aburren por su incapacidad para relacionarse con un
arte minoritario, no jodamos. Se aburren porque se les ofrece una visita a un
mausoleo sin el morbo de una morgue como tienda de regalos. Se aburren porque
reciben un burdo intento de educarlos o entretenerlos con recursos de algún
tiempo remoto donde ya no queda nadie. Se aburren porque el público es tan o
más inteligente que nosotros y a menudo el teatro sólo lo considera carne de
taquilla. Se aburren y están en su derecho. Ojo, pese a lo mucho que se
aburren, cuando la función termina, aplauden. ¿Qué más queremos?
¿Por qué hay directores que siguen haciendo ese tipo de teatro?
Suponemos que se trata de una deformación profesional fruto de su trayectoria y
su experiencia como público. Los currículums permiten fácilmente confirmar la
primera intuición, por desgracia en ellos no aparecen las últimas obras que
vieron. La dirección de teatro se enseña poco y se aprende mucho. Mayormente
viendo obra ajena. Se trabaja con las herramientas adquiridas en ese bagaje. Se
precisa una fuerte iniciativa y un deseo rotundo de buscar hacia lo desconocido
para que una obra genere algo parecido a un interrogante. Hay que aprender a
hacerse preguntas y aceptar con humildad y entusiasmo que aquellas para las que
no tenemos respuesta, pueden ser las que proporcionen lo que necesitamos. Hay
que no saber y elegir que ese sea el camino. La dirección que concibe su obra
como una respuesta y acepta sin más lo que el texto dice, la condena. Aunque
las salas nos inviten a ver un muerto que camina, sepamos que ese muerto es
responsable de muchos de nuestros males, identifiquémoslo, aprendamos de él y
evitemos repetirlo. Es todo lo que podemos hacer. No es poco.