En mi serie favorita, Northern Exposure,[1]
hay un episodio - “Burning down the house” - donde el personaje que encarnó mi ideal
de hombre perfecto durante años, Chris Stevens - interpretado por John Corbett -,
ejecuta una performance genial en la
que catapulta, literalmente, un piano por los aires. El vuelo del piano apenas
dura unos segundos que apreciamos a cámara lenta. El gesto es tan poético que
el aplauso es espontáneo. Por si fuera poco, el piano pertenece a las ruinas
de la casa recién incendiada de Maggie,
otro de los personajes. Ese piano volador es una suerte de ave fénix que me
sigue acompañando veinte años después.
Es un día tan bueno
como cualquier otro para volar pianos.
Una pintura de Mondrian pasando por debajo de un rothko
En Estética
de Laboratorio. Estrategias del arte del presente, Reinadlo Laddaga[2]
disecciona muchas cosas, entre ellas la portada del disco Between[3] de Keith Rowe. Su análisis
incluye la reflexión del músico sobre ese diseño. Mi lectura hace zoom y foto fija sobre esta imagen: “una
pintura de Mondrian pasando por debajo de un rothko”. Así resume Rowe la
estética encontrada.
Hace años que
Rothko me persigue. Aparece en mis poemas y en monólogos de mujeres enamoradas
de un imposible. Hace acto de presencia cuando no acierto a describir la
maravilla. No he visto muchos rothkos en mi vida pero experimenté una epifanía
en el MOMA cuando lo tropecé sin buscarlo. Tuve que sentarme como una dama
cursi con mareos porque no había forma de digerir aquello. Sentí, después de contemplarlo largo rato, que el mundo
era ese cuadro. Uno de esos momentos que te dejan el vaso casi lleno.
Imaginar entonces
un rothko
proyectado en movimiento. Abundan en youtube
videos que los encadenan en montajes hipnóticos. Algo muy similar para este
caso con música adecuada. En vivo, por supuesto. De preferencia cuerdas.
Violines, contrabajos y algún cello. El rothko se proyecta como una holografía y
se elige algún mondrian convincente que atraviese lo etéreo lentamente
manipulado por hábiles técnicos vestidos de negro.
El ejercicio zen no
dura demasiado pero puede ser cíclico y repetirse hasta que los presentes se
sientan convenientemente estafados o decepcionados con la ejecución de la idea.
No es el paso del tiempo / es el paso de un tren
Como buena mujer
decimonónica sigo eligiendo el tren como excelencia de transporte. Son muchos y
gratos los recuerdos que asocio a la serpiente de hierro. Recuerdo una mínima
estación de pueblo castellano donde nos apretujábamos junto a una estufa de
carbón esperando la fugaz parada del que nos llevaría a la capital de provincia
más cercana. Recuerdo viajes largos en trenes aún divididos por compartimentos.
Los niños íbamos de un lado a otro y nos invitaban a tortilla de patatas.
Espero recordar para siempre que una vez atravesé el paisaje entre Moscú y San
Petersburgo en un tren silencioso donde desayunamos té en vaso. Escribí
demasiados poemas en trenes franceses que nunca se atrasaban. Siempre quiero
fugarme en uno sin saber a dónde va.
Imaginar entonces
un tren hermoso,
antiguo, que tenga, por supuesto, un vagón comedor. El público viajero recibirá
de pronto visita inesperada. Un actor o una actriz le contarán su historia. Un
tren lleno de actores. Parejas, familias y gente solitaria sospechosa. Habrá un
misterio clásico: criminal esposado del que poco se sabe, un intento de fuga y
algún enamorado para nada. Azares muy probables en el tren de la vida. La
duración exacta del viaje no está determinada para nadie. Todos pueden bajarse
cuando gusten.
Modo avión
La vida me dio
horas de vuelo que no conté. Ezeiza, Charles de Gaulle y Barajas fueron durante
un tiempo escenarios cotidianos en los que malgasté un miedo irracional a ser
detenida por delitos que nunca cometí. Sólo cuando terminaban los controles
comenzaba a disfrutar la poética de ese espacio donde todo es posible. Mientras
escribo estas líneas hay un poemario en preparación donde, por fin, sale a la
luz, la suma de tantas esperas.
Hace unos años
realicé en la unigalería porteña Una Obra Un Artista, una perfo de escritura improvisada: “Texto con vos”. Durante cinco
horas escribí dentro de una vidriera y el vago hilo de mis pensamientos se
proyectaba frente a mí. La gente leía, reía y saludaba.
Imaginar entonces
que me echan a
escribir en aeropuertos y me mandan de gira por el mundo. Soy yo y este teclado,
pocos gastos. Se proyectan mis textos sobre cualquier pared. Escribo con y para
los viajeros. Voz en off que traduce
los murmullos de breves despedidas y largos reencuentros. Hay una de esas urnas
transparentes donde todos me dejan un saludo y escriben “volveré” en billetes
viejísimos, servilletas y hojas ya caducadas de la agenda.
Sad Songs (a.k.a. Canciones Tristes)
Forma parte de mi geografía literaria, es la capital de mi ficción. Su
fundador, Rodrigo Fresán,[4]
nunca deja de desubicarla en cada nuevo libro. Desde que estuve en ella por
primera vez deseo hacer la gran Borges y (re)escribir su historia.
Imaginar entonces
que nací allá. Soy
una mujer de Canciones Triste y conozco a cada personaje que Fresán manda de
paso. Los tropiezo, les robo la cartera, les invito a café. Dejo que me
enamoren. Otra vez.
m.trigo
* Publicado en el n°11 de la revista mexicana La Avispa, 2016.
[1] Emitida
por la CBS entre 1990 – 1995. Creada por Joshua Brand y John
Falsey.
[2] Ladagga,
Reinaldo. Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2010.
[3] Keith Rowe y Toshimaru Nakamura. Erstwhile Records,
2006.
[4] Rodrigo
Fresán, periodista y escritor argentino. Autor, entre otros, de algunos de mis
libros favoritos: Historia argentina,
Vidas de santos, La velocidad de las cosas, Jardines de Kensington y La parte inventada, La parte soñada.