Pensar Buenos Aires como epicentro ficcional se me hizo costumbre en estos años, entenderla así, amarla por eso, sabernos parte, piezas minúsculas de su enorme ecosistema creativo, colaborar en la nutrición de su voracidad de todas las maneras posibles. Cuando considerás que ya tenés una idea aproximada de los límites de su universo, de repente una obra, cualquier obra, puede recordarte que nada está escrito.
Ver de noche es una de esas propuestas. Una obra de poética contundente, literaria, y de una belleza estética abrumadora que nos invita, más que a la contemplación, a viajar en el tiempo. El viaje se incia desde la entrada misma, la llegada a su singularísimo escenario, una casona casi abandonada del centro porteño, nos obliga a tomar uno de esos ascensores donde más de uno pasaría horas subiendo y bajando hacia quién sabe qué pasados. El público es uno de esos grupos minúsculos de personas atraídos por rotundas causalidades. La función comienza con un timbre que, milagrosamente, aún suena. Lo que sucede después puede contarse de infinitos modos. Un escritor nos recibe en su casa, en lo que queda de ella. Nos habla de su esposa ausente y de su novela. Una novela inconclusa e interminable en la que nacen y mueren cada día varias mujeres. Mujeres que comparten la matriz de su esposa pero que se difuminan en todo lo que él ama, teme y persigue. Mujeres detenidas en el limbo de un relato que siempre cambia. Son argentinas pero quieren ser francesas, italianas, rusas... Quieren venir o irse lejos. Están solas en medio de una guerra. Esperan un destino que las resuelva, un amor quizá. O un motivo. Están exhaustas, no pueden ni quieren sufrir más y eso reclaman: un final feliz, un nombre que les guste, unas circunstancias dadas a la altura de su inmensa belleza. ¿Qué son los personajes sino la suma de todo cuanto (no) le sucede al autor? Síntesis maravillosas de aquello que la memoria, caprichosa, elige recordar como lo bueno y lo peor.
La puesta en escena es tan expresionista como romántica. El espacio, cada rincón, los pocos muebles elegidos, la iluminación, la música... Los objetos, acumulados en fondos de armario que se abren, son dispositivos narrativos no activados que palpitan ahí, como bombas no estalladas de esa guerra omnipresente y onírica. Acompañan la historia elegida con una exquisitez que, por momentos, desborda nuestra capacidad perceptiva. El relato avanza confuso y veloz y nosotros quisiéramos seguir ahí, acariciar las molduras de las paredes, cerrar los ojos y abrirlos como por vez primera al entrar a esas piezas, acercarnos a los armarios e imaginar a los dueños de esas pertenencias, sus historias, de dónde llegaron, qué tipo de infelicidad única vivieron.
Yomha nos invita a recorrer tantas historias como seamos capaces de escribir junto a sus personajes en una casa que, el programa aclara, perteneció a su abuela. Un territorio que alguna vez fue íntimo y familiar, abierto ahora en canal y tomado por el hecho teatral. Más que una obra, una experiencia para todo el que goce de la poesía en espacios no convencionales.
Dramaturgia: Alejandra Delorenzi, Magdalena Yomha
Actúan: Hernan Bustos, Alejandra Delorenzi, Carolina Fernández Kostoff, María Eugenia Grillo,
Luciana Ladisa, Tatiana Sandoval, Mariela Verdinelli
Vestuario: Mercedes Arturo
Iluminación: Marco Pastorino Cane
Música original: Gabriel Quiña
Fotografía: Patricia Ackerman, Harald Lenud Pic
Asesoramiento coreográfico: Jazmín Titiunik
Asistencia de escenas: Ciana Contrera
Producción: Pléyades
Puesta De Luces: Camilo Bartolini
Dirección: Magdalena Yomha
Reservas: ideascalidas@yahoo.com.ar