Además qué sabrás vos del bosque,
del lago sin orillas, de la luz que desola.
Qué podrías hacer con tus acordes
después de tanto siglo enmudeciendo el rastro.
No hay culpa que escanciar en copa ajena.
El reino es el desastre de sus dueños
y en esta infamia propia,
mi escudo es un letargo de lechuzas
donde la lluvia impera.
No enviaré soldados en tu busca
ni ejércitos de hormigas incendiarán tus sueños.
Sé distinto y ajeno como cualquier promesa.
Sé amante y extranjero con cada sombra hermana
donde mi nombre siga encarcelado.
Y muéstrate feliz a toda hora
para que mi deseo no te alcance,
porque allá donde encuentres excusa para serlo
nadie podrá exigirte explicaciones,
ni tan siquiera yo,
que aspiro ser el cauce de tu historia,
la forma del relato, tu recuerdo.
A veces sucedemos para nada ni nadie.
Los dioses se encaprichan y maldicen
pero también se olvidan de quién somos.
Nuestra función es otra: prender fuego al sentido,
darle vuelta, morir en cada instante.
No puedo pretender que aprecies mi estrategia
o mis costumbres.
Sos un hombre de paso con sus penas
y una estrella en la frente que te guía.
La magia de lo antiguo te persigue
y en tu voz el prodigio ya hizo fuerte.
Otros tuvieron menos. Amé inmensos desiertos.
El agua, quién diría, sé invocarla.
Sé ver donde no hay nada ni hubo nadie.
Ese es mi don y, a veces, mi castigo.
No espanta mi deseo,
sino mi ciega fe depositada ahí,
sobre tus hombros.
Pesa como lo eterno mi certeza
de saberte imposible y necesario
en este mundo herido de antemano
donde tu voz, quizá,
cicatrice hasta el viento que lo borra.
Sé feliz y sé lluvia. Y no temas por mí.
Nunca estaré tan cerca como ahora.
m.trigo