ph. Carolina Giollo
Se me ocurre también
que si un día debiera dar razones,
explicación, excusa o argumento posible
sobre esto de mi amor por la miseria urbana,
con decir Buenos Aires, sería suficiente.
Pero al rato censuro mi optimismo
porque no todo el mundo extravió su brújula
en esta dirección tan sur de sures,
no todo el mundo caminó sus cuadras
saltando las baldosas que salpican
de lluvia, cucarachas y flores aún peores.
No todo el mundo se fue a manifestar
cuando tocaba
o a celebrar la patria,
la memoria o el hecho de estar vivos
y presentes.
No todo el mundo reconoce el mapa del teatro
donde habita el prodigio que nos hace felices
o algo así,
el corredor de salas que nos une
en una fe tan ciega como todas,
en un hacer constante y desmedido
que nadie nos exige ni amortiza ni ni.
No todo el mundo ha visto la tristeza
de quien duerme acá mismo, donde puede,
ni los niños cargados de promesas
y prejuicios ya clásicos
sobre la putavida y sus inercias pardas.
No todo el mundo sabe cómo parar de noche
un colectivo
o correr las dos cuadras que aún te faltan
para llegar a casa
porque hay algo de pronto que te asusta.
No todo el mundo entiende que acá las cosas son
de otra manera.
Ni mejor ni peor que en cualquier otra esquina
del infierno,
solo así, diferentes.
Con la forma y medida de nuestras cicatrices,
esas que ya ni vemos de olvidadas
pero duelen a ratos, de dormidas.
Se me ocurre que no,
que nadie va a entender ni a traducir
mis sobrados motivos
de empeño y certidumbre
sobre todo lo roto de este mundo.
Seré entonces discreta y mucho más precisa.
Diré que es por el cielo, por su culpa,
por todo lo que hace y cuanto logra
en los breves minutos que dura el espectáculo
de esas puestas de sol regaladísimas
donde el tiempo detiene su importancia
como si nada más. Y nada menos.
Diré entonces que sí,
que sigo porque vivo
adentro de una fábrica de cielos.
m.trigo