“El teatro sólo sabe de teatro, y más o
menos, más bien tirando a poco”.
Alberto Ure
El
autor que sobrevive al acopio deberá encarar a sus personajes y atender y
entender sus necesidades. Ahí, nuevamente, aparece otro acto de fe:
considerar que los personajes, una vez iluminados por la persistencia del deseo,
saben, mejor que el propio autor, cómo lograr lo que buscan. Porque si la
dramaturgia es algo – y nuestra fe nos dice que sí –, ese algo tiene que ver
con la existencia de un conflicto poderoso de cuya dosificación depende el
pulso de toda creación.
Nada
más difícil que hacer aparecer en escena un problema sin verlo venir. Una vez
presentado, el afán estará puesto no solo en su resolución, sino en
todo cuanto puede y debe suceder a su alrededor para que ese universo, tan
legítimo como el nuestro, acierte a expandirse sin pausa y logre mantenernos en
vilo. Las técnicas para que eso suceda sobre el papel están sobradamente
estructuradas, analizadas y compiladas en millones de manuales que ofrecen la
receta para cocinar un buen simulacro de escritura en cualquiera de los géneros
y subgéneros conocidos. El cine ha logrado que nuestra relación con muchas técnicas
literarias sea intuitiva, un acto reflejo para el entendimiento que no precisa
conocer la definición del término analepsis, ni siquiera el popularizado flashback,
para asimilar sin el menor inconveniente un retroceso en el devenir de la
historia, un salto hacia atrás en el tiempo del relato. De igual modo alcanza
con una mirada de determinados personajes para informarnos de su infinita
capacidad para ser malvados o con un par de notas musicales para anticiparnos el peligro inmediato que oculta cierto paisaje nocturno que, sin esa banda sonora, nos dejaría indiferentes.
El
dramaturgo goza de toda su experiencia como lector, espectador de cine y vaya
uno a saber cuántas otras singulares formaciones que ha ido atesorando a lo
largo de su vida mientras decidía si escribía o no una obra de teatro. Quien
deviene dramaturgo quizá lo haga por necesidad. Son muchos los que comienzan a
escribir obras a pedido de un grupo de trabajo, de una determinada compañía o asumiendo
la imposibilidad de pagar derechos de autor de obras ajenas. No es el mejor de
los alicientes. Escribiendo por necesidad y sin deseo corremos el riesgo de
trabajar únicamente para pagar el alquiler. Conviene recordar que los derechos
de autor de un dramaturgo rarísima vez alcanzan para llegar a fin de mes[1].
Los hay que comienzan a escribir habiéndose formado como actores o directores
teatrales. Los formados académicamente en la especialización de dramaturgia,
son los menos. Algo de esa mixtura de profesiones, vocaciones cruzadas y
sobreadaptación a todo tipo de coyunturas y contextos creativos determina que la producción de textos haya perdido hace tiempo el interés por definir
cualquier tipo de formato. Sabemos que la obra, el texto como tal, llegará a
una ínfima minoría. La publicación de textos teatrales es tan anecdótica como
sus ventas o lectores. Lo cual convierte en admirable toda iniciativa que lo
favorezca puesto que, después de todo, los textos no dejan de ser pruebas
fehacientes de la existencia de la actividad teatral y siembran, cuando menos,
duda y desconcierto en torno a la hipótesis de la extinción del dramaturgo.
Mientras haya obras, hay esperanza. Y si las obras se publican la esperanza
crece. No deja de ser significativo el hecho de que sean editoriales
independientes o específicamente teatrales, cuando no los propios autores, los
que se embarcan en la odisea del rescate de los textos. Buenos Aires ha visto
surgir en los últimos años varias iniciativas de esta índole. Ejemplos de ello son
las editoriales independientes Libretto y Libros Drama, así como las colecciones Altas Llantas de Pánico el Pánico o Voces de papel de Escénicas Sociales, perteneciente al área de Comunicación,
Artes Escénicas y Artes Audiovisuales de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.
En
España, donde las consecuencias de la tan cacareada crisis de los últimos años
casi han logrado aniquilar la poca actividad cultural del país, se está
forjando en este momento una nueva plataforma de difusión de dramaturgia
impulsada por el colectivo Nueve Novenos[2].
La figura del dramaturgo es prácticamente inexistente en un país donde el
teatro no puede ser más irrelevante ni minoritario, así que el nacimiento de
Contexto Teatral, anunciada para el próximo otoño, es una de las mejores
noticias para el teatro español en mucho tiempo.
Si
para algo sirven esas publicaciones es para constatar la gran heterogeneidad
de la dramaturgia actual. No hay modo de clasificarla atendiendo a producciones
grupales o nacionales. Las antologías que aparecen reúnen obras que
pretenden ser reflejo de la actualidad de un país o de una generación – en Buenos Aires se habló de la generación de los “sub-28”, y ya
hay un grupo “sub-20” de autores y directores que viene experimentando y
produciendo dentro del teatro independiente –, cuyas propuestas no tienen mucho
en común. Sus inquietudes, búsquedas, lenguajes y temáticas no pueden ser más
distintos. Si acaso, en ocasiones, podrá observarse que los medios precarios de
producción otorgan ciertas características (in)formales y austeras a gran
parte de las puestas en escena. Si bien tomamos como referencia
el teatro porteño de los últimos diez años, por ser el que más y mejor
conocemos, nos consta que la economía de recursos firma estilo en todas partes.
Santiago de Chile o Madrid también experimentan con la adaptación y la búsqueda
de formatos mínimos. Abundan las piezas breves para públicos reducidos en
espacios alternativos o construidos para esos menesteres. Chile exportó a
Buenos Aires y Roma, el Gabinete, un cubículo para un espectador donde se
ofrecen obras de no más de quince minutos.[3]
Madrid inauguró (y cerró varios) espacios siguiendo el modelo de las
salas porteñas para pocos espectadores. Aparecieron iniciativas como
Microteatro por dinero[4]. De algún modo, salvando distancias sociopolíticas y económicas, la creatividad teatral aprende a subsistir donde la planten
con recursos similares. Al menos, insistimos, en lo que a formas de
producción y formatos se refiere. No diríamos lo mismo sobre contenidos, temáticas, o apuestas y riesgos asumidos desde la dirección.
Vemos
que la fe del dramaturgo debe ser constante. Su credo es largo y variopinto.
Creerá en su intuición sobre todas las cosas. Creerá en el valor de las raras imágenes
que logren perseguirlo reclamando atenciones, exigiendo expansión mientras
inundan el mundo conocido de pistas, señales y metáforas que apuntan a su
causa. Creerá en el conocimiento adquirido, en la suma de todas las
causalidades que terminaron por convertirlo en el poeta que hoy es. Creerá que
hay personajes que lo esperan, historias que, en principio, solo él necesita y
que no verán la luz si él no la prende. Creerá en la omnipresencia de su
discreto Marx sentado en la butaca que prefiera y mantendrá con él infinitas
discusiones. Perseguirá cada gag, silencio, pausa e interrogante, atento
a ese lector que asomará en su hombro cada día, donde menos lo espere, hasta
que el texto obtenga soluciones y una forma capaz de contener ese universo
propio donde se habrá mudado por un tiempo. Creerá en sus personajes dotándoles
de tanta inteligencia como pueda, de un pasado, ideas, ambiciones, temores y
cierta poesía que quizá solo a él le guste. Su fe será su causa y así será
sencillo desgranar el misterio de todos los conflictos planteados. El ritmo
vendrá solo. Si se resiste recordará que escribir es corregir y aprenderá a encontrarlo.
m.trigo
[1] Kartun, con
gran conocimiento de causa, no duda en afirmar que “la paciencia y la
resistencia al fracaso son las herramientas más valiosas para el arte, no los
procedimientos técnicos”. Charla impartida en el Encuentro
Internacional de la Palabra celebrado en abril del 2015 en Tecnópolis, Buenos
Aires.