“Escribir después consiste en el trabajo
permanente sobre. Por eso no se agota en una reescritura”. Luciano Lutereau y
Estaban Dipaola.
La
fe del dramaturgo crecerá en soledad pero su oficio no. No hay obra que no pida
un escenario, que no reclame algún cuerpo y una voz. Deberá el dramaturgo
decidir. ¿Será un autor que dirija? ¿Será capaz de traducir su propia
poesía al escenario? Tendrá que asimilar que el juego es otro. Y prepararse. Seguir teniendo fe, renovar sus votos. Considerar que
todo lo escrito podría ahora cambiar o no servir. El trabajo con los actores - mucho
antes de que comiencen los ensayos donde se define la repetición de una
estructura de sentido conocida que urge habitar – puede (y
quizá deba) ser una de las grandes pruebas de fe del dramaturgo. No hay una frase o idea que esté a salvo. Todo puede transformarse en ese
tiempo en el que la obra adquiere tridimensionalidad. Siempre habrá palabras,
frases y situaciones que no logren levantarse del papel. Hay que reconocerlas, sin embargo, no hay pautas genéricas que las identifiquen. Cada texto tiene sus exigencias. El dramaturgo metido a director, o aquel que
se anime a ser testigo de los ensayos, desarrollará una suerte de séptimo
sentido indefinible. Digamos que se trata de una capacidad de (auto)escucha
que permite dilucidar cuándo las palabras se ajustan convenientemente
a los actores y cuándo parecen no terminar de entrar o salir de ellos,
convirtiéndose en algo incómodo, extraño, una molestia física que, si persiste,
si no se soluciona, siembra el escenario de errores y trastos
inútiles. Pareciera que esas palabras de las que no se adueñan se
convierten en pompas de jabón que flotan como una distracción incoherente
transformando la superficie de la obra en algo resbaladizo e inasible donde no
podemos penetrar. El problema es grande pero son tantas las obras que
llegan a estrenarse con esta inmensa falla, que no nos atrevemos a juzgarlo
insalvable. Se trata de algo que, por desgracia, se obvia a menudo.
Cuando el tiempo de toma de contacto con un universo ficcional se prolonga en
exceso y la etapa de ensayos lo amplía, pueden ser muchas los errores (y horrores) que
terminen naturalizándose. Lo que no se soluciona o desaparece, se incorpora y pasa desapercibido para quienes están sumergidos en
esa creación. Alcanza a veces con abrir el ensayo a un invitado para que
esas falencias vuelvan a ser visibles si el invitado aporta una devolución
honesta y constructiva y el dramaturgo/director está interesado en lo que se le
dice, claro. Esta peripecia deseable, por desgracia, no es práctica común. Se entiende. Una presencia extraña, ajena, que observe esa parte del
proceso resulta siempre incómoda. No alcanzan las aclaraciones, parece que aquello
nunca se entenderá, jamás estará listo. Juzgamos que el visitante, un extranjero en nuestro
nuevo mundo, está incapacitado para ver todo eso que aún no está pero cuya
potencialidad nos acompaña desde el día en que esa imagen
primigenia nos tocó la puerta alterando el curso de nuestra vulgar existencia.
El
dramaturgo, más aún si se empeña en asumir el rol de director, entenderá,
mejor pronto que tarde, que no tiene todas las respuestas. Puede conocer bien
la historia y sus personajes y saber qué quiere contar. Ahora tratará de
encontrar cómo lograrlo. El teatro exige la presencia de otros para resolver ese cómo. En ocasiones muchos otros. En el tira y afloja que implican las
relaciones humanas y de trabajo, el dramaturgo/director atravesará conflictos y
situaciones insospechadas para las que nadie puede prepararse. De nuevo su fe se pone en juego.
Algo
que pocas veces consideramos en su justa medida es que
toda obra de arte, sin importar lo mucho o poco que nos guste, no es más que
la forma final obtenida después de un proceso, más o menos largo, donde se
destilaron causalidades, azares, problemáticas, sensibilidades, dificultades
económicas y un largo etcétera. El cuadro al que apenas dedicamos
un parpadeo en el museo porque nos parece un garabato enmarcado, es una
síntesis de infinitas cuestiones que se nos escapan y detrás de él hay, nos cueste creerlo o no, una o varias personas.
El teatro, de nuevo Ure, es pese a todos nosotros. Entendamos entonces que el
error, el defecto, es posible y deseable. Del error se aprende. De nada
aprendemos más que de una obra que nos disgusta pues en ella encontramos el modelo de todo lo que no deseamos que suceda en la nuestra.
m.trigo