La dramaturgia como práctica de fe o como fe práctica (V)

“Escribir después consiste en el trabajo permanente sobre. Por eso no se agota en una reescritura”. Luciano Lutereau y Estaban Dipaola.

La fe del dramaturgo crecerá en soledad pero su oficio no. No hay obra que no pida un escenario, que no reclame algún cuerpo y una voz. Deberá el dramaturgo decidir. ¿Será un autor que dirija? ¿Será capaz de traducir su propia poesía al escenario? Tendrá que asimilar que el juego es otro. Y prepararse. Seguir teniendo fe, renovar sus votos. Considerar que todo lo escrito podría ahora cambiar o no servir. El trabajo con los actores - mucho antes de que comiencen los ensayos donde se define la repetición de una estructura de sentido conocida que urge habitar – puede (y quizá deba) ser una de las grandes pruebas de fe del dramaturgo. No hay una frase o idea que esté a salvo. Todo puede transformarse en ese tiempo en el que la obra adquiere tridimensionalidad. Siempre habrá palabras, frases y situaciones que no logren levantarse del papel. Hay que reconocerlas, sin embargo, no hay pautas genéricas que las identifiquen. Cada texto tiene sus exigencias. El dramaturgo metido a director, o aquel que se anime a ser testigo de los ensayos, desarrollará una suerte de séptimo sentido indefinible. Digamos que se trata de una capacidad de (auto)escucha que permite dilucidar cuándo las palabras se ajustan convenientemente a los actores y cuándo parecen no terminar de entrar o salir de ellos, convirtiéndose en algo incómodo, extraño, una molestia física que, si persiste, si no se soluciona, siembra el escenario de errores y trastos inútiles. Pareciera que esas palabras de las que no se adueñan se convierten en pompas de jabón que flotan como una distracción incoherente transformando la superficie de la obra en algo resbaladizo e inasible donde no podemos penetrar. El problema es grande pero son tantas las obras que llegan a estrenarse con esta inmensa falla, que no nos atrevemos a juzgarlo insalvable. Se trata de algo que, por desgracia, se obvia a menudo. 
Cuando el tiempo de toma de contacto con un universo ficcional se prolonga en exceso y la etapa de ensayos lo amplía, pueden ser muchas los errores (y horrores) que terminen naturalizándose. Lo que no se soluciona o desaparece, se incorpora y pasa desapercibido para quienes están sumergidos en esa creación. Alcanza a veces con abrir el ensayo a un invitado para que esas falencias vuelvan a ser visibles si el invitado aporta una devolución honesta y constructiva y el dramaturgo/director está interesado en lo que se le dice, claro. Esta peripecia deseable, por desgracia, no es práctica común. Se entiende. Una presencia extraña, ajena, que observe esa parte del proceso resulta siempre incómoda. No alcanzan las aclaraciones, parece que aquello nunca se entenderá, jamás estará listo. Juzgamos que el visitante, un extranjero en nuestro nuevo mundo, está incapacitado para ver todo eso que aún no está pero cuya potencialidad nos acompaña desde el día en que esa imagen primigenia nos tocó la puerta alterando el curso de nuestra vulgar existencia. 
El dramaturgo, más aún si se empeña en asumir el rol de director, entenderá, mejor pronto que tarde, que no tiene todas las respuestas. Puede conocer bien la historia y sus personajes y saber qué quiere contar. Ahora tratará de encontrar cómo lograrlo. El teatro exige la presencia de otros para resolver ese cómo. En ocasiones muchos otros. En el tira y afloja que implican las relaciones humanas y de trabajo, el dramaturgo/director atravesará conflictos y situaciones insospechadas para las que nadie puede prepararse. De nuevo su fe se pone en juego.
Algo que pocas veces consideramos en su justa medida es que toda obra de arte, sin importar lo mucho o poco que nos guste, no es más que la forma final obtenida después de un proceso, más o menos largo, donde se destilaron causalidades, azares, problemáticas, sensibilidades, dificultades económicas y un largo etcétera. El cuadro al que apenas dedicamos un parpadeo en el museo porque nos parece un garabato enmarcado, es una síntesis de infinitas cuestiones que se nos escapan y detrás de él hay, nos cueste creerlo o no, una o varias personas. 
El teatro, de nuevo Ure, es pese a todos nosotros. Entendamos entonces que el error, el defecto, es posible y deseable. Del error se aprende. De nada aprendemos más que de una obra que nos disgusta pues en ella encontramos el modelo de todo lo que no deseamos que suceda en la nuestra. 





m.trigo