La Zaranda. Nombrarlos es llenarse la boca de tiempo, de poesía, de maestría artística. Decir La Zaranda es citar una forma de hacer y entender el escenario que siempre ha sido tan personal y profunda como poética y contundente. Los que tenemos la suerte de seguir sus trabajos hace décadas, acudimos a sus estrenos como quien va a una reunión de amigos largo tiempo esperada. Sabemos con quién vamos a encontrarnos y nos reconocemos. En sus temas, su búsqueda y sus formas, mientras nos siguen sorprendiendo con su generosidad, hallazgos, verbigracias y con su amor desmedido por este mundo infame que insisten en iluminar. Para La Zaranda el teatro es una fuente de esperanza, una luz indómita que se posa sobre aspectos de la existencia que mayormente ignoramos: el paso del tiempo, la indeseada burocracia, el sinsentido de la repetición, la importancia de la memoria, el valor de los sin voz, de cada ser condenado en este mundo donde tantas veces elegimos no mirar y donde el destierro es constante.
El grito en el cielo reflexiona sobre la vejez, esa etapa que con tantísimo empeño la civilización prolonga. El geriátrico como antesala de la muerte, como sala de espera sin horizonte de expectativa posible. ¿Cómo huir de un tiempo/lugar al que no se recuerda haber llegado? ¿Y hacia dónde huir en cualquier caso?
La ironía se afina sobre las prácticas de entretenimiento, los rituales cotidianos del encierro concebidos como actividades donde el tiempo se pierde sin avanzar y donde el ser humano pasa a convertirse en un despojo atendido por costumbre y con desgana por la autoridad al mando. Una autoridad desnaturalizada, formal, pretenciosamente aséptica y entusiasta de ese optimismo reciclado que vive en la respiración ritmada.
La puesta en escena maneja una economía de recursos que, sin embargo, deposita en el simbolismo infinito de sus elementos un sinfin de posibilidades técnicas y estéticas. Cuatro estructuras metálicas con ruedas alcanzan para recrear un universo múltiple de puertas, ascensores, pasillos, camillas, jaulas, carros de lavandería, depósitos y hasta un horno crematorio. El espacio muta, crece y se achica siguiendo a unos personajes con los que resulta imposible no identificarse. Cuatro personajes que nos dejan observar nuestro futuro desde esa privilegiada ventana que es el escenario. Nuestro futuro, el pasado de muchos y el presente de tantos. Los geriátricos, como los hospitales y las funerarias, son esos lugares a los que solo vamos en casos de necesidad, cuando no queda otra. Lo que hacemos en ellos está siempre pautado, manipulado por otros que conocen las normas, los reglamentos, la supuesta mejor forma de pasar por ahí. Llegamos a esos lugares atravesados por el dolor y el tiempo y nos vamos con la certeza de la muerte más a mano. La Zaranda remueve nuestros peores temores y sobre ellos construye una obra que vuelve a abrazarnos con poesía escénica para mostrarnos algo de todo lo que está ahí, en esa oscuridad a la que evitamos asomarnos. Nos dejan, por supuesto, que lleguemos a nuestras propias conclusiones.
El grito en el cielo es, quizá, ese que nunca damos a tiempo.
El grito en el cielo
Texto: Eusebio Calonge.
Actúan: Cecilia Bermejo, Iosune Onraita, Gaspar Campuzano, Enrique Bustos, Francisco Sánchez.
Producción: Santiago Carranza / Sebastián Blutrach / Alberto López.
Fotografía: Juan Carlos García / Víctor Iglesias.
Espacio escénico: Paco de la Zaranda.
Iluminación: Eusebio Calonge.
Vestuario: Elisa Sanz.
Dirección: Paco de la Zaranda.
Hasta el 21 de agosto en el Teatro Nacional Cervantes de miércoles a domingo.