"Haría falta inventar una escala para pronosticar el impacto del encuentro entre las personas unas con otras. Anticipar el grado de perjuicio o las variaciones en la trayectoria que producirá la colisión. Dónde se estrellarán, cuáles serán las consecuencias en el futuro. Estimar el grado de estabilidad posterior a la experiencia, no para evitar atravesarla sino para disfrutar la belleza de cada instante hasta el último, donde la cuenta regresiva no anuncie un lanzamiento sino una catástrofe tras la cual - aun sobreviviendo - los daños serán irreparables. Y confío en que está bien que así sea". David Nahon.
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Desde hace dos años cuento con el extraño privilegio de que casi todo lo que escribo sea leído por un actor. Un amigo actor. En su lectura nunca hay un fin determinado y pocas veces recibo una devolución estética o correcciones técnicas de su parte. Cada tanto, quizá, alguna observación sobre temas recurrentes o imágenes que aprendió a reconocer como claves de mi imaginario. Aeropuertos, estaciones de tren, hormigueros, camiserías, Alicia, los absurdos cuentos de hadas, la incierta geografía, algunos pintores... Imaginario tópico, sí, pero que trato de consolidar y conquistar como propio.
Soy de la opinión de que siempre escribimos para alguien. Y no precisamente para el supuesto "lector ideal" de la teoría literaria. No. Nuestro receptor suele ser alguien mucho más inmediato. Con suerte alguien que nos quiere lo suficiente como para enjuiciar nuestro trabajo. Alguien que no dudará en decirnos que se aburrió, le resultó largo o le recordó a algo que ya había leído por ahí. Alguien que nos quiere bien y, por tanto, no dudará en hacernos llorar sobre esas hojas llenas de borrones y buenas intenciones.
En estos dos años de escritura para un lector concreto, puedo afirmar que mi escritura ha sabido adquirir por momentos una urgencia vital que resignificó el sentido de mi práctica. La escritura dejó de ser un refugio, un espacio en el que dar vueltas a solas a ideas peregrinas, para dotarse de una imperiosa necesidad: comunicarme con mi lector. Lector al que tardaba días en ver y al que, paradójicamente, rara vez osaba preguntar qué le había parecido el último envío. Buscaba una comunicación profunda. No entretenerlo o divertirlo. Creo que jugaba a "convertirlo". Tratar de que viera el mundo desde mi desenfocado punto de vista. Un punto de vista que me atrevo a considerar peculiar por el mero hecho de ser mío, vaya. Así, por ejemplo, sé que he adquirido cierta destreza en el desarrollo de una suerte de parodia del lenguaje amoroso antiguo. El voseo argentino a menudo abre en mis textos una puerta hacia un pasado romántico, una fantasía donde mi paciente lector se convierte de pronto en un caballero medieval o decimonónico, siempre lejano, siempre ocupado en hazañas misteriosas de las que nada sé, un hombre familiarizado con el arte y la geografía. Esas construcciones cursis y desfasadas abundan en ironías donde cifro mis intentos de encontrar una voz a la que a menudo, con pedantería coqueta, denomino mi "voz en off".
Ese off es la traducción del runrún que nutre mi escritura. Sueños, deseos y conversaciones conmigo misma adquieren consistencia tras una larga criba. Hace tiempo que no persigo la sobriedad de una prosa donde se hile un relato. Considero mis excesos como posibles defectos de un potencial estilo. He tardado años en reconocerme como poeta pero terminé por salir del armario al darme cuenta de que lo poético de mis textos funcionó como aliciente para llevarlos a escena. Dirigí varias obras sobre textos propios y en todas ellas el trabajo de mesa requería explorar metáforas y llenar de sentido, flexibilidad, humor y ritmo lo que en una primera lectura parecían infames lamentos melancólicos carentes de esqueleto escénico. Creo haber logrado resultados interesantes en ese desafío y eso es, sin duda, una de mis principales pulsiones a la hora de escribir. Nunca sé cuándo lo que parece un relato terminará por ser argumento teatral o cuándo una colección de poemas se convertirá en un personaje capaz de decir esas barbaridades en voz alta sin ser apedreado.
Quizá por eso elegí a un actor como primer lector de mis desvaríos. En principio esta dupla creativa respondía a cierta inquietud por laburar juntos. En mi ingenuidad creí que sería fácil escribir un monólogo para un actor amigo y admirado. Más de dos años después he perdido la cuenta de mis muchos fracasos. No he dejado de intentarlo, pero asumo la posibilidad de que ese monólogo soñado nunca nos llegue. Como dice Kartun, "uno es el poeta que puede ser". Quizá esta poeta no está a la altura de sus mejores intenciones pero no hay mal que por bien no venga y, por suerte, también he perdido la cuenta de los poemas y canciones que aparecieron en respuesta a los comentarios, burlas o desafíos de mi lector. Así, por ejemplo, su falta de tiempo para leer mis extensas peroratas, logró que practicase la síntesis y afinase la eficacia en mis metáforas. Del mismo modo, su nulo interés ante algunos monólogos en los que consideraba haber atrapado la quintaesencia un personaje, me obliga a reconsiderar una y otra vez cuáles son los elementos cruciales de un monólogo y, sobre todo, qué lo convierte en algo urgente, es decir, atractivo, a los ojos de un actor. Sí, ya sé, hay tantos actores como lectores. Considero que un actor es un lector "avisado", un experto que acierta a reconocer el buen pulso de un texto gracias a su intuición práctica sobre un subtexto latente que sólo terminará de aparecer en los ensayos.
Allá lejos y entonces, en mis clases de escritura creativa en la universidad, uno de mis mejores profesores insistía en la importancia de dar a leer nuestras cosas a aquellos en cuyo juicio confiáramos plenamente. He tenido la suerte de gozar de la confianza de unos pocos lectores exigentes. Sé, intuyo, que el actual estado de mi relación autora/lector no se mantendrá indefinidamente. Los caminos de la creatividad son más inexpugnables que los divinos. Aún no asimilo el raro privilegio que hemos disfrutado, no obstante, sé que ha sido una intensa convivencia cuyas repercusiones, para bien o para mal, seguiremos detectando dentro de mucho tiempo. Poder reflexionar con alguien sobre dos años de producción continuada (letra-ojo / voz-oído), y valorar en su justa medida la influencia lúdica, el respeto y la responsabilidad adquirida sobre el trabajo del otro es, de por sí, una gran e interesante recompensa.
A vos, que estás leyendo, gracias.
m.trigo
Tren Valladolid - San Sebastián, 20 de enero de 2014.
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Desde hace dos años cuento con el extraño privilegio de que casi todo lo que escribo sea leído por un actor. Un amigo actor. En su lectura nunca hay un fin determinado y pocas veces recibo una devolución estética o correcciones técnicas de su parte. Cada tanto, quizá, alguna observación sobre temas recurrentes o imágenes que aprendió a reconocer como claves de mi imaginario. Aeropuertos, estaciones de tren, hormigueros, camiserías, Alicia, los absurdos cuentos de hadas, la incierta geografía, algunos pintores... Imaginario tópico, sí, pero que trato de consolidar y conquistar como propio.
Soy de la opinión de que siempre escribimos para alguien. Y no precisamente para el supuesto "lector ideal" de la teoría literaria. No. Nuestro receptor suele ser alguien mucho más inmediato. Con suerte alguien que nos quiere lo suficiente como para enjuiciar nuestro trabajo. Alguien que no dudará en decirnos que se aburrió, le resultó largo o le recordó a algo que ya había leído por ahí. Alguien que nos quiere bien y, por tanto, no dudará en hacernos llorar sobre esas hojas llenas de borrones y buenas intenciones.
En estos dos años de escritura para un lector concreto, puedo afirmar que mi escritura ha sabido adquirir por momentos una urgencia vital que resignificó el sentido de mi práctica. La escritura dejó de ser un refugio, un espacio en el que dar vueltas a solas a ideas peregrinas, para dotarse de una imperiosa necesidad: comunicarme con mi lector. Lector al que tardaba días en ver y al que, paradójicamente, rara vez osaba preguntar qué le había parecido el último envío. Buscaba una comunicación profunda. No entretenerlo o divertirlo. Creo que jugaba a "convertirlo". Tratar de que viera el mundo desde mi desenfocado punto de vista. Un punto de vista que me atrevo a considerar peculiar por el mero hecho de ser mío, vaya. Así, por ejemplo, sé que he adquirido cierta destreza en el desarrollo de una suerte de parodia del lenguaje amoroso antiguo. El voseo argentino a menudo abre en mis textos una puerta hacia un pasado romántico, una fantasía donde mi paciente lector se convierte de pronto en un caballero medieval o decimonónico, siempre lejano, siempre ocupado en hazañas misteriosas de las que nada sé, un hombre familiarizado con el arte y la geografía. Esas construcciones cursis y desfasadas abundan en ironías donde cifro mis intentos de encontrar una voz a la que a menudo, con pedantería coqueta, denomino mi "voz en off".
Ese off es la traducción del runrún que nutre mi escritura. Sueños, deseos y conversaciones conmigo misma adquieren consistencia tras una larga criba. Hace tiempo que no persigo la sobriedad de una prosa donde se hile un relato. Considero mis excesos como posibles defectos de un potencial estilo. He tardado años en reconocerme como poeta pero terminé por salir del armario al darme cuenta de que lo poético de mis textos funcionó como aliciente para llevarlos a escena. Dirigí varias obras sobre textos propios y en todas ellas el trabajo de mesa requería explorar metáforas y llenar de sentido, flexibilidad, humor y ritmo lo que en una primera lectura parecían infames lamentos melancólicos carentes de esqueleto escénico. Creo haber logrado resultados interesantes en ese desafío y eso es, sin duda, una de mis principales pulsiones a la hora de escribir. Nunca sé cuándo lo que parece un relato terminará por ser argumento teatral o cuándo una colección de poemas se convertirá en un personaje capaz de decir esas barbaridades en voz alta sin ser apedreado.
Quizá por eso elegí a un actor como primer lector de mis desvaríos. En principio esta dupla creativa respondía a cierta inquietud por laburar juntos. En mi ingenuidad creí que sería fácil escribir un monólogo para un actor amigo y admirado. Más de dos años después he perdido la cuenta de mis muchos fracasos. No he dejado de intentarlo, pero asumo la posibilidad de que ese monólogo soñado nunca nos llegue. Como dice Kartun, "uno es el poeta que puede ser". Quizá esta poeta no está a la altura de sus mejores intenciones pero no hay mal que por bien no venga y, por suerte, también he perdido la cuenta de los poemas y canciones que aparecieron en respuesta a los comentarios, burlas o desafíos de mi lector. Así, por ejemplo, su falta de tiempo para leer mis extensas peroratas, logró que practicase la síntesis y afinase la eficacia en mis metáforas. Del mismo modo, su nulo interés ante algunos monólogos en los que consideraba haber atrapado la quintaesencia un personaje, me obliga a reconsiderar una y otra vez cuáles son los elementos cruciales de un monólogo y, sobre todo, qué lo convierte en algo urgente, es decir, atractivo, a los ojos de un actor. Sí, ya sé, hay tantos actores como lectores. Considero que un actor es un lector "avisado", un experto que acierta a reconocer el buen pulso de un texto gracias a su intuición práctica sobre un subtexto latente que sólo terminará de aparecer en los ensayos.
Allá lejos y entonces, en mis clases de escritura creativa en la universidad, uno de mis mejores profesores insistía en la importancia de dar a leer nuestras cosas a aquellos en cuyo juicio confiáramos plenamente. He tenido la suerte de gozar de la confianza de unos pocos lectores exigentes. Sé, intuyo, que el actual estado de mi relación autora/lector no se mantendrá indefinidamente. Los caminos de la creatividad son más inexpugnables que los divinos. Aún no asimilo el raro privilegio que hemos disfrutado, no obstante, sé que ha sido una intensa convivencia cuyas repercusiones, para bien o para mal, seguiremos detectando dentro de mucho tiempo. Poder reflexionar con alguien sobre dos años de producción continuada (letra-ojo / voz-oído), y valorar en su justa medida la influencia lúdica, el respeto y la responsabilidad adquirida sobre el trabajo del otro es, de por sí, una gran e interesante recompensa.
A vos, que estás leyendo, gracias.
m.trigo
Tren Valladolid - San Sebastián, 20 de enero de 2014.