Cada vez que salimos de una obra maldiciendo, aburridos, indignados, puteando, sin poder contener las frases venenosas que sólo nuestros pacientes acompañantes escuchan, comparten, matizan o discuten, se llega a la serena y consoladora conclusión de que, al menos, poseemos las armas precisas para defendernos de la amenaza, los recursos necesarios para enjuiciar ese trabajo con argumentos de peso que van más allá del escuálido: "no me gustó".
Del mismo modo en que un libro, por malo que sea, sólo por el hecho de proporcionarnos una lectura, de un modo elemental, básico y casi primitivo, nos está beneficiando, así, el mal teatro, nos revela las claves de todo lo que debemos evitar en nuestros trabajos.
Nada enseña más sobre estructura y sentido del ritmo, que las obras crueles donde cada escena se hace interminable, el pobre argumento no avanza, el tempo no existe y cada pausa se abre como un agujero negro dispuesto a devorarnos.
Nada enseña más sobre actuación que los actores tensos, empeñados en hacer fuerza para transmitirnos algo que no entienden, dispuestos a fingir un sentimiento, impunes, ofensivos, ajenos a su texto, burdos imitadores de una realidad que caricaturizan desde lejos.
Nada enseña más sobre dramaturgia que los textos estériles llenos de pretensiones, tópicos, petulancias, rarezas caprichosas que no se justifican ni en el fondo ni en la forma.
Nada enseña más sobre dirección que la triste exposición de actores que aún no saben, ni entienden ni asimilan.
Nada enseña más sobre puesta en escena que los espacios desaprovechados, los objetos inútiles que "adornan" el lugar, la música que ilustra, subraya e incomoda o el abuso de los apagones para suplir elipsis que nadie resolvió.
En definitiva: se puede hacer tan bien el mal...