Existe
un prejuicio sobre lo hermoso y simple del trabajo artístico.
Un prejuicio cimentado en la felicidad compartida de la exhibición pública. En
efecto, quien logra inaugurar su muestra de fotografía o pintura, quien
presenta el libro después de varios años, el elenco que, por fin, estrena, rara
vez se detiene a recordar el infierno que supuso llegar hasta ahí. Con suerte,
agradecen a los involucrados y se mencionan los daños colaterales: la familia,
los amigos, el psicólogo… Apoyos sin los que el día a día
sería imposible y la obra apenas una idea entre tantas. Pero no hay tiempo,
lugar ni interés en calcular los altos costos – materiales, físicos y
emocionales – que esa singular hazaña, tan mínima para unos e incomprensible
para otros, genera. Lo habitual es que en el proceso se hayan recibido, no
necesariamente aprendido, varias lecciones. Alguna más dolorosa que otra y
quizá hasta una significativa e inolvidable que trascenderá ese
momento y nos acompañará al siguiente. Nos percataremos mucho después.
Ahí, en el campo de batalla de la obra abierta a público, el foco de atención
está en otra. Porque el trabajo no termina esa tarde, esa noche. A la firma de
los primeros ejemplares viene la inquietud por obtener reseñas y devoluciones;
la muestra que se exhibe en una galería no debería ser abandonada a su suerte,
hay que lograr algo más después del brindis amistoso de la inauguración y la
obra, desde luego, la verdadera naturaleza de la obra de teatro, comienza a
manifestarse como tal y a revelarnos su valor durante las funciones, funciones que
debemos llenar y para las que necesitamos difusión urgente. El breve triunfo de
la llegada al público es efímero. Al día siguiente las tareas infinitas vuelven
a estar ahí. Son otras, sí, pero igual de demandantes. ¿Cuándo dejamos de ser necesarios para nuestra obra?
Pero antes, muchísimo antes de que ese infierno comience, estamos solos con nuestro deseo. Un
deseo que debemos defender a toda costa. La vida alimenta esa pulsión pero también atenta contra ella. El
deseo es único e intransferible. Podemos involucrar a otros, por supuesto, pero
sabemos que la llegada a buen puerto, el término de ese proyecto bajo la forma
que fuere, es solo cosa nuestra. No siempre estamos preparados para lo que
implica. No siempre el deseo alcanza. Es una suerte. Hay que
agradecer todos esos libros sin publicar y esas obras jamás estrenadas. Son
piezas necesarias del crecimiento personal o colectivo pero, quién sabe qué
desastres evitamos al ahorrarnos su aparición.
El
deseo es la rara fuerza que transforma la idea, la materializa, la baja a
tierra. Podemos amar la idea del amor con alguien, pero recién cuando ese
alguien se encuentra en nuestros brazos comienzan los problemas, el trabajo, las
infinitas responsabilidades del ser feliz y disfrutarlo. Nuestro deseo se las
apañará para desentrañar los mecanismos con los que esa imagen que nos
acompaña hace años, ese tarareo infame que nunca encuentra letra, esa serie de
fotografías sobre trenes abandonados o ese personaje inspirado en mi tío
Alberto, conquisten su lugar. Nuestro trabajo como creadores comienza entonces
a responder a una única pregunta: ¿cómo lo hago? ¿Cómo?
Interrogarse sobre el
para qué o para quiénes, suele ser una forma frecuente de boicot. Trasladamos a
esos otros – una otredad en ocasiones opaca a la que no nos atrevemos a
reconocer con nombre y apellido – la importancia de nuestra tarea. Como si
nuestro trabajo tuviera la obligación de ser algo que ellos, los demás,
necesiten. Por si fuera poco, algunos se preguntan qué dirán, si serán
entendidos. No quieren ser explícitos pero temen ser malinterpretados. Bajo
ningún concepto quieren hablar de sí mismos. Lo afirman con la rotundidad de
quien se cree un asesino serial por descubrir. Estas y otras muchas dudas imprescindibles
cumplen su función. Están ahí para ayudarnos a enfrentarnos con nosotros
mismos, para recordarnos que, sí, elegimos el camino del arte y eso nos trajo
hasta este punto de (de)sencuentro absoluto con el mundo y sus cosas y, sí, es
probable que el oficio y nuestro desempeño en nada se parezcan a la fantasía que
alguna vez tuvimos sobre esto, sin embargo, ¿esto que tenemos hoy no resulta
mucho más interesante? Gratificante, no, es obvio, pero ¿interesante?¿Acaso
este modo de ser y estar involucrados en nuestra búsqueda sobre quién
sabe qué cuitas no resulta ser la mejor o la única forma que encontramos de
seguir adelante? ¿No es por esto que juntamos fuerzas una y otra vez para
levantarnos cada mañana y cumplir con lo(s) demá(s)?
Me atrevo a creer que
cuando la respuesta a estas últimas cuestiones es sí, es un momento tan bueno como cualquier otro para dejar de lamentarse por lo que no fue ni será y comenzar a valorar lo mucho que está siendo para continuar trabajando sin necesidad de que nadie nos autorice. ¿A
quién le importa nuestro trabajo más que a nosotros mismos?
Que
nuestro deseo ilumine el cómo. El para qué es una excusa disfrazada de salida
de emergencia.