El mundo sabe cómo convertirnos en sombra, no
solo de lo que fuimos, sino de lo que alguna vez quisimos ser. Es una trampa
donde se nos paraliza y silencia en la paradoja del vértigo ruidoso. Todo está
a nuestro alcance, dicen, pero nada nos pertenece. Quizá el tiempo. Quizá
solo el tiempo. Si lo conquistamos, si aprendemos a llevarle el apunte,
si nos detenemos a verlo pasar. Cuando lo logramos la vida se parece un poco menos al infierno patrocinado donde nos perdemos.
Llueve mientras vuelvo a casa después de pasar varias horas en
el taller de Fuelles del Sur, lutería de Parque Patricios donde Emmanuel Occhipinti y Pablo Ezequiel Lepiane trabajan hace cinco años contra el tiempo. De lunes a
viernes durante ocho horas sus manos limpian, cortan, lijan, pegan y acarician
de mil y una maneras bandoneones. Llego a ellos (con)movida
por la rotunda belleza de un instrumento del que apenas sé nada pero cuyo sonido
identifico como una traducción de alguna intimidad indescriptible. Me
sé imantada por el objeto en sí, donde no puedo evitar ver un libro cerrado al
que el aire hace hablar. Hace rato que quiero observar uno, contemplarlo de
cerca, darle vueltas. Entenderlo como si así el prodigio
de su sonido inmenso fuera a ser más cercano.
El taller es amplio y luminoso. Reina un orden práctico donde
todo está a la vista. Escribir “todo” es una manera de disimular mi ignorancia
sobre los nombres de herramientas, materiales y piezas que observo.
Me sé privilegiada, invitada a un espacio íntimo de trabajo donde el tiempo es
otro. El oficio de luthier, intuyo desde siempre, viene definido por la
fascinación por el instrumento. Fascinación que no tarda en
convertirse en un entendimiento singular de las infinitas posibilidades que
descansan en el alma de ese objeto, un ser de naturaleza inanimada destinado a dar vida.
Deduzco que el amor en esa relación es
inevitable. Es lo que hace posible las largas jornadas de
gestos precisos y repetidos. Lo artesanal atenta contra el sistema de
producción invasivo y voraz que nos acosa. Es imposible no reflexionar en voz
alta sobre qué implica la mano de obra humana en el proceso de afinación,
arreglo o creación de un instrumento nuevo. Subrayo la evidencia de que no hay
dos iguales y de que cada pieza se realiza en casa. Sí, en Europa, allá lejos,
hay fábricas donde obtener muchas de esas piezas confeccionadas, pero estamos
acá, al sur, en Fuelles del Sur.
El bandoneón supo llegar desde Alemania a Argentina y Uruguay
con los inmigrantes a fines del s.XIX. El instrumento que nació como órgano
portátil para la evangelización, se convirtió al otro lado del Atlántico en el
sonido vertebral del tango. Descubro que aunque se siguen fabricando hay devoción
por los originales que han sobrevivido pasando de mano en mano entre los
intérpretes.
A lo largo de la tarde me familiarizo con sus singulares entrañas. Descubro que en su interior hay lengüetas remachadas a un
peine que funciona con la aparente sencillez de una armónica, que existen
distintas máquinas y que las botoneras destilan graves en la mano izquierda y agudos en la derecha. El "fueye" que tanto me embelesa es de cartón. Cada pieza es liviana y de
apariencia simple, sin embargo, su disposición final en el conjunto genera esa
criatura sublime, una especie en extinción cuyo latido habla el raro idioma de
la nostalgia.
Mientras los mates y las horas pasan trato de imaginar cinco
años en ese taller, cinco años de instrumentos heridos que volvieron a sus
dueños en las mejores condiciones para seguir sonando. Los arreglos son
inevitables, pero los clientes rara vez vuelven con un mismo problema. El uso
modifica al instrumento, las piezas deben cambiarse sin alterar la esencia. Luchamos contra la velocidad del tiempo y, en ocasiones,
tenemos el privilegio de involucrarnos con la historia escrita en los objetos. La
memoria de un instrumento siempre es emocionante. Saber que ese sonido que
hoy nos llega viene de lejos y de antes. Saber que seguirá sonando tanto tiempo
después.
Vine a Fuelles del Sur buscando preguntas nuevas
sobre la creación y las formas de trabajo. Tengo la certeza de que lo inefable
no puede enseñarse pero sí, humildemente, compartirse. Todo ámbito creativo
ofrece sus interrogantes con generosidad, nuestra tarea no es otra que seguir cosechando inquietudes.