Las ganas de extrañar eran sencillas, recurrentes. Venían siempre a cuento.
La muerte era otra cosa. Como la vida misma.
Aunque nadie conociera el resultado, la temían. Evitaban morir como la peste.
Se comportaban como si fueran eternos o como si un final les molestara.
Era un decir nomás. Qué se sabía.
Quizá era otro principio. Punto y aparte apenas. Nota al pie.
Cosas más raras que la muerte solía hacer la vida y mucho menos caso le prestaban.
La vida se pasaba como si no fuera con ellos. Como si fuera gratis, aunque saliera cara.
La vida era otra cosa, repetían los tristes aspirantes a una existencia ajena. A cualquier otra.
Bien mirada la vida era un misterio inconsolable que tan sólo la muerte resolvía.
Pero no estaban dispuestos a entenderlo.
Así que sopesaban cada argucia y sus pasos de plomo derretido no llegaban muy lejos.
El mar era una orilla extranjerísima que a pocos convocaba.
A veces, en el medio de la vida, pasaban cosas raras. El amor, por ejemplo.
Catástrofe absoluta, distracción magistral para que el moribundo se sintiera vivito y coleando.
Duraba lo que el fuego. Artificio inquietante. Solicitado, es cierto.
Cada quien distraía su suerte con el faro que tenía más a mano.
La luz, a fin de cuentas, proyectaba distinto en cada quien o uno y nadie preguntaba acerca de.
Era cierto o probable que ni la vida ni el amor fueran originarios de la zona, pero ya no importaba.
La costumbre, su fuerza, es siempre bruta.
m.trigo