“El artista da lo que no sabe que tiene”. Ángel Cerviño.
Si la figura del poeta no se hubiera sacralizado tan
huecamente hasta el punto de convertirse en una caricatura, resultaría más
orgánico para los artistas reconocerse como tales y aceptar lo que implica.
Hacerse cargo de su hermosa responsabilidad y defenderla. Defender la necesidad
de desempeñar cualquier profesión libremente, es decir, violentando desde
dentro la economía del sistema. No para boicotear o destruirlo. El arte nada
sabe de aniquilar o imponer principios. No deja de ser una víctima de las
circunstancias y así le va y le ha ido. Testigo, cómplice amordazado,
tematizado por políticas subvencionadas, desnutrido al amparo de concursos de
moda que todo delimitan encauzando el auge de producciones predecibles y
olvidables. Hablamos, claro está, de todas las disciplinas artísticas, no solo del teatro. Nos atrevemos a generalizar esperando que los
responsables de cultura de algún país conocido nos contradigan y lo
demuestren.
Afirma
Alberto Ure en Sacate la careta
que el teatro es pese a todos nosotros. Seamos atrevidos y leamos arte
donde él dice teatro. Entenderemos entonces que los poetas dominarán el mundo. El
que importa, el otro, el subterráneo, el inconsciente, el que generará ruinas
dignas de estudio para nuestra Historia mentirosa y selectiva.
El
teatro anhela pero desconoce las multitudes. Su naturaleza es
sinónimo de crisis. Pervive en los intersticios de la evolución porque sabe que
no necesita de sus avances. Estaba acá antes de la electricidad y estará
después de la caída de todo lo que hoy consideramos imprescindible. No importa
cuánto teatro se presente de la mano de nuevas tecnologías, cuántos formatos se
exploren para hacernos partícipes de obras interactivas que transcurren en varias
ciudades a la vez, en cientos de pantallas donde el texto se escribe
colectivamente, o en lugares donde el sonido y la imagen inundan los sentidos
arrebatando toda posibilidad de pensamiento y emoción. Esas piezas forman
parte de la anatomía actual del sistema de producción y son un
claro reflejo de los famélicos intereses que genera el hiper desarrollo
virtual. Un desarrollo que no tardará en sonrojarnos por parecernos, una vez
más, de nuevo, cavernícola. Ya estuvimos acá, ya lo experimentamos. Cada nuevo
soporte tecnológico reclama contenidos, pero la obsolescencia programada no
es un ingrediente atractivo para el arte[1].
Será
cada vez más difícil sorprenderse del modo en que la tecnología modifica
nuestra existencia porque estamos acomodados a la idea de una asimilación
instantánea de la técnica[2].
No del conocimiento, por supuesto. El conocimiento está obsoleto. O, cuando
menos, hoy también parece tener fecha de caducidad. Para qué acumularlo cuando
todo parece estar a un clic de distancia.
En
medio de este mar de los Sargazos, el teatro, siempre flexible y dispuesto a
jugar con cualquier excusa, va y viene. Se adapta a la grandilocuencia
tecnológica, deja que lo maquillemos, le cambiemos el nombre, el apellido, lo formateemos y lo vaciemos de sentido queriendo otorgarle todos los posibles. Su nuevo sentido será azaroso y su discurso fragmentario,
hiperbreve e hipervinculado, como corresponde a la post-posmodernidad. No debe aburrir, ni bajar línea ni emitir mensajes unívocos. El teatro se percibe
como un lugar de expansión al que se le presupone un divertimento y una
complejidad que, en última instancia, descansa en nuestro público, ese público
escaso pero fiel, afectado quizá con alguna malformación del virus teatrero.
Una cepa menos radical que lo convierte en público sin deseo protagónico, sin
anhelo de subirse al escenario (si es que hay cerca uno, si es que de ese
teatro se trata). No abunda ese público ajeno a los entresijos de la producción
teatral. Sabemos que al teatro lo alimenta la familia. Es esa mesa de bautizo
donde todos apadrinamos un poco a la criatura. Vamos a ver la obra del maestro,
del amigo, de la novia, del ex, de la compañía admirada o envidiada… Y ellos,
todos ellos, nos devuelven el favor. Vienen a ver nuestras obras y nos
felicitamos o mantenemos un prudente silencio. Protegemos nuestra
supervivencia. Tenemos algo de vampiros. Sacrificamos cada nueva obra a los
colmillos de la comunidad, nos la vamos pasando unos a otros, hasta que no
queda nada en ella que morder. Algo de eso hay. Algo. Pero no es todo. Eso no
alcanzaría para seguir, para mantener el interés, los sueños y la esperanza de
encontrarle sentido a tanto esfuerzo cuando nada funciona como quisiéramos.
m.trigo
m.trigo
[1] En relación a
todo esto recomendamos la lectura del artículo “La muerte del teatro y otras
buenas noticias”, de M. Kartun, en Detrás
de escena, ed. Excursiones, Buenos Aires, 2015. pp. 11-16.
[2] Entre las
muchas películas estrenadas en los últimos años que abordan hipótesis sobre
cómo la tecnología modifica irremediablemente nuestra experiencia como seres
humanos y nuestra (in)capacidad para relacionarnos, Her (Dir. Spike Jonze, USA, 2013) es, sin duda, uno de los ejemplos
que mejor ejemplifica estas vagas impresiones.