“Ama como
puedas, ama todo lo que puedas. No te preocupes por la finalidad de tu amor”.
Amado
Nervo
Aprendí a
declararme por escrito antes de poder decir en voz alta “te quiero”. El
amor traducido, domesticado en metáforas terribles y adjetivos que
tropiezan entre sí con humor torpe y desvalido, siempre me pareció más interesante
que el sentimiento desprolijo y esquizoide que altera mis sentidos
convirtiéndome en alguien francamente estúpida. De algún modo, la carta de
amor, la misiva donde mi corazón diseccionado se explaya en kilómetros de
tinta, construye un puente desde el que no temo saltar al vacío. Tardé mucho
tiempo en ponerme en el lugar del lector, el receptor de esos explosivos
alegatos donde todo es posible. Cuando lo hice, comencé a censurar mi mala
praxis y a cuestionar la inutilidad de un esfuerzo que nunca recibió el
análisis exhaustivo que esperaba. Nunca me importó tanto que no me amaran como su
reacción ante lo leído. ¿Había conseguido algo?
¿Era diferente su mundo ahora que habían enfrentado mi manera de verlos y
sentirlos?
No iban a enamorarse de mí pero descubrirían que alguien
diferente habitaba el interior de esta carcasa y se fascinarían lo
suficiente como para desear saber algo más sobre esta criatura o, mejor dicho,
sobre mi punto de vista. Porque el amor, maldita sea, apenas es eso: un punto
de vista privilegiado, un primerísimo primer plano con el que enfocamos e
iluminamos a nuestro objeto de deseo inventándolo a nuestro antojo.
Las
cartas de amor hoy día apenas sirven para convocar concursos literarios y, con suerte, cumplen
su objetivo en los guiones cinematográficos. Ahí sí. Los guionistas
saben bien cuándo debe aparecer una misiva ardiente. Pocas veces nos dejan leer o
escuchar lo que dice porque cualquier hilado de frases que encadenen
nos decepcionará. Alcanza con el rostro del lector, con su mirada conmovida, su
sonrisa o el atisbo de una lágrima para entender que las palabras elegidas
fueron las mejores posibles, que el amante – las cartas las escriben los
amantes y siempre el lector es el amado - acertó, logró elaborar el hábil algoritmo
de sentido que modificó todos los errores del pasado. De ahí en más, gracias a
esas pocas líneas, sus vidas serán otras, mejores y felices. Al menos hasta los
títulos de crédito.
Las
cartas de amor no tienen títulos de crédito. Podrían. Una larga lista de
agradecimientos, al menos. Nuestro agradecimiento a todas y cada una de las
personas que nos acompañaron hasta esa fecha, la fecha de la carta. Porque
gracias a ellos estamos lo suficientemente locos como para enamorarnos e
involucrarnos en la hazaña de bajar nuestro amor a un papel. Nuestro eterno
agradecimiento a todos aquellos que alguna vez nos quisieron lo suficiente como
para hacernos sentir merecedores de su cariño, dignos receptores de una
atención que nos mejoraba y nos hacía crecer de modos infinitos que nunca
constatamos pero que, en efecto, sucedieron. Acá estamos. Somos la prueba
viviente de que ese cariño no se entregó en vano. Gracias a ese cariño somos
capaces de amar a una persona a la que nos dirigimos por escrito como si fuera
el único ser vivo del planeta.
No. Las
cartas de amor no tienen créditos porque los créditos serían un flashback larguísimo donde sería preciso
contar toda nuestra historia. Quiénes somos, qué hicimos, qué nos hicieron,
para entender porqué nos hemos convertido en alguien capaz de escribir una
carta de amor en el siglo veintiuno y no querer que nos amen por ella, sino
pretender que esa escritura, de por sí, sea lo que nos mantiene con vida. Y
entonces, sí, cómo no escribirla, cómo no agradecer la existencia de cualquier
ser que nos inspire y nos proporcione el coraje suficiente para enfrentarnos
una vez más a nuestra soledad y llenarla de palabras que la entibien con las
que, no, nunca lograremos que nos amen, pero al menos demostraremos que aún
somos capaces de sentir algo. Y vivir para contarlo.
Algo de todo esto y otras muchas causalidades constituyen el iceberg de Esas cosas que se dicen y son tan extrañas, un nuevo proyecto con Fernando del Gener y Jimena López que recién comenzamos a compartir. Un pequeño (des)amor que ya tiene muchos cómplices. Buscamos testigos.
m.trigo