La geografía de las ciudades
como algo (re)construido en cada esquina, en la suma de todos sus grafittis,
socavones, en los itinerarios invisibles que trazamos para volver a pasar una y
mil veces por los lugares donde siempre desfila un carnaval de recuerdos de quien
alguna vez fuimos. Las ciudad como una historia interminable escrita por todos,
donde millones de voces guionizan un sentido posible para justificar
nuestros pasos camino de un trabajo detestable o en esa vuelta al perro a
medianoche que siempre es tan distinta. La ciudad como infierno elegido para enterrar nuestras vidas,* para dejarlas pasar, ocupadísimas y preocupadas con tantísimos miedos.
En todas las ciudades el aire nos
abraza o nos escupe de modo bien distinto. Sabemos que París no es nuestra
fiesta, en Londres somos nadie, en Madrid somos todos, en Florencia podríamos
morirnos cada tarde y enamorarnos, quizá, ya solo en Roma. Sabemos que en Oviedo la
lluvia es literal y literaria, que en Sevilla la infancia nos persigue y en
Valladolid nada cambiará y está bien que así sea.
Algunas ciudades recortan el
aire y el espacio a nuestro alrededor, dejándonos clarito que apenas somos
extra de sus días, estamos ahí de paso y no nos pertenece. Tampoco va a extrañarnos.
Suele ser algo mutuo. En otras, sin que sepamos bien cómo funciona, pareciera
que el fondo se nos pega a la piel, que su mugre en nuestras uñas nos hermana y
que la luz, esa luz tan distinta en todos lados, nos descifra un mensaje
clandestino que el tiempo nos tenía reservado.
Cualquier ciudad de Italia,
cualquier pueblo, todas sus carreteras, me llenan los bolsillos de postales que
llegan sin remite desde mi adolescencia remotísima. Italia me silencia,
resucita mis ojos, me obliga a detenerme a cada paso, a pensar en las piedras y
en sus dioses, en la belleza insólita que yace contra todo entre sus piernas.
Cualquier ciudad francesa o
alemana genera lo contrario. Soy un paraguas feo que alguien dejó olvidado, un papelito sobre el que se escribió un número de teléfono al que no se llamó. Mi alma extranjeriza sus maneras y hasta el agua es distinta y el
hambre diferente.
Madrid es ese bar donde brindar
con cañas por mi vida o mi muerte. Lo elegí como puerta para llegar al mundo
y todos mis embarques terminan en sus brazos. Pero sé que es
jodida como amante y no me cuida bien ni quiere mucho.
Buenos Aires encierra ya en su
nombre una trampa mortal, un chiste argento. Anuncia sobredosis de mentira, es
decir, de ficción. Funciona como centro de todos los orígenes, metaforiza el
mundo completito. Encarna su dolor y sus miserias, pero también conquista el
horizonte infame dejando que lo firmen pintores de alta escuela cada tarde.
Sobre todo en verano, como ahora. Vos pensás en morirte, o en matarlos, porque
termina el día y todo ha sido en vano, cuando el cielo inaugura su servicio de
espectáculo gratis y te alivia la arruga de la frente. Te obliga a suspirar, a mirar lejos y a entrar en duda nueva.
Otra vez esta vez.
La misma vez
de siempre. La que vuelve a engacharte al vicio de la herida como si fueran
tuyas todas sus cicatrices. Como si sus tormentas solo hablaran de vos. Te hace
sentir cualquiera Buenos Aires. No solamente vos, circunstancia torpísima, sino
otros tantos muchos de los que nada sabes. Te convencen las plazas de que hay
una legión de enamorados dispuestos a latir sus corazones, prender fuego al
imperio de la norma, vivir a contramano cuando toque. Te convencen su turbio desconcierto,
su espanto repetido, su dilema tanguero…
Otra vez esta vez.
Se elige el nacimiento y la
rara certeza de tropezarse vivo cada día aunque nunca sepamos para qué. Se
elige, cómo no, dónde seguir en pie como si nada.
Se elige. Cada vez.
m.trigo
* “Madrid
es una ciudad con más de un millón de cadáveres”, calculó Dámaso Alonso en un
insomnio.