“No nos engañemos: escribimos siempre después de otros”.
Enrique
Vila-Matas
No
escribimos solos. Aunque lo hagamos, quizá, para sentirnos menos solos,
para domesticar a los demonios que andan siempre de joda sin entender de
fechas, distracciones, paciencia, madurez o distancia. Qué mierda les importan
los modales o las cuentas. No los convencerás de que guarden silencio cuando es
final de mes, o lunes nuevamente, o se cumplen diez años de la muerte del padre
o tus hijos precisan que los salves. Para algo son demonios, los demonios.
Escribimos
en el marco de jurisprudencia de nuestros antecesores. Competimos con cadáveres
amados y admirados que atinan a burlarse, con razón, de nuestras paredes acolchadas, nuestra locura transitoria que paga el alquiler, se toma vacaciones quince días y rebaña el caramelo de los postres como
premio cuando ya no tiene hambre. Ahí están ellos con sus valijas exiliadas, underwoods, olivettis y otros lirios
calibrados para el tiro al blanco en piezas de hotel donde el miedo mordía los
talones y se vivía a contramano del recuerdo, sembrando memoria para un futuro
extraño que nunca imaginaron tan gris y desprolijo como este. Ahí están ellos,
los amantes célebres con sus enfermedades (in)dignas, sus traducciones,
conferencias, diarios y cartas con copia que el correo internacional disimulaba
entre millones de noticias infrahumanas. Escribimos para los que nos demostraron
que el terror es una excusa y el amor un búnker antimisiles.
Cómo
sentirse solo cuando están todos ahí, la copa en alto, deseando brindar
con cualquiera que se atreva a vivir.
No
escribimos solos porque hemos llegado a esta absurda mañana de verano de un
siglo cualquiera gracias al esfuerzo de muchísimos. La causalidad pesa sobre la frente tanto como el
revólver que nunca compraremos. Amamos pese al miedo, o gracias a eso mismo, y el
amor, disfrazado de cualquier cosa, nos saca a patadas de la cama y la agenda, detiene
el tiempo y nos pone a cumplir con la tarea infame de lo inútil, la acción
innecesaria que descorcha poética en el rostro de una realidad herida de muerte. Un mundo al que es posible odiar mientras se aman todas
y cada una de sus puestas de sol, sus pueblos sin memoria, sus especies
extintas, daños colaterales, largo etcétera.
Se
escribe en compañía de esas sombras, al amparo de la luz que proyectan nuestras
dudas. Cómo llevarle el apunte a este pobre corazón encadenado a su experiencia
y coyuntura. Y qué estúpida hazaña esta conquista nuestra, esta constatación de
que existimos en el registro de nuestras necedades, cuando sabemos que en breve
miraremos hacia atrás desconociendo, negando, avergonzados de este dios que hoy escupe palabras que mañana deseará no haber pensado.
Se escribe
con la infancia sentada en las rodillas, dejando sus huellas pegajosas en el
teclado, dibujando arbolitos en cada cuaderno, llorando luego a gritos en
medio de algún parque donde el juego termina sin una fuente cerca para lavar la
herida de otro susto.
Escribimos
sin atrevernos a llamar a las cosas por su nombre, deseando encontrarles otros
muchos, mejores y distintos. Un modo renovado y solo nuestro de traducir la
inercia en belleza (im)posible y necesaria. Esa idea avergüenza a los
fantasmas, a la familia, a los amigos y le da sueño al niño ya cansado.
Qué
belleza es posible a estas alturas, qué debemos mirar tan ciegamente para
herirnos así.
m.trigo