Obviedad: el teatro es un arte poderoso. Logra imponerse en las peores condiciones. Sabe aparecer en el peor de los contextos. Por ejemplo, logra, muy de cuando en cuando, hacerse presente en los escenarios oficiales del teatro mundial. El teatro "oficial" es irregular, pobre y gris en todos lados, es así. Sus características son esas. Casi resulta tentador pensar que está bien que así sea, porque gracias a esa pobreza nace otro tipo de teatro. Nadie quiere hacer un teatro como ese. Y en el esfuerzo titánico por distanciarse de eso el teatro muta, crece y, una y otra vez, demuestra ser ingobernable y más fuerte que todos los creadores bienintencionados. (Ay, la maldad de las buenas intenciones...)
Por eso, porque el teatro es a pesar de quienes lo hacemos, es posible que en medio de uno de esos montajes oficiales obscenamente grandilocuentes, subvencionados, huecos y sin alma, se produzca el milagro y el teatro suceda. Alcanza con una frase, un gesto. Algo en todo ese tinglado se ilumina y el escenario deja de ser un lugar donde transcurre la "puesta en escena", para convertirse en un campo minado de milagros que esperan detonarse.
Final de partida, la puesta dirigida por Alfredo Alcón que termina estos días su temporada en el Teatro San Martín, goza de todos los defectos propios del teatro oficial en los que no ahondaremos por aburrimiento, paradoja y dolorosa contractura. No importan. Pocos fueron a ver Final de Partida. Muchos fuimos a ver a Alcón. Fuimos a ver cómo lo hacía. Qué hacía. Esta vez.
Una función de Alcón es una clase magistral de actuación. Por suerte, no toda la platea de la Casacuberta aspira a ejercer semejante oficio pero, para todos los que sí, siendo que en esta ciudad somos legión, verlo laburar a Alcón es una experiencia artística, técnica y sensorial inolvidable. Por más "peros" que haya alrededor.
Sobrealimentados y excesivamente acostumbrados a las (in)comodidades del teatro off, y a las del off del off; abrumados por generar experiencias distintas, intimismos desmedidos, hiperrealismos, excitados por la fuerza del susurro y los altos vuelos de la creatividad forjada en el cero presupuesto, resulta fácil olvidar, obviar o incluso desconocer, las exigencias y herramientas del oficio actoral. Noventa minutos con Alcón sirven para recordarlas todas y para entender que la actuación es una disciplina tan profunda e infinita como actores existen.
¿Hay que describirlo? ¿Acaso es posible? ¿Tiene algún sentido descuartizar la técnica que constituye el alma de un personaje en escena? ¿Entrar a analizar cada sutileza, los aciertos, las precisiones? No. Realmente no.
Hoy Alcón hará una nueva función. Y todo será distinto.
No obstante, nos atrevemos a apostar por la repetición de algo: esa platea inmensa, anónima, que llega con todas sus expectativas y recomendaciones. O no. Esa multitud que está ahí porque sí, porque van siempre o porque alguien los invitó. Ese público entre los que habrá fanáticos beckettianos y gente que nunca se asomó a sus palabras y que recién ahí van a merendarse algo inesperado... Todos ellos comenzarán la función como un hormiguero inquieto donde se multiplicarán las toses, los zumbidos y luces de los malditos celulares, los papelitos de los putos caramelos, los inevitables comentarios a media voz sobre la salud y la edad de Alcón, los chistidos de los que reclaman el silencio que tal solemnidad exige, el ruido de esas misteriosas bolsas que se abren y cierran buscando quién sabe qué mierda imprescindible para el dueño...
Insistimos: todos ellos. Todos en algún momento lograrán quedarse quietos y callados. Alguno se habrá dormido, sí. Pasa. Pero los que no, los que sobrevivieron a los inconvenientes de la puesta, los que lograron escuchar, los que se conmovieron con una frase repetida, los que sintieron que algo de esa historia, de sus personajes, les pertenecía, estarán ahí, en manos de Alcón. Y sabrán que algo les sucedió.
Quizá sólo se vaya al teatro, se siga yendo, para eso, para que un hombre, una mujer, el actor, la actriz, se conviertan en algo que nos sucede.
Quizá.
Final de partida.
Texto: Samuel Beckett.
Adaptación: Francisco Javier.
Con: Alfredo Alcón, Graciela Araujo, Roberto Castro, Joaquín Furriel.
Vestuario: Mirta Liñeiro.
Escenografía: Norberto Laino.
Iluminación: Gonzalo Córdova.
Apuntador: Lautaro Ostrovsky.
Asistencia técnica: Franco Battista.
Producción: Complejo Teatral Buenos Aires, Pablo Kompel.
Dirección: Alfredo Alcón.
Teatro San Martín.
Hasta el 4 de agosto.
Por eso, porque el teatro es a pesar de quienes lo hacemos, es posible que en medio de uno de esos montajes oficiales obscenamente grandilocuentes, subvencionados, huecos y sin alma, se produzca el milagro y el teatro suceda. Alcanza con una frase, un gesto. Algo en todo ese tinglado se ilumina y el escenario deja de ser un lugar donde transcurre la "puesta en escena", para convertirse en un campo minado de milagros que esperan detonarse.
Final de partida, la puesta dirigida por Alfredo Alcón que termina estos días su temporada en el Teatro San Martín, goza de todos los defectos propios del teatro oficial en los que no ahondaremos por aburrimiento, paradoja y dolorosa contractura. No importan. Pocos fueron a ver Final de Partida. Muchos fuimos a ver a Alcón. Fuimos a ver cómo lo hacía. Qué hacía. Esta vez.
Una función de Alcón es una clase magistral de actuación. Por suerte, no toda la platea de la Casacuberta aspira a ejercer semejante oficio pero, para todos los que sí, siendo que en esta ciudad somos legión, verlo laburar a Alcón es una experiencia artística, técnica y sensorial inolvidable. Por más "peros" que haya alrededor.
Sobrealimentados y excesivamente acostumbrados a las (in)comodidades del teatro off, y a las del off del off; abrumados por generar experiencias distintas, intimismos desmedidos, hiperrealismos, excitados por la fuerza del susurro y los altos vuelos de la creatividad forjada en el cero presupuesto, resulta fácil olvidar, obviar o incluso desconocer, las exigencias y herramientas del oficio actoral. Noventa minutos con Alcón sirven para recordarlas todas y para entender que la actuación es una disciplina tan profunda e infinita como actores existen.
¿Hay que describirlo? ¿Acaso es posible? ¿Tiene algún sentido descuartizar la técnica que constituye el alma de un personaje en escena? ¿Entrar a analizar cada sutileza, los aciertos, las precisiones? No. Realmente no.
Hoy Alcón hará una nueva función. Y todo será distinto.
No obstante, nos atrevemos a apostar por la repetición de algo: esa platea inmensa, anónima, que llega con todas sus expectativas y recomendaciones. O no. Esa multitud que está ahí porque sí, porque van siempre o porque alguien los invitó. Ese público entre los que habrá fanáticos beckettianos y gente que nunca se asomó a sus palabras y que recién ahí van a merendarse algo inesperado... Todos ellos comenzarán la función como un hormiguero inquieto donde se multiplicarán las toses, los zumbidos y luces de los malditos celulares, los papelitos de los putos caramelos, los inevitables comentarios a media voz sobre la salud y la edad de Alcón, los chistidos de los que reclaman el silencio que tal solemnidad exige, el ruido de esas misteriosas bolsas que se abren y cierran buscando quién sabe qué mierda imprescindible para el dueño...
Insistimos: todos ellos. Todos en algún momento lograrán quedarse quietos y callados. Alguno se habrá dormido, sí. Pasa. Pero los que no, los que sobrevivieron a los inconvenientes de la puesta, los que lograron escuchar, los que se conmovieron con una frase repetida, los que sintieron que algo de esa historia, de sus personajes, les pertenecía, estarán ahí, en manos de Alcón. Y sabrán que algo les sucedió.
Quizá sólo se vaya al teatro, se siga yendo, para eso, para que un hombre, una mujer, el actor, la actriz, se conviertan en algo que nos sucede.
Quizá.
Final de partida.
Texto: Samuel Beckett.
Adaptación: Francisco Javier.
Con: Alfredo Alcón, Graciela Araujo, Roberto Castro, Joaquín Furriel.
Vestuario: Mirta Liñeiro.
Escenografía: Norberto Laino.
Iluminación: Gonzalo Córdova.
Apuntador: Lautaro Ostrovsky.
Asistencia técnica: Franco Battista.
Producción: Complejo Teatral Buenos Aires, Pablo Kompel.
Dirección: Alfredo Alcón.
Teatro San Martín.
Hasta el 4 de agosto.