Ayer, 20 de marzo del 2013, compartimos la lectura continua de Sacate la careta con todo el que quiso acercarse al Espacio Callejón. Desde las 18.30 y hasta pasadas las 2.30 de la madrugada fueron muchas las voces que prestaron la suya a Alberto Ure y muchas también las carcajadas que nos arrancaron, a oyentes y lectores, sus agudas reflexiones sobre el ser o no ser actor, los cursos de teatro, la crítica teatral, la naturaleza indómita de los ensayos, el éxito y sus banalidades, el fracaso y sus resacas y todas esas cuestiones que, en mayor o menor medida, constituyen lo mejor y lo peor que el teatro, ese "loco", nos ofrece.
Perdón. Digo "nos ofrece" como si nos tentara con ellas, como si nos tuviera en cuenta o dependiera de nosotros, pero si algo aprendimos ayer, si algo recordamos, es que el teatro sobrevive pese a todos nosotros.
Mi primera lectura de Sacate la careta fue en noviembre de 2010. Llegó a mis manos con mucho retraso, sí, pero en el momento justo. Durante varios días, en medio de una aguda crisis personal, la voz de Ure fue una contundente patada en el orto. Fue el revulsivo que vino a recordarme que las cosas importantes eran otras y que lo que yo amaba seguía ahí fuera, en algún lugar, si tenía la valentía de volver a buscarlo. Ure es, desde entonces, incondicionalmente, uno de los hombres de mi vida. El que también resulte ser padre de una de mis mejores amigas, Francisca Ure (motor junto a Paloma Lipovetzky, de la singular experiencia de esta lectura comunitaria), convierte lo que sería una admiración idílica en un vínculo que trasciende lo "meramente" artístico. No tuve la suerte de conocer a Ure laburando. Tampoco lo conozco ahora en su obligado retiro. Alberto Ure es, en primer lugar, el padre de una amiga y, después, el autor de Sacate la careta. Me sobran los motivos para amarlo.
Por esto, y por otras razones mucho menos sencillas de explicar, el reencuentro con sus páginas en las voces de todos los que ayer participaron de su lectura fue, sin duda, una de esas anécdotas que recordaré dentro de mucho tiempo con el placer de poder decir: "yo estuve ahí".
Como bien dice Ure, "el teatro les interesa a los que hacen teatro, lástima que no somos muchos y el interés no es tanto". Su lectura no fue un evento multitudinario pero fue un éxito rotundo. Estábamos los que queríamos estar. Y no fuimos pocos. Nuevas generaciones leyeron y escucharon sintiéndose indentificados con una realidad de hace veinte años. En efecto, "veinte años no es nada". Ure nos hablaba ayer del teatro de hoy y del de siempre. Muy poco cambia. Apenas el envoltorio, ciertas formas. No lo esencial de los problemas o las dificultades. Tampoco , por supuesto, lo esencial del teatro. Sea lo que quiera que sea su indomable "esencia".
Queríamos leer Sacate la careta con y para todos porque lo sabemos un libro necesario, vivo. Un rara avis entre los ensayos de su género. El ritual trascendió el homenaje a su autor porque a medida que avanzaban los capítulos eran los cuestionamientos, los desafíos, las inquietudes y las mínimas pero tan contundentes certezas, las que sostenían nuestro estar ahí, nuestra escucha. Ure nos prestó una vez más su inteligencia, su humor y su vitalidad para recordarnos que el teatro sigue ahí. Es lo que es. No hay nada que inventar. No nos necesita. Aparece en los lugares más insospechados. Donde nadie lo busca. Pocos, muy pocos, estarán para verlo. Muchos menos serán los que logren disfrutarlo.
Las paredes del Callejón amanecieron hoy con el eco de sus palabras, nuestras risas y esos primeros bostezos que combatimos entrando en la madrugada.
Gracias, una vez más, a todos.
Gracias, Ure, por una noche inolvidable.
Macarena Trigo.
Perdón. Digo "nos ofrece" como si nos tentara con ellas, como si nos tuviera en cuenta o dependiera de nosotros, pero si algo aprendimos ayer, si algo recordamos, es que el teatro sobrevive pese a todos nosotros.
Mi primera lectura de Sacate la careta fue en noviembre de 2010. Llegó a mis manos con mucho retraso, sí, pero en el momento justo. Durante varios días, en medio de una aguda crisis personal, la voz de Ure fue una contundente patada en el orto. Fue el revulsivo que vino a recordarme que las cosas importantes eran otras y que lo que yo amaba seguía ahí fuera, en algún lugar, si tenía la valentía de volver a buscarlo. Ure es, desde entonces, incondicionalmente, uno de los hombres de mi vida. El que también resulte ser padre de una de mis mejores amigas, Francisca Ure (motor junto a Paloma Lipovetzky, de la singular experiencia de esta lectura comunitaria), convierte lo que sería una admiración idílica en un vínculo que trasciende lo "meramente" artístico. No tuve la suerte de conocer a Ure laburando. Tampoco lo conozco ahora en su obligado retiro. Alberto Ure es, en primer lugar, el padre de una amiga y, después, el autor de Sacate la careta. Me sobran los motivos para amarlo.
Por esto, y por otras razones mucho menos sencillas de explicar, el reencuentro con sus páginas en las voces de todos los que ayer participaron de su lectura fue, sin duda, una de esas anécdotas que recordaré dentro de mucho tiempo con el placer de poder decir: "yo estuve ahí".
Como bien dice Ure, "el teatro les interesa a los que hacen teatro, lástima que no somos muchos y el interés no es tanto". Su lectura no fue un evento multitudinario pero fue un éxito rotundo. Estábamos los que queríamos estar. Y no fuimos pocos. Nuevas generaciones leyeron y escucharon sintiéndose indentificados con una realidad de hace veinte años. En efecto, "veinte años no es nada". Ure nos hablaba ayer del teatro de hoy y del de siempre. Muy poco cambia. Apenas el envoltorio, ciertas formas. No lo esencial de los problemas o las dificultades. Tampoco , por supuesto, lo esencial del teatro. Sea lo que quiera que sea su indomable "esencia".
Queríamos leer Sacate la careta con y para todos porque lo sabemos un libro necesario, vivo. Un rara avis entre los ensayos de su género. El ritual trascendió el homenaje a su autor porque a medida que avanzaban los capítulos eran los cuestionamientos, los desafíos, las inquietudes y las mínimas pero tan contundentes certezas, las que sostenían nuestro estar ahí, nuestra escucha. Ure nos prestó una vez más su inteligencia, su humor y su vitalidad para recordarnos que el teatro sigue ahí. Es lo que es. No hay nada que inventar. No nos necesita. Aparece en los lugares más insospechados. Donde nadie lo busca. Pocos, muy pocos, estarán para verlo. Muchos menos serán los que logren disfrutarlo.
Las paredes del Callejón amanecieron hoy con el eco de sus palabras, nuestras risas y esos primeros bostezos que combatimos entrando en la madrugada.
Gracias, una vez más, a todos.
Gracias, Ure, por una noche inolvidable.
Macarena Trigo.