La dramaturgia como práctica de fe o como fe práctica (VII)


“El ser humano es sangre en movimiento, vida, pero el ser humano ha sido talado, como un árbol. No te vas a desangrar, la sangre simbólica que brotó en ti al ver la función va a circular por tus venas, va a recordarte que estás vivo, va a devolver la vida a tus ramas taladas”. Roberto Álamo.

Antes, mucho antes de ponerse a escribir, pintar, componer o editar, los poetas estamos condenados a pasear nuestros cuerpos por el mundo. Dejar que se desgasten y lastimen, enfrentarlos al clima, las crisis y al humor suspicaz de casi todos. Acercarnos al campo del vecino, ver su siembra, cómo planta, qué cosecha. Cuando los dramaturgos vamos al teatro nos convertimos en público. Y no somos buen público. Estamos atentos a casi todo, a casi cualquier cosa, menos a lo que sucede frente a nosotros. Kartun interrogaba en una clase: “¿qué es lo que quiere el público?” Ante el silencio inquieto de la sala, respondió sabiamente: “Irse a cenar”. 
Pensemos en los pocos motivos que hay para salir de casa un sábado a la noche o un domingo a la tarde. Cruzar media ciudad hacia un teatro para ir a alguna sala incómoda, pagar una entrada y dejar que nos ocupen hora y media. Recién entonces, sentado en su butaca, si la hay, se inicia el ejercicio. Ahí estamos. Esperando el comienzo de una historia que quizá conocemos de antemano. No empezó la función y ya todo está en juego todo. La mucha o poca expectativa, el deseo de que aquello salga bien, no me aburra, me conquiste, merezca la pena y me permita olvidar quien soy. En definitiva, por favor, que mi esfuerzo no sea en vano.
Afirma David Mamet que “el intercambio teatral (…) es una comunión entre el público y Dios, moderada mediante el dramaturgo. Los trabajadores teatrales, actores, directores, escenógrafos, escritores, son en esencia descendientes de los sacerdotes y de los levitas del Templo antiguo, cuya misión, como la de sus antepasados, los narradores de historias en torno a la hoguera, consistía en plantear la pregunta: “Vamos a ver, ¿qué es lo que está pasando aquí?”[1].
Si difícil resulta desentrañar los motivos por los que seguimos ejerciendo como público, más difícil aún resulta traducir los múltiples efectos secundarios que una obra provoca. Una obra de (de arte / de teatro) puede modificarnos, cambiar la trayectoria de un día perverso, traernos y llevarnos a través de vidas ajenas con cuya trascendencia empatizamos. Creemos en el arte y confiamos en su poder porque lo hemos experimentado en carne propia. Nuestra fe, pues, no es ciega. 
Sin importar cuánto tiempo pase entre esa obra que nos despertó y la siguiente, el día en el que una alivia, redime, consuela, en definitiva, trasciende en nosotros, recordamos que eso era lo que necesitábamos, lo que estábamos buscando. Lo mejor que puede suceder es que la obra de otro nos catapulte de vuelta al trabajo. 
El taller termina tras dieciséis encuentros. Las conclusiones, si las hay, se presentarían como una impertinencia. Se nos ha recordado a menudo que la enseñanza del arte no debe abordarse como una ciencia dura por más sistemas, herramientas y recursos que se nos ofrezcan para ahondar en una disciplina. A escribir, actuar, dirigir, pintar o fotografiar, solo se aprende escribiendo, actuando, dirigiendo, pintando y fotografiando. Semejante obviedad no siempre cae por su propio peso. Se nos ha recordado que en la vida  - sus historias, personas, símbolos, metáforas y silencios -, encontraremos todo lo necesario para aproximarnos al arte, sus valores y sus infinitos modos de hacerse (im)posible.
El escritor infectado por el virus de la dramaturgia tardará un rato en obtener un diagnóstico satisfactorio de los especialistas. Abordarán su caso, su texto, inquietos por la extraña forma, incapaces de definir exactamente qué es lo que no termina de estar o ser como debiera en ese organismo. Cómo es posible que parezca un guión de cine pero no, contenga una narrativa novelesca pero no y hasta, quizá, coquetee con lo poético pero no. Definitivamente no. Tardarán en darse cuenta pero terminarán por reconocer que eso que tienen en sus manos es una obra de teatro. Un texto que, a primera vista, parece tan inofensivo como todos. Casi pobre. Quizá demasiado breve. Sus explicaciones para el escritor serán claras aunque no sencillas. Ese texto necesitará ponerse en pie. Hay que sacarlo del cajón, de la carpeta, leerlo en voz alta, compartirlo, dejar que otros lo lean, encontrar actores, decidir quién lo dirige, coordinar una agenda de ensayos que desafía la duración de las horas y los días, encontrar una sala o un espacio que se adapte a sus necesidades, abrir de par en par cada metáfora y poner en marcha el mecanismo que active ese universo creado.
 El escritor saldrá aturdido con su texto en brazos, lo contemplará lleno de dudas y asustado. Aunque hubiera tenido sus sospechas, no lo esperaba. No estaba preparado para esa noticia. No sabrá qué hacer, por dónde empezar. Volverá a su casa y quizá, en un vano intento por retomar su vida, hará como si aquello no hubiera sucedido. El texto quedará bajo llave al fondo de un armario entre cartas, recibos y apuntes viejos.
Pasará el tiempo.
Una mañana o una tarde cualquiera, lloverá, alguien tocará el timbre, un auto frenará en seco y con estrépito en la calle y él, de repente, sabrá qué tiene que hacer. Y cómo.


m.trigo







[1] Mamet, David. “Formas teatrales”, en Manifiesto. Ed. Seix Barral, Barcelona, 2011, p.59.