No daré hijos, daré versos




Se puede querer ver una obra por infinitos motivos. Por su título, por ejemplo. Por cómo te resuena donde quiera que eso pase. El título promete y cumple lo que anuncia: una mujer escribe y su escritura da sentido, es la necesidad primera y última de sus días. "Yo no vivo, escribo", afirma la poeta Delmira Agustini, su personaje, la voz recreada por Marianella Morena en este texto y repartida en un trío de actrices que habitan su pensamiento y juegan a encarnarla en una propuesta estética que prioriza la potencialidad de lo escénico. No solo ella es una presencia tripartita, también su marido, Reyes, se (des)articula en tres voces. Se genera así una partitura textual a la que Lumerman otorga vitalidad guiando nuestra atención de lo coral a lo particular, de la palabra al movimiento y de la melodía a la letra. El elenco aborda con profundidad cada código elegido y el relato avanza y retrocede tan ágil como fragmentado. 

Las canciones anuncian la tragedia desde el comienzo. Una tragedia expansiva y múltiple: la mujer víctima de su tiempo, la creadora atrapada en la corrección de una familia "del novecientos". Roles obsoletos que, sin embargo, nunca caducan del todo. Una de esas familias condenadas a la felicidad etiquetada. Reyes, el marido, desempeña un rol fallido entre ellos: el del amante. Es el hombre que debe rescatar a la poeta de su cárcel de normalidad y convertirla en mujer. Debe poseerla y cambiar su vida. Pero fracasa. 

"¿Te enamoraste para escribir mejor?", espeta mientras rompe papeles que, a sus ojos, nada son ni valen. Morena logra esbozar en pocas pero contundentes frases algunos de los demonios de la escritura. ¿Qué es la vida para quien escribe sino una excusa, un lugar al que se va solo para tener algo que poner entre líneas? ¿Y qué sucede cuando el amante es la fuente de inspiración de esa obra? Delmira esculpe a Reyes a su antojo en sus versos y él, no solo se desconoce, se sabe otro. Otro al que ella no puede amar porque nunca estará a la altura de sus versos. La pareja está rota mucho antes de separarse pero la historia no termina hasta un año después. Y lo hace de la peor de las maneras. 

Lumerman despliega en esta versión porteña del texto uruguayo, una puesta dinámica y despojada. El espacio escénico está ocupado por iconos de un imaginario poético detenido en el limbo de la escritura: manuscritos, fotos, cajones, flores y un piso que, como los papeles, el relato y los personajes, se rompe. Se separa para redifinir y posicionarnos en el cronotopo de ese remate donde el peso de las vidas se convierte en anécdota. De los protagonistas del drama solo quedan las fantasías que sus objetos despiertan y unas cartas donde la pasión de Delmira aún sorprende. La música original del piano de Agustín Lumeman aporta continuidad y, al mismo tiempo, delimita cada secuencia dramática.

No daré hijos, daré versos aborda la vida de Agustini sin acomodarse en el violento final de sus protagonistas, dejando que el espectador reconstruya una historia a la que nos hemos asomado muchas veces: la incomprensión de dos seres que conviven desconociendo sus abismos. La muerte de una mujer a manos de un hombre. Sí. Pero no solo. También está esa segunda muerte: la de la poeta ninguneada por la historia cuyos efectos personales se subastan en un remate cien años después sin pena ni gloria. Recuperarla, homenajearla en una obra de teatro es una suerte de justicia poética de la que nos beneficiamos. 



No daré hijos, daré versos

Texto: Marianella Morena.
Actúan: Jorge Castaño, Diego Faturos, Malena Figo, Iride Mockert, German Rodriguez, Rosario Varela.
Músicos: Agustín Lumerman.
Vestuario y diseño escenográfico: Macarena Hermida.
Diseño de luces: Ricardo Sica.
Música original: Agustín Lumerman.
Asistencia de vestuario y escenografía: Camila Morvillo.
Asistencia de dirección: Ignacio Gracia.
Producción ejecutiva: Zoilo Garcés.
Dirección: Francisco Lumerman.


Lunes 21 horas
Timbre 4
México 3554

La dramaturgia como práctica de fe o como fe práctica (V)

“Escribir después consiste en el trabajo permanente sobre. Por eso no se agota en una reescritura”. Luciano Lutereau y Estaban Dipaola.

La fe del dramaturgo crecerá en soledad pero su oficio no. No hay obra que no pida un escenario, que no reclame algún cuerpo y una voz. Deberá el dramaturgo decidir. ¿Será un autor que dirija? ¿Será capaz de traducir su propia poesía al escenario? Tendrá que asimilar que el juego es otro. Y prepararse. Seguir teniendo fe, renovar sus votos. Considerar que todo lo escrito podría ahora cambiar o no servir. El trabajo con los actores - mucho antes de que comiencen los ensayos donde se define la repetición de una estructura de sentido conocida que urge habitar – puede (y quizá deba) ser una de las grandes pruebas de fe del dramaturgo. No hay una frase o idea que esté a salvo. Todo puede transformarse en ese tiempo en el que la obra adquiere tridimensionalidad. Siempre habrá palabras, frases y situaciones que no logren levantarse del papel. Hay que reconocerlas, sin embargo, no hay pautas genéricas que las identifiquen. Cada texto tiene sus exigencias. El dramaturgo metido a director, o aquel que se anime a ser testigo de los ensayos, desarrollará una suerte de séptimo sentido indefinible. Digamos que se trata de una capacidad de (auto)escucha que permite dilucidar cuándo las palabras se ajustan convenientemente a los actores y cuándo parecen no terminar de entrar o salir de ellos, convirtiéndose en algo incómodo, extraño, una molestia física que, si persiste, si no se soluciona, siembra el escenario de errores y trastos inútiles. Pareciera que esas palabras de las que no se adueñan se convierten en pompas de jabón que flotan como una distracción incoherente transformando la superficie de la obra en algo resbaladizo e inasible donde no podemos penetrar. El problema es grande pero son tantas las obras que llegan a estrenarse con esta inmensa falla, que no nos atrevemos a juzgarlo insalvable. Se trata de algo que, por desgracia, se obvia a menudo. 
Cuando el tiempo de toma de contacto con un universo ficcional se prolonga en exceso y la etapa de ensayos lo amplía, pueden ser muchas los errores (y horrores) que terminen naturalizándose. Lo que no se soluciona o desaparece, se incorpora y pasa desapercibido para quienes están sumergidos en esa creación. Alcanza a veces con abrir el ensayo a un invitado para que esas falencias vuelvan a ser visibles si el invitado aporta una devolución honesta y constructiva y el dramaturgo/director está interesado en lo que se le dice, claro. Esta peripecia deseable, por desgracia, no es práctica común. Se entiende. Una presencia extraña, ajena, que observe esa parte del proceso resulta siempre incómoda. No alcanzan las aclaraciones, parece que aquello nunca se entenderá, jamás estará listo. Juzgamos que el visitante, un extranjero en nuestro nuevo mundo, está incapacitado para ver todo eso que aún no está pero cuya potencialidad nos acompaña desde el día en que esa imagen primigenia nos tocó la puerta alterando el curso de nuestra vulgar existencia. 
El dramaturgo, más aún si se empeña en asumir el rol de director, entenderá, mejor pronto que tarde, que no tiene todas las respuestas. Puede conocer bien la historia y sus personajes y saber qué quiere contar. Ahora tratará de encontrar cómo lograrlo. El teatro exige la presencia de otros para resolver ese cómo. En ocasiones muchos otros. En el tira y afloja que implican las relaciones humanas y de trabajo, el dramaturgo/director atravesará conflictos y situaciones insospechadas para las que nadie puede prepararse. De nuevo su fe se pone en juego.
Algo que pocas veces consideramos en su justa medida es que toda obra de arte, sin importar lo mucho o poco que nos guste, no es más que la forma final obtenida después de un proceso, más o menos largo, donde se destilaron causalidades, azares, problemáticas, sensibilidades, dificultades económicas y un largo etcétera. El cuadro al que apenas dedicamos un parpadeo en el museo porque nos parece un garabato enmarcado, es una síntesis de infinitas cuestiones que se nos escapan y detrás de él hay, nos cueste creerlo o no, una o varias personas. 
El teatro, de nuevo Ure, es pese a todos nosotros. Entendamos entonces que el error, el defecto, es posible y deseable. Del error se aprende. De nada aprendemos más que de una obra que nos disgusta pues en ella encontramos el modelo de todo lo que no deseamos que suceda en la nuestra. 





m.trigo 

El grito en el cielo



La Zaranda. Nombrarlos es llenarse la boca de tiempo, de poesía, de maestría artística. Decir La Zaranda es citar una forma de hacer y entender el escenario que siempre ha sido tan personal y profunda como poética y contundente. Los que tenemos la suerte de seguir sus trabajos hace décadas, acudimos a sus estrenos como quien va a una reunión de amigos largo tiempo esperada. Sabemos con quién vamos a encontrarnos y nos reconocemos. En sus temas, su búsqueda y sus formas, mientras nos siguen sorprendiendo con su generosidad, hallazgos, verbigracias y con su amor desmedido por este mundo infame que insisten en iluminar. Para La Zaranda el teatro es una fuente de esperanza, una luz indómita que se posa sobre aspectos de la existencia que mayormente ignoramos: el paso del tiempo, la indeseada burocracia, el sinsentido de la repetición, la importancia de la memoria, el valor de los sin voz, de cada ser condenado en este mundo donde tantas veces elegimos no mirar y donde el destierro es constante. 

El grito en el cielo reflexiona sobre la vejez, esa etapa que con tantísimo empeño la civilización prolonga. El geriátrico como antesala de la muerte, como sala de espera sin horizonte de expectativa posible. ¿Cómo huir de un tiempo/lugar al que no se recuerda haber llegado? ¿Y hacia dónde huir en cualquier caso? 

La ironía se afina sobre las prácticas de entretenimiento, los rituales cotidianos del encierro concebidos como actividades donde el tiempo se pierde sin avanzar y donde el ser humano pasa a convertirse en un despojo atendido por costumbre y con desgana por la autoridad al mando. Una autoridad desnaturalizada, formal, pretenciosamente aséptica y entusiasta de ese optimismo reciclado que vive en la respiración ritmada.

La puesta en escena maneja una economía de recursos que, sin embargo, deposita en el simbolismo infinito de sus elementos un sinfin de posibilidades técnicas y estéticas. Cuatro estructuras metálicas con ruedas alcanzan para recrear un universo múltiple de puertas, ascensores, pasillos, camillas, jaulas, carros de lavandería, depósitos y hasta un horno crematorio. El espacio muta, crece y se achica siguiendo a unos personajes con los que resulta imposible no identificarse. Cuatro personajes que nos dejan observar nuestro futuro desde esa privilegiada ventana que es el escenario. Nuestro futuro, el pasado de muchos y el presente de tantos. Los geriátricos, como los hospitales y las funerarias, son esos lugares a los que solo vamos en casos de necesidad, cuando no queda otra. Lo que hacemos en ellos está siempre pautado, manipulado por otros que conocen las normas, los reglamentos, la supuesta mejor forma de pasar por ahí. Llegamos a esos lugares atravesados por el dolor y el tiempo y nos vamos con la certeza de la muerte más a mano. La Zaranda remueve nuestros peores temores y sobre ellos construye una obra que vuelve a abrazarnos con poesía escénica para mostrarnos algo de todo lo que está ahí, en esa oscuridad a la que evitamos asomarnos. Nos dejan, por supuesto, que lleguemos a nuestras propias conclusiones. 

El grito en el cielo es, quizá, ese que nunca damos a tiempo. 


El grito en el cielo

Texto: Eusebio Calonge.
Actúan: Cecilia Bermejo, Iosune Onraita, Gaspar Campuzano, Enrique Bustos, Francisco Sánchez. 
Producción: Santiago Carranza / Sebastián Blutrach / Alberto López.
Fotografía: Juan Carlos García / Víctor Iglesias.
Espacio escénico: Paco de la Zaranda. 
Iluminación: Eusebio Calonge. 
Vestuario: Elisa Sanz. 

Dirección: Paco de la Zaranda. 

Hasta el 21 de agosto en el Teatro Nacional Cervantes de miércoles a domingo. 

La acción subversiva de la poesía

"Hay una fuerza en el hombre, proveniente del simple hecho de vivir, que condiciona su destino de modo fatal. Esta fuerza se vuelve visible a cada momento a través de las manifestaciones del amor, que tiende a trascender del individuo en una comunión con el todo, tiene sus propias leyes irreductibles a los esquemas racionales. La poesía aparece como expresión de ese impulso hacia el cumplimiento de un destino vital, y la fatalidad de ese destino se revela en la poesía como un hecho indiscutible. La poesía no es, por consiguiente, un lujo o un divertimiento, sino una necesidad, del mismo modo que lo es el amor. Todas las otras necesidades, aun las más perentorias, están subordinadas a esos dos, que en definitiva son los dos aspectos de una misma energía primordial que le confiere su verdadero sentido a la vida. Si penetramos profundamente en el significado del viejo refrán "No sólo de pan vive el hombre" comprobaremos que la lúcida sabiduría popular llega a una convicción análoga. Prescindir de la poesía equivaldría a renunciar a la vida.

Considerado así, lo poético no reside sólo en la palabra; es una manera de actuar, una manera de estar en el mundo y convivir con los seres y las cosas. El lenguaje poético en sus distintas formas (forma plástica, forma verbal, forma musical) no hace más que objetar de un modo comunicable, mediante los signos propios de cada lenguaje particular, esa fuerza expansiva de lo vital. Como consecuencia, el mundo poético está en todos, en la medida en que cada hombre es un ser integral. La clara consigna de Lautréamont, "La poesía debe ser hecha por todos", no tiene otro sentido. Aquel que ignora la poesía es un mutilado, tal como lo es aquel que ignora el amor.

La última afirmación podría sugerirnos la idea de que vivimos en un mundo de mutilados, pero no es así: lo que habitualmente encontramos no es la falta de impulso poético sino su represión. Y está reprimido porque vivir hacia lo ilimitado, como exige la poesía, es decir, vivir en la dimensión total, no resulta conveniente para las fuerzas opresoras que dominan el mundo. Aceptar ese modo de vivir significaría prestarle al hombre un carácter casi divino, lo que no interesa a los detentadores del poder, que prefieren considerar al hombre como un objeto, como algo inmóvil y sin dimensión. Para anular a la poesía se ha creado toda una organización de falso pudor, parecida a la que existe para limitar la extensión del amor. Por el crimen de pornografía se concena al amor sin trabas. Parecida condena de pornografía amenaza a la poesía auténtica, sin trabas. Los dos procesos que abren el camino de la libertad, de la acentura, de lo imprevisto y de la exaltación, se ven constreñidos a la categoría de parias sociales.

Abierto el camino de la libertad por la poesía, se establece automáticamente su acción subversiva. La poesía se convierte entonces en instrumento de lucha en pro de una condición humana en consonancia con las aspiraciones totales del hombre. Ceder a la exigencia de la poesía significa romper las ataduras creadas por el mundo cerrado de lo convencional.

Esta función de ruptura no pasa inadvertida para quienes aspiran a una conviviencia basada en la sumisión. Tampoco pasa inadvertida la importancia, la verdadera necesidad de la poesía como factor de expresión vital. La solución contemporánea de estos dos problemas la logran los detentadores del poder domesticando a los poetas, volviéndolos inofensivos, para que ofrezcan un producto falsificado o desnaturalizado que con el título de poesía reciba los honores oficiales, las prebendas. Así se logra un alimento sustitutivo de la pasión poética, que puede designarse con el nombre de poesía "oficial" y que es la negación total de la poesía. Así se alcanza el ideal de los carceleros: lanzar a los poetas contra la poesía.

Por este mecanismo de sustitución, el verdadero poeta queda fuera de la ley, y para darle a su engañifa características de consenso, los carceleros someten a los poetas a la repulsa de la opinión pública. Los detentadores del poder fabrican la llamada opinión pública, y ésta actúa dócilmente en defensa de los intereses que propician la sumisión. La opinión pública es la opinión de los hombres sin opinión, y éstos condenan la poesía. En el momento en que la poesía es colocada fuera de la ley aparece como consecuencia ineludible la figura del poeta repudiado: la poesía se vuelve maldita.

No todos los poetas ceden a la presión del poder y de la opinión pública. Dante, Villon, Blake, Rimbaud, Lautréamont, Artaud, agitaron en una u otra forma el látigo liberador. Pero hay poetas que se rinden, que claudican, y esta claudicación se obtiene a veces por los medios más indirectos. Uno de los medios indirectos de sumisión, en el que caen a menudo verdaderos poetas es el esteticismo. El arte por el arte significa siempre un arte sometido, que rehuye el peligro y busca el calor de los aplausos.

Pero esto no quiere decir que la acción subversiva de la poesía se realice mediante el tratamiento directo de los temas de subversión. No necesita por ejemplo, cantar a la libertad (palabra degradada por los falsarios de todos los colores) pues cantar a la libertad ha demostrado ser uno de los recursos de los propiciadores de la esclavitud. La libertad vive en la poesía misma, en su manera de expandirse sin trabas, en su poder explosivo. Está implícita en el acto de la creación, en ese modo de surgir de las zonas del espíritu donde reina la insumisión, donde es libre en todas las dimensiones. Libre de los esuqemas de la razón, libre de las normas sociales, libre de las prohibiciones, libre de los prejuicios, libre de los cánones, libre del miedo, libre de las rigideces morales, libre de los dogmas, libre de sí misma. En esa zona del espíritu vive la experiencia milenaria de la especie, vive el sentido del hombre, se forman los deseos y las formas impulsoras de la dinámica vital. Allí se establece el vínculo real con el mundo a través de la única vía libre que lleva al universo todo. En esa zona se gesta el milagro, nace la excepción. La poesía tiene allí su imperio, y allí están las fuentes de la imaginación creadora que participa con las potencias del amor en la construcción del ser auténtico, que cuando se lo percibe dentro de sí determina la aparición de un orgullo silencioso y secreto, un orgullo que toma frecuentemente la apariencia de la humildad, y que es patrimonio casi exclusivo, en su monstruosa magnitud, de los santos y de los poetas.

La acción subversiva se manifiesta al ofrecernos la poesía la imagen de un universo en metamorfosis en oposición al universo rígido que nos imponene las conversaciones. La imagen poética en todas sus formas actúa como desintegradora de ese mundo convencional, nos muestra su fragilidad y su artificio, lo sustituye por otro palpitante y viviente que responde al deseo del hombre. Por eso la poesía auténtica degrada a quienes aspiran a existir en un medio dominado por la quietud, un medio pasivo, sin riesgos y sin imprevistos. Ese medio es un esquema irreal, abstracto, desvitalizado; es el falso mundo de la seguridad, que se parece más a un mundo de fantasmas que las más desaforadas creaciones de la imaginación poética. Para completar la paradoja, los defensores de ese mundo irreal se llaman a sí mismos, realistas.

Una actitud disconformista señala el paso inicial que dirige al hombre hacia el centro de acción de la poesía. El poeta se coloca frente a la sociedad aceptada y manejada por los conformistas. La maquinaria social al servicio de una organización deshumanizada reduce a los hombres a números, y cierra todos los caminos. Los que sueñan con el poder, cualquiera que fuere el mecanismo de éste (el dinero, la fuerza, el soborno, el chantaje, la política, el terro) tienden a reducir la conciencia de los hombres a cero. El mundo se convierte así en un reducto sin puertas ni ventanas, domine el patrón oro, o domine la burocracia. La poesía abre puertas y ventanas tanto hacia afuera, hacia el mundo, como hacia adentro, hacia el hombre.

Pero indudablemente la poesía, al introducirnos en el misterio de lo real, nos descubre una vasta zona de peligro, una región inquietante y turbadora. Muchas veces lo poético toma la forma de un acto de violenta provocación y aparece como antipoético, como negador de la creación. Cuando Marcel Duchamp expuso una rueda de bicicleta o un portabotellas con la pretensión de que constituyesen obras de arte, realizó un acto poético del más alto valor subversivo. Lo mismo Rimbaud, al renunciar a la poesía, lleva a su extremo límite la actitud subversiva del poeta. La insumisión alcanza ese límite extremo en el momento en que proclama la negación de la poesía, y ese momento aparece cuando la poesía está seriamente amenazada de domesticidad. Así, lo antipoético se convierte en el valor supremo de subversión y en el mecanismo utilizado por los verdaderos poetas en defensa de la poesía en peligro, para reconquistar su fuerza liberadora. Mediante lo antipoético, se retorna al punto cero, en contacto con la fuente originaria, con el fuego central.

En el proceso utilizado para domesticar a los poetas, el aplauso, el consenso elogioso, la popularidad, son los factores más peligrosos. El poeta que sucumbe a la tormenta de los aplausos debe pensar que los imbéciles, que forman la gran masa de los llamados entendidos, no se equivocan nunca: sólo aclaman lo inofensivo. El poeta debe desconfiar de ese aplauso, de ese elogio unánime, con el que fabrican las rejas de su prisión. Por eso Bretón lanzó un alerta lúcido a los poetas al decir: "La aprobación del público debe rehuirse por encima de todo". Pues un poeta domesticado por el elogio tiene más valor para los predicadores de la sumisión que los inocentes versificadores que ellos presentan como sustituto. El poeta domesticado se convierte en ejemplo de la inutilidad de ser libre. Como el león domesticado, es una caricatura grotesca de un gran señor de la libertad, y sus rugidos adquieren entonces acentos de canto de ruiseñor. No es la confortable y estéril placidez de los parques artificiales la que conviene al poeta; su poder combativo y creador se exalta en la sorda lucha de la selva, y para el poeta de hoy la selva ha encontrado residencia en las grandes metrópolis, donde brotan del suelo gigantescos rascacielos, donde la vida se ve vuelta en la mañana inextricable y despiadada de un mundo mecanizado, y hombres-serpientes y hombres-chacales pululan por las calles.

El humor es el elemento que provee a la poesía de su mayor virulencia. Acerado como la luz, el humor se constituye en la vanguardia combativa en pro de la autenticidad del ser. Con su filo luminoso corta la oscuridad, y aporta el fuego que consume lo muerto y reanima lo vivo. Contiene el feroz deseo del hombre en su virtualidad renovadora, que corroe el mundo de lo inmóvil y lo opaco.

Latente o concreta, la subversión contenida en la poesía auténtica no ofrece dudas; pero la poesía no se reduce a un acto negativo puro: contemporáneamente a su acción provocadora afirma su fe en un mundo mejor que responda a la íntima realidad del hombre. Por eso sostiene una posición de recuperación de todos los antiguos mitos que ofrecen salida al desamparo: el mito del paraíso terrenal, el mito de la edad de oro. La poesía cree en esos mitos así como cree en la fuerza todopoderosa del amor. En esa común pasión coinciden los poetas con los fundadores de religiones. Esa es la causa por la que El sermón de la montaña se reúne con Así hablaba Zaratustra en la misma defensa del hombre. También los poetas hacen suya la memoria de los mártires que buscaron cambiar la condición humana, pues las torturas infligidas a los santos, a los revolucionarios y a los poetas, tienen todas el mismo significado de persecución del espíritu poético, de aniquilación del hombre que no se resigna a un destino sórdido. En una misma veneración se engloba a Jesucristo, Giordano Bruno, el obrero-poeta Bartolomeo Vanzetti y Antonin Artaud.

En una época como la actual, en la que la poesía tiende a la domesticación por los más variados mecanismos en los más variados regímenes sociales, los poetas auténticos se encuentran siempre alertas, aunque estén reducidos a la soledad o compelidos por la fuerza y el terror. De pronto aparecen los Vosnesensky, los Evtuchenko para recordar los derechos inalienables del hombre. Estamos próximos al momento en que la revolución en defensa del hombre se desarrollará en el plano de lo poético".


Aldo Pellegrini

Guillotina polaca

Buenos Aires se está poblando de ciclos de escenas u obras breves. Fenómeno que, por un lado, muchos extrañábamos y, por otro, responde a la coyuntura que estamos atravesando. No solo cuesta llenar la sala los días de función, también cuesta juntarse a ensayar porque el trabajo es más precario y volátil todavía, no alcanza la plata para pagar sala de ensayo ni podemos adelantarla hasta que llegue un subsidio que tardará o se perderá por el camino. La lógica de supervivencia, la economía de guerra, implica que hay que hacer, como siempre pero más que nunca, con lo que se tiene a mano. Por suerte, estamos bendecidos con muchos bienes que el capitalismo no capitaliza: talento exportar. Actores, dramaturgos, directores y técnicos que no saben vivir sin hacer lo suyo, y hasta amigos que disfrutan de la coordinación de eventos, de la organización que todo arte, por efímero que sea, necesita. 

Anoche volvimos a Polonia Teatro, lugar que tiene todo de estado mental, de república independiente en los márgenes de la norma. Cuando regresas después de mucho tiempo los recuerdos te reciben. En cada rincón de sus metros cuadrados sucedió algo. Charlas, ensayos, cumpleaños, presentaciones, obras amigas y de amigos, obras propias que encontraron ahí su lugar en el mundo. 

Polonia Teatro funciona atendido por sus fundadores - Ezequiel Gelbaum, Clarisa Hernández, Julián Smud y Jorge Torres -, cuarteto fiel a la causa teatrera que siempre disfrutó del difícil rol del anfitrión. Son muchísimas las obras que han dado, con y gracias a ellos, sus primeros pasos. Anoche se dijo "los polacos salen a la cancha"  - en efecto, actuaron todos -, y quizá fue esa emoción lo que dotó a la velada de un impulso de éxito rotundo, con humor al mango y alarde de herramientas para el delirio. Imperó la sensación de apuesta redoblada en cada escena y, una vez más, sí, el trabajo de los actores y actrices convocados obliga a reflexionar sobre la singular y misteriosa sustancia que contamina el riachuelo o el aire de esta ciudad hostil convirtiéndola en una dimensión paralela donde imperan los hacedores de ficción. 

Gillotina es un ciclo de escenas breves con músico en vivo y un intermedio entre bloques. Las escenas cambian cada semana y el ecosistema del formato admite desde monólogos a piezas de dramaturgia fronteriza. Se impone el humor. Casi nos atrevemos a decir que como rebeldía, como necesidad, como acción política. Necesitamos reírnos como nunca para que la alegría no se convierta en otro lujo inalcanzable. El humor, ese mecanismo complejo, no posee una fórmula certera y fracasa seguido. Anoche la platea aplaudía espontáneamente, silababa entusiasta y regalaba carcajadas encadenadas. Anoche hacer reír pareció fácil. 

La iniciativa polaca seguirá hasta fin de año, cada sábado a las 22h. Las escenas son rotativas, así que pueden repetir sin miedo a equivocarse. Les tiro una pista: no se pierdan a Virgina Garófalo en "Open 24hs amortiguaciones Cacho". 




Ciclo Gillotina
Sábados 22h. Polonia Teatro. 
Fitz Roy 1477. 




Otros ciclos de escenas u obras breves. 

Fandango a la brevedad. 
Jueves, 21h. Fandango Teatro. Luis Viale 108.

Bombón Bravard. Festival Permanente de Obras Cortas. 
Sábados 21h. Defensores de Bravard. Bravard 1178. 

Divinas Glorias. 
Lunes a las 21h. La Gloria Espacio Teatral. Yatay 890. 

La dramaturgia como práctica de fe o como fe práctica (IV)

“El teatro sólo sabe de teatro, y más o menos, más bien tirando a poco”. 
Alberto Ure

El autor que sobrevive al acopio deberá encarar a sus personajes y atender y entender sus necesidades. Ahí, nuevamente, aparece otro acto de fe: considerar que los personajes, una vez iluminados por la persistencia del deseo, saben, mejor que el propio autor, cómo lograr lo que buscan. Porque si la dramaturgia es algo – y nuestra fe nos dice que sí –, ese algo tiene que ver con la existencia de un conflicto poderoso de cuya dosificación depende el pulso de toda creación.
Nada más difícil que hacer aparecer en escena un problema sin verlo venir. Una vez presentado, el afán estará puesto no solo en su resolución, sino en todo cuanto puede y debe suceder a su alrededor para que ese universo, tan legítimo como el nuestro, acierte a expandirse sin pausa y logre mantenernos en vilo. Las técnicas para que eso suceda sobre el papel están sobradamente estructuradas, analizadas y compiladas en millones de manuales que ofrecen la receta para cocinar un buen simulacro de escritura en cualquiera de los géneros y subgéneros conocidos. El cine ha logrado que nuestra relación con muchas técnicas literarias sea intuitiva, un acto reflejo para el entendimiento que no precisa conocer la definición del término analepsis, ni siquiera el popularizado flashback, para asimilar sin el menor inconveniente un retroceso en el devenir de la historia, un salto hacia atrás en el tiempo del relato. De igual modo alcanza con una mirada de determinados personajes para informarnos de su infinita capacidad para ser malvados o con un par de notas musicales para anticiparnos el peligro inmediato que oculta cierto paisaje nocturno que, sin esa banda sonora, nos dejaría indiferentes.
El dramaturgo goza de toda su experiencia como lector, espectador de cine y vaya uno a saber cuántas otras singulares formaciones que ha ido atesorando a lo largo de su vida mientras decidía si escribía o no una obra de teatro. Quien deviene dramaturgo quizá lo haga por necesidad. Son muchos los que comienzan a escribir obras a pedido de un grupo de trabajo, de una determinada compañía o asumiendo la imposibilidad de pagar derechos de autor de obras ajenas. No es el mejor de los alicientes. Escribiendo por necesidad y sin deseo corremos el riesgo de trabajar únicamente para pagar el alquiler. Conviene recordar que los derechos de autor de un dramaturgo rarísima vez alcanzan para llegar a fin de mes[1]. Los hay que comienzan a escribir habiéndose formado como actores o directores teatrales. Los formados académicamente en la especialización de dramaturgia, son los menos. Algo de esa mixtura de profesiones, vocaciones cruzadas y sobreadaptación a todo tipo de coyunturas y contextos creativos determina que la producción de textos haya perdido hace tiempo el interés por definir cualquier tipo de formato. Sabemos que la obra, el texto como tal, llegará a una ínfima minoría. La publicación de textos teatrales es tan anecdótica como sus ventas o lectores. Lo cual convierte en admirable toda iniciativa que lo favorezca puesto que, después de todo, los textos no dejan de ser pruebas fehacientes de la existencia de la actividad teatral y siembran, cuando menos, duda y desconcierto en torno a la hipótesis de la extinción del dramaturgo. Mientras haya obras, hay esperanza. Y si las obras se publican la esperanza crece. No deja de ser significativo el hecho de que sean editoriales independientes o específicamente teatrales, cuando no los propios autores, los que se embarcan en la odisea del rescate de los textos. Buenos Aires ha visto surgir en los últimos años varias iniciativas de esta índole. Ejemplos de ello son las editoriales independientes Libretto y Libros Drama, así como las colecciones Altas Llantas de Pánico el PánicoVoces de papel de Escénicas Sociales, perteneciente al área de Comunicación, Artes Escénicas y Artes Audiovisuales de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.
En España, donde las consecuencias de la tan cacareada crisis de los últimos años casi han logrado aniquilar la poca actividad cultural del país, se está forjando en este momento una nueva plataforma de difusión de dramaturgia impulsada por el colectivo Nueve Novenos[2]. La figura del dramaturgo es prácticamente inexistente en un país donde el teatro no puede ser más irrelevante ni minoritario, así que el nacimiento de Contexto Teatral, anunciada para el próximo otoño, es una de las mejores noticias para el teatro español en mucho tiempo.
Si para algo sirven esas publicaciones es para constatar la gran heterogeneidad de la dramaturgia actual. No hay modo de clasificarla atendiendo a producciones grupales o nacionales. Las antologías que aparecen reúnen obras que pretenden ser reflejo de la actualidad de un país o de una generación – en Buenos Aires se habló de la generación de los “sub-28”, y ya hay un grupo “sub-20” de autores y directores que viene experimentando y produciendo dentro del teatro independiente –, cuyas propuestas no tienen mucho en común. Sus inquietudes, búsquedas, lenguajes y temáticas no pueden ser más distintos. Si acaso, en ocasiones, podrá observarse que los medios precarios de producción otorgan ciertas características (in)formales y austeras a gran parte de las puestas en escena. Si bien tomamos como referencia el teatro porteño de los últimos diez años, por ser el que más y mejor conocemos, nos consta que la economía de recursos firma estilo en todas partes. Santiago de Chile o Madrid también experimentan con la adaptación y la búsqueda de formatos mínimos. Abundan las piezas breves para públicos reducidos en espacios alternativos o construidos para esos menesteres. Chile exportó a Buenos Aires y Roma, el Gabinete, un cubículo para un espectador donde se ofrecen obras de no más de quince minutos.[3] Madrid inauguró (y cerró varios) espacios siguiendo el modelo de las salas porteñas para pocos espectadores. Aparecieron iniciativas como Microteatro por dinero[4]. De algún modo, salvando distancias sociopolíticas y económicas, la creatividad teatral aprende a subsistir donde la planten con recursos similares. Al menos, insistimos, en lo que a formas de producción y formatos se refiere. No diríamos lo mismo sobre contenidos, temáticas, o apuestas y riesgos asumidos desde la dirección. 
Vemos que la fe del dramaturgo debe ser constante. Su credo es largo y variopinto. Creerá en su intuición sobre todas las cosas. Creerá en el valor de las raras imágenes que logren perseguirlo reclamando atenciones, exigiendo expansión mientras inundan el mundo conocido de pistas, señales y metáforas que apuntan a su causa. Creerá en el conocimiento adquirido, en la suma de todas las causalidades que terminaron por convertirlo en el poeta que hoy es. Creerá que hay personajes que lo esperan, historias que, en principio, solo él necesita y que no verán la luz si él no la prende. Creerá en la omnipresencia de su discreto Marx sentado en la butaca que prefiera y mantendrá con él infinitas discusiones. Perseguirá cada gag, silencio, pausa e interrogante, atento a ese lector que asomará en su hombro cada día, donde menos lo espere, hasta que el texto obtenga soluciones y una forma capaz de contener ese universo propio donde se habrá mudado por un tiempo. Creerá en sus personajes dotándoles de tanta inteligencia como pueda, de un pasado, ideas, ambiciones, temores y cierta poesía que quizá solo a él le guste. Su fe será su causa y así será sencillo desgranar el misterio de todos los conflictos planteados. El ritmo vendrá solo. Si se resiste recordará que escribir es corregir y aprenderá a encontrarlo. 



m.trigo






[1] Kartun, con gran conocimiento de causa, no duda en afirmar que “la paciencia y la resistencia al fracaso son las herramientas más valiosas para el arte, no los procedimientos técnicos”. Charla impartida en el Encuentro Internacional de la Palabra celebrado en abril del 2015 en Tecnópolis, Buenos Aires.