La dramaturgia como práctica de fe o como fe práctica (III)

“Dios es la didascalia de la existencia”. Mauricio Kartun.

Después de años leyendo lo que se supone que hay que leer, tomando clases de esto y aquello, convirtiéndome en actriz, dirigiendo mis textos, embarcándome en interminables discusiones, devoluciones tras ensayos, reuniones de cooperativa, viendo películas, documentales, series y obras, analizándolas para escribir sobre ellas porque sí o porque toca; después de años idealizando la profesión mientras se encaran sus realidades, admirando el talento ajeno, muriéndome de miedo, de envidia o de vergüenza, tratando de “no tener nada más que ver con TODO esto”, abandonando para volver más convencida de no sé qué, incapaz de congraciarme con la práctica social del gremio y no pudiendo digerir los delirios y excesos del rubro... Después de tanto y nada, sigo sin una explicación certera o medianamente aceptable con la que responder a cuestiones básicas: qué es el teatro, para qué sirve, qué hace.
En el intento de responder esas preguntas se comienza apelando a la historia, la teoría y la argumentación de los grandes maestros, pero se termina cayendo en una explicación personalísima, subjetiva  y confusa de la experiencia de cada quien como si en la suma de esas anécdotas hubiera una verdad irrefutable que logre traducirnos. Es difícil, muy difícil, tratar de explicar(se) el funcionamiento de una vocación que puede ser (o  no ser) tu profesión paga, pero que define e incluye gran parte de lo que te interesa, es más, en ocasiones, llega a ser lo único que te arranca del ensimismamiento sobre la inercia cotidiana recordándote que la vida es otra cosa. Cuando esos resortes se activan combinados estamos apelando a lo que Kartun reconoce como la “dimensión metafísica” de la acción, que es, ni más ni menos, que la asunción del teatro como una celebración de la existencia, del movimiento vital e imparable que la define.
Esa metafísica del teatro que nos ampara desde los albores de la humanidad, nos lleva a considerar todo lo que implica como un poderoso acto de fe. Fe sin la que sus creadores nunca podrían dar el primer paso y fe sobre la que se articula el famoso pacto ficcional con el público, ese raro fenómeno que logra que sigamos acudiendo a la cueva singular que es una sala de teatro.
Hay que creer. O reventar. Creer que los recursos del teatro son ilimitados y que a través de él podemos abordar cualquier aspecto del ser. Para ello es necesario enfrentar con humildad sus desafíos y considerar que cada vez que aparece ese lugar común que asegura que “esto no sirve” o “esto no puedo hacerlo en escena”, nos enfrentamos a nuestra propia incapacidad para habitar el escenario, ese campo fértil y minado, donde todo vuela por los aires al menor descuido.
La fe en el teatro quizá sea la razón primera de su supervivencia. Nos gusta pensar que ya entendió que no puede ni debe competir con la industria del entretenimiento. Concebir el teatro como pasatiempo implica ignorar uno de sus grandes logros: instaurar una conversación con otro, con cada uno de los otros que constituyen el público, y lograr que esa persona experimente una modificación íntima en el transcurso de la obra, es decir, que su contacto con el universo planteado resulte tan fluido y satisfactorio que lo trascienda. Si esa trascendencia se manifiesta en una discusión durante la cena posterior [1], o si la obra vista resulta ser el detonante para que vuelva a casa y decida divorciarse o tomar clases de canto, nunca lo sabremos, pero está claro que el deseo profundo de todo poeta, el deseo que no se atreve a confesar en voz alta, está más próximo a la necesidad de comunicarse profunda y secretamente con un desconocido, que con la vaga idea de distraerlo durante un rato de sus espantos. 

Como autores nos enfrentamos una y otra vez a la certeza de estar escribiendo por/para alguien concretísimo. Ese “lector ideal”[2] que la teoría literaria concibe como el príncipe azul de todo escritor, el lector que re-escribirá el texto junto al autor, activando todos y cada uno de los recursos expresivos y técnicos que fueron volcados en el relato a la espera de su ojos. La teoría acostumbra a poner paños fríos sobre el corazón caliente. Son muchos y desmedidos los esfuerzos realizados para separar vida y obra de cada creador pero, sepamos o no, importe o no, la escritura adquiere consistencia cuando, como Brecht reconocía, sentamos a nuestro Marx de turno en la tercera fila. Si mi Marx es todo oídos resultará una inspiración y un desafío. Será a él, y solo a él, a quien buscaré conquistar con mi creación. No faltará ocasión de descubrir que nuestro lector ideal puede adquirir el aspecto más insospechado. Sin duda uno de los primeros votos de fe del poeta/dramaturgo se deposita en ese lector/público ideal. 
El dramaturgo debe confiar en su intuición. Tendrá que dar cabida a sus reiteraciones y preguntarse cómo y por qué sobreviven. Identificar qué imágenes tomó prestadas, cuáles interiorizó y cuáles supo acuñar con sello propio. Quizá no haya certezas en esa distinción y no es preciso. Lo interesante será el ejercicio, el análisis de esos disparadores que se presentan como imágenes potenciales y que terminan por parecer un sueño repetido. Un sueño donde quizá no se entienda el argumento pero donde se identifica a los personajes por mucho que disfracen su naturaleza.
Si escuchamos nuestra intuición sobre esas imágenes que funcionan como pulsión primigenia, comenzaremos a transitar un tiempo de genuina y tortuosa felicidad. Esa instancia donde el universo conspira a nuestro favor y todo parece murmurar, relacionar y señalar hacia el nuevo mundo que pretendemos poblar con nuestras ideas y personajes.
Ese período de investigación y suma general de materiales relacionados directa o indirectamente con nuestro eje temático o disparador, es lo que Kartun denomina el tiempo del “acopio”. Y así como subraya las bendiciones propias de esa instancia conocidas por todo creador – la aparición inesperada de nuevas metáforas que reafirman el valor de nuestra intuición, el hallazgo de todo tipo de objetos, bibliografía, películas o estudios que caerán en nuestras manos en el momento adecuado, sin olvidar ejemplos, citas y frases detectadas al vuelo con el oído cazador del escritor obsesionado con su causa –, también advierte de los posibles riesgos de esa acumulación ingobernable: pretender que la suma de esas cosas conforme en sí misma un ecosistema dramatúrgico. Nada más lejos de la realidad, pues ese entusiasmo imprescindible necesitará buena poda y un gran criterio de selección que no tema sacrificar grandes hallazgos para favorecer el fortalecimiento de las genialidades que, se presupone, aún siendo pocas, alcanzarán cierta pirotecnia de sentido profundo y, por qué no, espectacular.



m.trigo













[1] “Una buena obra sobrevuela la milanesa”, afirma Kartun. http://www.pressreader.com/argentina/noticias/20150718/282183649737948/TextView

[2] ECO, Humberto. “El lector modelo”, en Lector in fabula, ed. Lumen, Barcelona, 1987. 

#Ensayo

Se me ocurre, me consta, que es un tiempo sin tiempo. Quizá por eso aspiro a andar siempre en camisa de once varas, hasta las manos, digo, porque el tiempo que vuela en un ensayo apenas envejece, sienta bien. Como traje a medida mismamente. 

Mientras usted ensaya la vida entrometida queda lejos y se hace solamente lo importante. Lo urgente desdibuja su volumen. 

Mientras usted ensaya puede tener seis años nuevamente pero también trescientos si así se le antojara. Puede ser usted mudo o hablar como un doctor de antigua escuela. Estar lleno de tics, pestañear al ritmo de las olas o quedarse muy quieto y embelesarme igual que acaso Rothko. Puede silbar bajito o sentarse a tocar un instrumento, así, como si no, como si nada, medio que de perfil, porque pasaba, porque ya estaba ahí y apetecía. Puede tararear sin que se intuya y hacer que alguien desee insensateces. Y si usted canta en el medio de un ensayo es probable que todo se detenga y que se abra una puerta hacia mundo tan nuevo que ni nombre le dieron todavía.  

Mientras usted ensaya puede pasar que llore o que sonría y encarne una quimera, una pasión certera, extrañadísima, que todos reconocen como propia aunque usted sea usted y en nada se parezca a todos ellos. Es cosa del ensayo ese prodigio. Que adentro del ensayo usted puede ser otro, ser cualquiera, adentro de sus ojos y en sus manos, tropezarse con uno que lo habita, alguien que entenderá de otra manera el mundo y tendrá dudas otras, ganas nuevas y quién sabe qué forma de callar o decirlas. 

Adentro del ensayo estará usted a salvo de usted mismo. De su falta de fe, de su cansancio. Será el niño que juega inagotable dando cuerda a los sueños, contando cuanto pasa, cuanto mira, como si solo así y solo entonces. Solo. 

Mientras usted ensaya quizá sea feliz aunque le duela o logre el pensamiento amilanarlo y lo enrede y aleje o distorsione. Aunque nada concluya como espera y no entienda del todo las razones para seguir haciendo eso que hace, sabrá sin mucho escándalo que es lo mejor que puede, lo que tiene. Y no le importará que el mundo no agradezca, porque el mundo es inmundo. 

Mientras usted ensaya sabrá que hace feliz a quien lo observe. Y aunque no sea ese su objetivo, su misión en la tierra, ni tan siquiera un poco su intención o deseo, dejará que se haga, que suceda, que la felicidad de ese momento siembre esperanza absurda en esos pocos metros. 

Porque mientras ensaya da todo lo que no sabe que tiene. 



m.trigo

La dramaturgia como práctica de fe / o como fe práctica (II)

“El artista da lo que no sabe que tiene”. Ángel Cerviño.
Si la figura del poeta no se hubiera sacralizado tan huecamente hasta el punto de convertirse en una caricatura, resultaría más orgánico para los artistas reconocerse como tales y aceptar lo que implica. Hacerse cargo de su hermosa responsabilidad y defenderla. Defender la necesidad de desempeñar cualquier profesión libremente, es decir, violentando desde dentro la economía del sistema. No para boicotear o destruirlo. El arte nada sabe de aniquilar o imponer principios. No deja de ser una víctima de las circunstancias y así le va y le ha ido. Testigo, cómplice amordazado, tematizado por políticas subvencionadas, desnutrido al amparo de concursos de moda que todo delimitan encauzando el auge de producciones predecibles y olvidables. Hablamos, claro está, de todas las disciplinas artísticas, no  solo del teatro. Nos atrevemos a generalizar esperando que los responsables de cultura de algún país conocido nos contradigan y lo demuestren.
Afirma Alberto Ure en  Sacate la careta que el teatro es pese a todos nosotros. Seamos atrevidos y leamos arte donde él dice teatro. Entenderemos entonces que los poetas dominarán el mundo. El que importa, el otro, el subterráneo, el inconsciente, el que generará ruinas dignas de estudio para nuestra Historia mentirosa y selectiva.
El teatro anhela pero desconoce las multitudes. Su naturaleza es sinónimo de crisis. Pervive en los intersticios de la evolución porque sabe que no necesita de sus avances. Estaba acá antes de la electricidad y estará después de la caída de todo lo que hoy consideramos imprescindible. No importa cuánto teatro se presente de la mano de nuevas tecnologías, cuántos formatos se exploren para hacernos partícipes de obras interactivas que transcurren en varias ciudades a la vez, en cientos de pantallas donde el texto se escribe colectivamente, o en lugares donde el sonido y la imagen inundan los sentidos arrebatando toda posibilidad de pensamiento y emoción. Esas piezas forman parte de la anatomía actual del sistema de producción y son un claro reflejo de los famélicos intereses que genera el hiper desarrollo virtual. Un desarrollo que no tardará en sonrojarnos por parecernos, una vez más, de nuevo, cavernícola. Ya estuvimos acá, ya lo experimentamos. Cada nuevo soporte tecnológico reclama contenidos, pero la obsolescencia programada no es un ingrediente atractivo para el arte[1].
Será cada vez más difícil sorprenderse del modo en que la tecnología modifica nuestra existencia porque estamos acomodados a la idea de una asimilación instantánea de la técnica[2]. No del conocimiento, por supuesto. El conocimiento está obsoleto. O, cuando menos, hoy también parece tener fecha de caducidad. Para qué acumularlo cuando todo parece estar a un clic de distancia.
En medio de este mar de los Sargazos, el teatro, siempre flexible y dispuesto a jugar con cualquier excusa, va y viene. Se adapta a la grandilocuencia tecnológica, deja que lo maquillemos, le cambiemos el nombre, el apellido, lo formateemos y lo vaciemos de sentido queriendo otorgarle todos los posibles. Su nuevo sentido será azaroso y su discurso fragmentario, hiperbreve e hipervinculado, como corresponde a la post-posmodernidad. No debe aburrir, ni bajar línea ni emitir mensajes unívocos. El teatro se percibe como un lugar de expansión al que se le presupone un divertimento y una complejidad que, en última instancia, descansa en nuestro público, ese público escaso pero fiel, afectado quizá con alguna malformación del virus teatrero. Una cepa menos radical que lo convierte en público sin deseo protagónico, sin anhelo de subirse al escenario (si es que hay cerca uno, si es que de ese teatro se trata). No abunda ese público ajeno a los entresijos de la producción teatral. Sabemos que al teatro lo alimenta la familia. Es esa mesa de bautizo donde todos apadrinamos un poco a la criatura. Vamos a ver la obra del maestro, del amigo, de la novia, del ex, de la compañía admirada o envidiada… Y ellos, todos ellos, nos devuelven el favor. Vienen a ver nuestras obras y nos felicitamos o mantenemos un prudente silencio. Protegemos nuestra supervivencia. Tenemos algo de vampiros. Sacrificamos cada nueva obra a los colmillos de la comunidad, nos la vamos pasando unos a otros, hasta que no queda nada en ella que morder. Algo de eso hay. Algo. Pero no es todo. Eso no alcanzaría para seguir, para mantener el interés, los sueños y la esperanza de encontrarle sentido a tanto esfuerzo cuando nada funciona como quisiéramos.


m.trigo












[1] En relación a todo esto recomendamos la lectura del artículo “La muerte del teatro y otras buenas noticias”, de M. Kartun, en Detrás de escena, ed. Excursiones, Buenos Aires, 2015. pp. 11-16.

[2] Entre las muchas películas estrenadas en los últimos años que abordan hipótesis sobre cómo la tecnología modifica irremediablemente nuestra experiencia como seres humanos y nuestra (in)capacidad para relacionarnos, Her (Dir. Spike Jonze, USA, 2013) es, sin duda, uno de los ejemplos que mejor ejemplifica estas vagas impresiones.

Continuidad de los Libros

Nos invitaron a formar parte de Continuidad de los Libros, revista digital dedicada a la difusión de la literatura y otras artes transatlánticamente. Inauguramos una sección dedicada al teatro donde iremos desgranando vaya usted a saber qué inquietudes que nos rondan. Comenzamos la hazaña haciendo memoria, rebobinando, buscándonos en el origen, en el comienzo de nuestra relación con el teatro allá lejos y entonces, en un colegio público de Valladolid. Lo hacemos para, una vez más, interrogarnos sobre qué es el teatro y cuánto hace por nosotros. 

"En la ardua tarea de definir qué es el teatro, se echa mano de la antigua Grecia, el poder de la catarsis, su relación con lo sagrado, los ritos, las fiestas paganas y, cómo no, con la imperiosa necesidad de contar historias que nos define. Hablamos del teatro como arte eterno, lugar de encuentro, herramienta social, formativa y ejercicio político también, por supuesto. La práctica del teatro es la práctica de la resistencia. Contra todo y ante muchos. Pero si la conversación es larga e íntima, la seriedad cede y se impone otro interrogante: ¿qué es para mí el teatro? Ahí las respuestas son tan infinitas como válidas. Los amantes del teatro tenemos una relación desmedida, obscena y contraproducente con él. Quién más, quién menos, ha tratado de abandonarlo en alguna ocasión o, al menos, de engañarse durante un tiempo, pensando que tal cosa es posible. Pero no. Una vez que te inocularon el virus teatrero en cualquiera de sus cepas, el compromiso que se adquiere con su causa permanece junto a uno mientras haya vida. Mientras hay vida, hay esperanza, dicen. Y el teatro es una fábrica de esperanza".